1 Abril del año 1361, muy cerca de Burgos
Un
jinete embozado recorría muy despacio el bosque nevado. No le permitía más el
espesor del manto blanco que acolchaba el suelo como hecho sin cortes y a la
medida. Una capucha marrón le protegía la cabeza y la cara. Sus ojos oscuros apenas
le asomaban lo suficiente para ver el camino resplandeciente por los escasos
rayos de sol. La luz le hacía daño y sabía por experiencia que le podía
ocasionar quemaduras. Aun así, continuaba su viaje hacia Burgos. No sabía muy
bien la fecha, pero por aproximación, debía de haber comenzado abril. El tiempo
apenas cambiaba, estacionado en un frío continuo cruel y continuo. Los últimos
años, desde 1340 más o menos, había llovido, nevado y helado como nunca. Al
menos eso decían los hombres que conseguían llegar a los cuarenta. El hambre se
había instalado en todas partes y las tierras apenas tenían unas pocas espigas
de trigo congeladas y duras igual que los filos de las flechas. Las semillas se
habían anegado o podrido con el agua en todos los graneros. Él comía los frutos
y las plantas que encontraba en el campo. Sabía reconocer las hierbas
silvestres, las raíces más tiernas, las setas no venenosas y todo aquello
comestible que le rodeaba en cada momento. También conocía los poderes
curativos y bastante de medicina.
En
cada lugar se presentaba como médico, juglar, mendigo o aprendiz de maestro de
obras, según la conveniencia. Llegaba, observaba y decidía. Cantaba, sanaba,
construía, enseñaba a contar… En sus alforjas portaba los instrumentos
necesarios y un poco de comida húmeda y enmohecida. Por un lateral de la
montura, asomaba casi aplastado una especie de pico hecho con madera fina y
pintado de color blanco. Tenía dos agujeros en el extremo más grueso, cubiertos
de una especie de cristal muy rudimentario de color rojo. Era una máscara
bastante tétrica. Por su carga y su aspecto general, el jinete parecía un
buhonero o incluso uno de esos locos que se azotaban por las calles ante la
nueva enfermedad. Su sayal marrón, no estaba muy limpio y se había llenado de
rotos a causa de los enganchones del camino. Llevaba demasiado tiempo en
marcha.
Pero
solo él sabía lo que buscaba y lo que pretendía. Iba más allá de lo normal. Se
había convertido en un verdadero cazador de la muerte, aunque siempre llegara
tarde. Esta vez notaba que no sería así. Lo presentía y lo había soñado varias
veces. Una plaga se aproximaba. Él esperaría allí para adelantar a su enemiga
mortal.
Un lobo aulló muy cerca de donde se encontraba. Sintió debajo de sus piernas los músculos en tensión de la cabalgadura. El caballo estiró las orejas y bufó con miedo. Por un momento se detuvo, por lo que su dueño lo espoleó deprisa con los talones. Siguió muy a su pesar, solo porque obedecía sin más. Con toda probabilidad, en su mente asomaría el último ataque de aquellos lobos hambrientos a los que se les notaban las costillas. Si hubieran tenido más fuerza habrían acabado con los dos. Alguna de sus coces y la buena puntería del hombre con las flechas los habían salvado. El animal agachó la cabeza y notó al instante las correas que tiraban de su cuello. Su amo también tenía memoria. Notaba sus movimientos lentos y medidos. Notó la mano en las crines. Pretendía hacerle olvidar su instinto.
- Giraremos un poco y así evitaremos a los lobos. Con el viento a favor no nos olerán.
Movió
la brida para indicar el nuevo camino del animal, que se mostró obediente pues
se fiaba de él. El siguiente aullido se oyó más lejos, lo que ayudó a que se
calmaran de nuevo, aunque el bosque les inspiraba cada vez menos confianza.
Este se había cerrado y los árboles unían sus ramas húmedas escondiendo el
cielo a sus ojos. Además, todo olía a podrido en los últimos tiempos, pero allí
mucho más. Los líquenes y el musgo invadían los troncos hasta en el lado más
seco, como una serpiente que los constreñía hasta secarlos. Se deberían oír los
cantos de los jilgueros, los colorines, los gritos de las abubillas y, sin
embargo, la primavera no había llegado, tampoco la época de celo. Nadie parecía
feliz.
