jueves, 7 de marzo de 2024

 A partir de hoy comparto mi novela El cazador de la muerte negra con vosotros. Novela por entregas, capítulo a capítulo. Espero que os guste.


1 Abril del año 1361, muy cerca de Burgos

Un jinete embozado recorría muy despacio el bosque nevado. No le permitía más el espesor del manto blanco que acolchaba el suelo como hecho sin cortes y a la medida. Una capucha marrón le protegía la cabeza y la cara. Sus ojos oscuros apenas le asomaban lo suficiente para ver el camino resplandeciente por los escasos rayos de sol. La luz le hacía daño y sabía por experiencia que le podía ocasionar quemaduras. Aun así, continuaba su viaje hacia Burgos. No sabía muy bien la fecha, pero por aproximación, debía de haber comenzado abril. El tiempo apenas cambiaba, estacionado en un frío continuo cruel y continuo. Los últimos años, desde 1340 más o menos, había llovido, nevado y helado como nunca. Al menos eso decían los hombres que conseguían llegar a los cuarenta. El hambre se había instalado en todas partes y las tierras apenas tenían unas pocas espigas de trigo congeladas y duras igual que los filos de las flechas. Las semillas se habían anegado o podrido con el agua en todos los graneros. Él comía los frutos y las plantas que encontraba en el campo. Sabía reconocer las hierbas silvestres, las raíces más tiernas, las setas no venenosas y todo aquello comestible que le rodeaba en cada momento. También conocía los poderes curativos y bastante de medicina.

En cada lugar se presentaba como médico, juglar, mendigo o aprendiz de maestro de obras, según la conveniencia. Llegaba, observaba y decidía. Cantaba, sanaba, construía, enseñaba a contar… En sus alforjas portaba los instrumentos necesarios y un poco de comida húmeda y enmohecida. Por un lateral de la montura, asomaba casi aplastado una especie de pico hecho con madera fina y pintado de color blanco. Tenía dos agujeros en el extremo más grueso, cubiertos de una especie de cristal muy rudimentario de color rojo. Era una máscara bastante tétrica. Por su carga y su aspecto general, el jinete parecía un buhonero o incluso uno de esos locos que se azotaban por las calles ante la nueva enfermedad. Su sayal marrón, no estaba muy limpio y se había llenado de rotos a causa de los enganchones del camino. Llevaba demasiado tiempo en marcha.

Pero solo él sabía lo que buscaba y lo que pretendía. Iba más allá de lo normal. Se había convertido en un verdadero cazador de la muerte, aunque siempre llegara tarde. Esta vez notaba que no sería así. Lo presentía y lo había soñado varias veces. Una plaga se aproximaba. Él esperaría allí para adelantar a su enemiga mortal.

Un lobo aulló muy cerca de donde se encontraba. Sintió debajo de sus piernas los músculos en tensión de la cabalgadura. El caballo estiró las orejas y bufó con miedo. Por un momento se detuvo, por lo que su dueño lo espoleó deprisa con los talones. Siguió muy a su pesar, solo porque obedecía sin más. Con toda probabilidad, en su mente asomaría el último ataque de aquellos lobos hambrientos a los que se les notaban las costillas. Si hubieran tenido más fuerza habrían acabado con los dos. Alguna de sus coces y la buena puntería del hombre con las flechas los habían salvado. El animal agachó la cabeza y notó al instante las correas que tiraban de su cuello. Su amo también tenía memoria. Notaba sus movimientos lentos y medidos. Notó la mano en las crines. Pretendía hacerle olvidar su instinto.

-  Giraremos un poco y así evitaremos a los lobos. Con el viento a favor no nos olerán.

Movió la brida para indicar el nuevo camino del animal, que se mostró obediente pues se fiaba de él. El siguiente aullido se oyó más lejos, lo que ayudó a que se calmaran de nuevo, aunque el bosque les inspiraba cada vez menos confianza. Este se había cerrado y los árboles unían sus ramas húmedas escondiendo el cielo a sus ojos. Además, todo olía a podrido en los últimos tiempos, pero allí mucho más. Los líquenes y el musgo invadían los troncos hasta en el lado más seco, como una serpiente que los constreñía hasta secarlos. Se deberían oír los cantos de los jilgueros, los colorines, los gritos de las abubillas y, sin embargo, la primavera no había llegado, tampoco la época de celo. Nadie parecía feliz.