El
hombre embozado bajó del caballo y se quitó el arco que portaba en la espalda.
Se ayudó de él para partir con toda facilidad algunos pequeños troncos que se
encontraba a su paso sobre la capa de podredumbre del suelo. Allí no había
camino y miró hacia el cielo en busca del sol. Vio alguno de sus rayos para
reorientarse. Se había alejado un poco de su destino, pero más adelante
rectificaría. Al menos, ya no se escuchaba a los lobos.
Las
pisadas del caballo y del hombre embozado dejaban embarrada la nieve. De ambos
surgía el vapor que confirmaba la baja temperatura del día. Pronto llegaría la
noche. Debían apresurarse. El rodeo se estaba convirtiendo en una gran vuelta.
El sol bajaba muy deprisa dejando a su libre albedrío a la oscuridad. Por
suerte, el bosque se despejaba a cada paso y enseguida se atisbó a lo lejos un
claro. El jinete utilizó un tronco del suelo para subir de nuevo al caballo. Lo
arreó con fuerza. Necesitaba llegar a Burgos cuanto antes para buscar un
alojamiento o, por lo menos, un lugar donde calentarse frente a una buena
hoguera.
- ¡Allí está la ciudad! –dijo en voz alta.
El
caballo no le entendió, pero notó que la tensión se relajaba, según disminuía
la espesura del bosque. A lo lejos asomaban algunas hileras de humo y pequeños
tejados de color negro. En medio y muy por encima de ellos, se erigía un enorme
montón de piedras ordenadas y relucientes que apuntaban al cielo. Una catedral
nueva, aunque no acabada, lucía con el color dorado del atardecer. ¿Se terminarían algún día aquellas grandes
edificaciones? Se preguntó el jinete. No tenían fin y siempre se sumaban
más y más mejoras. Sin duda, las tres catedrales que había visto en su vida
eran para él una muestra segura de que Dios podría existir. A los escasos conocimientos
y medios de la época se unían los inexpertos trabajadores que iban y venían. Se
levantaban unas enormes paredes sujetas por arcos voladores y cimientos
exagerados. Ni siquiera había dinero suficiente para avanzar cada mes por lo
que las obras se detenían sine diem.
Cuando
el sol buscaba su descanso, alcanzó las casas que rodeaban la muralla de la
ciudad. Nunca se acostumbraría al hedor que acompañaba a aquellas familias que
sobrevivían día a día. Allí se mezclaban la pestilencia de verduras podridas,
gallináceas secas, aguas sucias, algo de estiércol de bueyes y cerdos y por
supuesto el olor a hombres y mujeres que solo se lavaban una vez al año. Ni
siquiera el frío evitaba aquellos efluvios. Por un momento, el cazador estuvo a
punto de ponerse la máscara, pero sabía muy bien el efecto que tendría entre
aquella pobre gente.
El caballo chapoteaba sobre el barrizal, pues la nieve desaparecía con rapidez en aquellas calles hediondas, como si su blancura inmaculada huyera de la negra suciedad. Él también tenía prisa por abandonar el lugar y arreó a su montura con tanta contundencia que casi acaban con la vida de una gallina. El pobre animal herido se dio a la fuga cacareando y con una pata casi desprendida de su cuerpo redondo y medio desplumado. El escándalo apenas inquietó a los habitantes, que miraron con desgana a aquel hombre que tenía donde ir montado. Sin duda, estaría muy por encima de ellos y nadie se atrevería a pedirle explicaciones, aunque hubiera matado con saña a todos sus animales. Solo un niño siguió con atención los pasos del jinete. El pico que sobresalía de las alforjas le dejó inmóvil. Había oído algunas historias sobre el hombre pájaro que traía mal agüero. Un pescozón de su padre, que puso mala cara, lo despertó. Había miedo en su expresión.
- No seas insolente. Ese caballero podría darse la vuelta y tomar justicia por tu atrevimiento. No se mira así a un caballero.
El
chico no dijo nada. Salió corriendo en busca de una carretilla, pues debía
acarrear algo de paja para la burra. Por la noche, recordaría la máscara en un
sueño nervioso e intranquilo que no lo dejaría dormir.