El hombre embozado bajó del caballo y se quitó el arco que portaba en la espalda. Se ayudó de él para partir con toda facilidad algunos pequeños troncos que se encontraba a su paso sobre la capa de podredumbre del suelo. Allí no había camino y miró hacia el cielo en busca del sol. Vio alguno de sus rayos para reorientarse. Se había alejado un poco de su destino, pero más adelante rectificaría. Al menos, ya no se escuchaba a los lobos.

Las pisadas del caballo y del hombre embozado dejaban embarrada la nieve. De ambos surgía el vapor que confirmaba la baja temperatura del día. Pronto llegaría la noche. Debían apresurarse. El rodeo se estaba convirtiendo en una gran vuelta. El sol bajaba muy deprisa dejando a su libre albedrío a la oscuridad. Por suerte, el bosque se despejaba a cada paso y enseguida se atisbó a lo lejos un claro. El jinete utilizó un tronco del suelo para subir de nuevo al caballo. Lo arreó con fuerza. Necesitaba llegar a Burgos cuanto antes para buscar un alojamiento o, por lo menos, un lugar donde calentarse frente a una buena hoguera.

-   ¡Allí está la ciudad! –dijo en voz alta.

El caballo no le entendió, pero notó que la tensión se relajaba, según disminuía la espesura del bosque. A lo lejos asomaban algunas hileras de humo y pequeños tejados de color negro. En medio y muy por encima de ellos, se erigía un enorme montón de piedras ordenadas y relucientes que apuntaban al cielo. Una catedral nueva, aunque no acabada, lucía con el color dorado del atardecer. ¿Se terminarían algún día aquellas grandes edificaciones? Se preguntó el jinete. No tenían fin y siempre se sumaban más y más mejoras. Sin duda, las tres catedrales que había visto en su vida eran para él una muestra segura de que Dios podría existir. A los escasos conocimientos y medios de la época se unían los inexpertos trabajadores que iban y venían. Se levantaban unas enormes paredes sujetas por arcos voladores y cimientos exagerados. Ni siquiera había dinero suficiente para avanzar cada mes por lo que las obras se detenían sine diem.

Cuando el sol buscaba su descanso, alcanzó las casas que rodeaban la muralla de la ciudad. Nunca se acostumbraría al hedor que acompañaba a aquellas familias que sobrevivían día a día. Allí se mezclaban la pestilencia de verduras podridas, gallináceas secas, aguas sucias, algo de estiércol de bueyes y cerdos y por supuesto el olor a hombres y mujeres que solo se lavaban una vez al año. Ni siquiera el frío evitaba aquellos efluvios. Por un momento, el cazador estuvo a punto de ponerse la máscara, pero sabía muy bien el efecto que tendría entre aquella pobre gente.

El caballo chapoteaba sobre el barrizal, pues la nieve desaparecía con rapidez en aquellas calles hediondas, como si su blancura inmaculada huyera de la negra suciedad. Él también tenía prisa por abandonar el lugar y arreó a su montura con tanta contundencia que casi acaban con la vida de una gallina. El pobre animal herido se dio a la fuga cacareando y con una pata casi desprendida de su cuerpo redondo y medio desplumado. El escándalo apenas inquietó a los habitantes, que miraron con desgana a aquel hombre que tenía donde ir montado. Sin duda, estaría muy por encima de ellos y nadie se atrevería a pedirle explicaciones, aunque hubiera matado con saña a todos sus animales. Solo un niño siguió con atención los pasos del jinete. El pico que sobresalía de las alforjas le dejó inmóvil. Había oído algunas historias sobre el hombre pájaro que traía mal agüero. Un pescozón de su padre, que puso mala cara, lo despertó. Había miedo en su expresión.

- No seas insolente. Ese caballero podría darse la vuelta y tomar justicia por tu atrevimiento. No se mira así a un caballero.

El chico no dijo nada. Salió corriendo en busca de una carretilla, pues debía acarrear algo de paja para la burra. Por la noche, recordaría la máscara en un sueño nervioso e intranquilo que no lo dejaría dormir.

El hombre del caballo entró por la puerta de la muralla cuando estaban a punto de cerrarla. Los dos soldados que la custodiaban lo miraron con desgana. Uno de ellos golpeó el lomo del animal para que se apresurara. Estaban deseosos de abandonar su puesto. No le preguntaron nada y el jinete se dirigió enseguida hacia la catedral a través de las estrechas calles de la ciudad. Allí el olor no mejoraba. Un pequeño reguero de color marrón corría por mitad y exhalaba un fétido vapor al contacto con el aire frío.

- ¡Agua va! –gritó una mujer desde una ventana.

Poco faltó para que la suciedad lo alcanzara de lleno. El caballo se notó salpicado y golpeó con fuerza en el empedrado de la calle sobre la nieve derretida. Los cascos resonaron a modo de queja, como un vecino airado que no soporta más esa asquerosa costumbre.

-  Tranquilo, tranquilo –le repitió su dueño.

Pronto se abrió aquel pasadizo oscuro a un espacio más amplio. Una plaza que rebosaba piedras, arena y enormes maderos enseñaba al viajero la enorme catedral, elevada por encima de cualquier triste construcción cercana. Aunque el edificio se veía terminado y así lo atestiguaban unas enormes puertas de madera talladas en relieve y sus cristaleras, eso sí, llenas de polvo, se había iniciado una nueva obra de mejora. El jinete observó el espectáculo durante un buen rato. Apenas había dos o tres personas que seguramente se encargaban de cuidar los materiales por la noche. Las antorchas que colgaban en las paredes se habían encendido y ayudaban a alumbrar el lugar junto con la luz crepuscular de tonos rojizos. Nunca se acostumbraría a la maravilla que suponían aquellas construcciones. Recordó su último trabajo en el tejado. Aquellas finas esculturas y remates que no vería nadie, solo Dios.

Uno de los hombres se acercó a él chapoteando con unas botas de piel de conejo sobre la pequeña capa de nieve que aún quedaba. Llevaba un mandil de cuero y debajo un sayón marrón de tela basta y gruesa. Al jinete le picó todo el cuerpo al ver aquella prenda tan tosca. Eso sí, no tendría frío. De su boca salió el vapor nada más hablar. Aquella lengua del norte le pareció dura y a la vez fuerte. Sin duda, tenía más energía que la suya. La entendía a la perfección, sobre todo por sus conocimientos de latín y de las lenguas del sur.

-   ¿Deseas algo, caballero? –preguntó el obrero.

El jinete quiso deshacer el equívoco. Iba a caballo, pero no era noble. La montura la había adquirido como pago por la cura de una grave enfermedad a un señor de escaso territorio. No tenía ganas de dar explicaciones y, tras desmontar para estar a la misma altura, abrevió su presentación con buenas maneras.

 - Soy Mauro. Voy de aquí para allá ofreciendo mi oficio donde pueda interesar. He aprendido de algunos maestros de obras algunos trucos para construir. Esta es la cuarta catedral que veo y en la que podría trabajar, si alguien me da permiso y sustento.

Aquel hombre lo miró de arriba abajo mientras paladeaba las palabras del extranjero con ese acento tan musical. El rostro que apenas podía ver le pareció de fiar. Los ojos anunciaban sinceridad, o eso pensó. Miró hacia una casa cercana. Estaba llena de polvo y apenas se libraba del mucho deterioro el tejado de paja ennegrecida. Aun así, su aspecto anunciaba cierto recogimiento, más que la calle.

 Yo soy Aparicio, el maestro de obra. Ahora no tenemos mucho trabajo en la catedral. Corren malos tiempos y el dinero escasea tanto como la comida o la primavera, que ni siquiera desea visitarnos. De todas formas, mañana probaremos tus cualidades. De momento te ofrezco que pases la noche en la casa de obras. Está sucia y llena de trastos inútiles, pero no encontrarás otra mejor a estas horas. Sé bienvenido, extranjero.

El hombre del delantal ofreció su mano descubierta al jinete. Este la apretó, como era costumbre en aquella zona. Después, se dirigió hacia la casa con su caballo del ramal. No le habían ofrecido comida, ni para él ni para su animal. Los dos tendrían que compartir algunas hierbas duras pero sustanciosas que llevaba en la alforja. Engañaría al gusano que continuamente le apretaba en el estómago ayudado por el jugo áspero y el ejercicio interminable de las mandíbulas.


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