El
hombre del caballo entró por la puerta de la muralla cuando estaban a punto de
cerrarla. Los dos soldados que la custodiaban lo miraron con desgana. Uno de
ellos golpeó el lomo del animal para que se apresurara. Estaban deseosos de
abandonar su puesto. No le preguntaron nada y el jinete se dirigió enseguida
hacia la catedral a través de las estrechas calles de la ciudad. Allí el olor
no mejoraba. Un pequeño reguero de color marrón corría por mitad y exhalaba un fétido
vapor al contacto con el aire frío.
- ¡Agua va! –gritó una mujer desde una ventana.
Poco
faltó para que la suciedad lo alcanzara de lleno. El caballo se notó salpicado
y golpeó con fuerza en el empedrado de la calle sobre la nieve derretida. Los
cascos resonaron a modo de queja, como un vecino airado que no soporta más esa
asquerosa costumbre.
- Tranquilo, tranquilo –le repitió su dueño.
Pronto
se abrió aquel pasadizo oscuro a un espacio más amplio. Una plaza que rebosaba
piedras, arena y enormes maderos enseñaba al viajero la enorme catedral, elevada
por encima de cualquier triste construcción cercana. Aunque el edificio se veía
terminado y así lo atestiguaban unas enormes puertas de madera talladas en
relieve y sus cristaleras, eso sí, llenas de polvo, se había iniciado una nueva
obra de mejora. El jinete observó el espectáculo durante un buen rato. Apenas
había dos o tres personas que seguramente se encargaban de cuidar los
materiales por la noche. Las antorchas que colgaban en las paredes se habían
encendido y ayudaban a alumbrar el lugar junto con la luz crepuscular de tonos
rojizos. Nunca se acostumbraría a la maravilla que suponían aquellas
construcciones. Recordó su último trabajo en el tejado. Aquellas finas
esculturas y remates que no vería nadie, solo Dios.
Uno de
los hombres se acercó a él chapoteando con unas botas de piel de conejo sobre
la pequeña capa de nieve que aún quedaba. Llevaba un mandil de cuero y debajo
un sayón marrón de tela basta y gruesa. Al jinete le picó todo el cuerpo al ver
aquella prenda tan tosca. Eso sí, no tendría frío. De su boca salió el vapor
nada más hablar. Aquella lengua del norte le pareció dura y a la vez fuerte. Sin
duda, tenía más energía que la suya. La entendía a la perfección, sobre todo
por sus conocimientos de latín y de las lenguas del sur.
- ¿Deseas algo, caballero? –preguntó el obrero.
El jinete quiso deshacer el equívoco. Iba a caballo, pero no era noble. La montura la había adquirido como pago por la cura de una grave enfermedad a un señor de escaso territorio. No tenía ganas de dar explicaciones y, tras desmontar para estar a la misma altura, abrevió su presentación con buenas maneras.
- Soy Mauro. Voy de aquí para allá ofreciendo mi oficio donde pueda interesar. He aprendido de algunos maestros de obras algunos trucos para construir. Esta es la cuarta catedral que veo y en la que podría trabajar, si alguien me da permiso y sustento.
Aquel hombre lo miró de arriba abajo mientras paladeaba las palabras del extranjero con ese acento tan musical. El rostro que apenas podía ver le pareció de fiar. Los ojos anunciaban sinceridad, o eso pensó. Miró hacia una casa cercana. Estaba llena de polvo y apenas se libraba del mucho deterioro el tejado de paja ennegrecida. Aun así, su aspecto anunciaba cierto recogimiento, más que la calle.
- Yo soy Aparicio, el maestro de obra. Ahora no tenemos mucho trabajo en la catedral. Corren malos tiempos y el dinero escasea tanto como la comida o la primavera, que ni siquiera desea visitarnos. De todas formas, mañana probaremos tus cualidades. De momento te ofrezco que pases la noche en la casa de obras. Está sucia y llena de trastos inútiles, pero no encontrarás otra mejor a estas horas. Sé bienvenido, extranjero.
El
hombre del delantal ofreció su mano descubierta al jinete. Este la apretó, como
era costumbre en aquella zona. Después, se dirigió hacia la casa con su caballo
del ramal. No le habían ofrecido comida, ni para él ni para su animal. Los dos
tendrían que compartir algunas hierbas duras pero sustanciosas que llevaba en
la alforja. Engañaría al gusano que continuamente le apretaba en el estómago
ayudado por el jugo áspero y el ejercicio interminable de las mandíbulas.
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