miércoles, 20 de marzo de 2024

 


Capítulo III El cazador de la muerte negra.

3 Septiembre del año 1361. Burgos

La plaza seguía igual de sucia y apenas pasaban los habitantes por ella. Casi todos daban rodeos por las callejuelas colindantes para evitarla. No era agradable el ruido de los instrumentos o los gritos de los obreros. Incluso se convertía en peligroso para quien no estuviera  acostumbrado a los movimientos de andamios, piedras que rodaban sobre troncos redondos que a veces saltaban por el aire, pues se detenían con brusquedad ante algún obstáculo. Si los accidentes constituían un verdadero problema para los propios trabajadores, más aún para los curiosos. Apenas había culto en la catedral y las otras iglesias se llenaban de fieles.

Entre todo aquel tumulto de materiales y hombres, Mauro golpeaba un bloque de piedra con una enorme maza de hierro. Las grises astillas saltaban y rebotaban sobre el grueso mandil de cuero que le protegía. La peor parte se la llevaban los ojos en muchos casos y había bastantes picapedreros ciegos. Otros perdían algún dedo por aplastamiento. Él se protegía como podía. A veces entornaba los ojos, a veces miraba a un lado soltando golpes imprecisos al vacío. Pretendía partir el gran bloque en dos partes. Para ello, había introducido unas cuñas de madera gracias a unos escoplos hechos con anterioridad. Después las había regado durante unos cuantos días para que se hincharan. Ahora solo quedaba golpear con tesón sobre ellas. La piedra ya se había resquebrajado por dentro.

Olvidándose del peligro evidente de aquel lugar, unos niños se acercaron y el aprendiz de cantero dejó el pesado instrumento a un lado. Era la hora de descansar. Aquellos curiosos debían apartarse, pero les fascinaba cada uno de los trabajos que se hacían para la ampliación de la catedral. Deseaban saber más y en el extranjero habían encontrado un ameno aliado. Les trataba con paciencia, no como los demás trabajadores que se los quitaban de encima como quien sacude un mantel lleno de migas.

-          Bueno, hoy por fin partiremos la gran piedra. Nos ha estado esperando durante mucho tiempo. Es posible que salga algo interesante de dentro.

Los niños se asomaron para ver el interior de la grieta. No se apreciaba nada, por eso, uno de ellos se atrevió a replicar.

-          Ahí no hay nada, nos quieres engañar.

-          Si tú supieras…- explicó con un gesto gracioso- dentro, en cada mitad de la piedra, hay una gárgola. Tardarán en aparecer, pero al final se animarán y subirán hasta allí arriba para veros crecer a vosotros y vuestros hijos, nietos…

-          A mí me dan miedo esos bichos–dijo una pequeña de pelo negro y sucio.

Mauro la miró con cariño. Por un momento, una imagen se atravesó en su cabeza y en sus ojos apareció una sombra de dolor, de angustia, igual que alfileres clavados en su iris. A esa sombra se añadió otra idea casi igual de triste. Muchos de aquellos niños no llegarían a cumplir ni los veinte años, arrastrados por los miles de maneras de morir en aquellos tiempos. Se rehízo al tragar saliva y aspirar aire con fuerza.

-          ¿Sabes para qué sirven las gárgolas? –no esperó la respuesta- Se ponen para alejar al demonio. Por eso son más aterradoras y horribles que él.

Algunos se rieron, pero el primer chico que preguntó volvió a la carga. Él quería llegar  a ser maestro de obra.

-          Según el cura, son las almas de los pecadores, que no llegan nunca a entrar en el cielo y menos en la catedral. Por eso son tan feos.

El obrero acarició el pelo del joven. A él le tenía especial cariño. Algunas veces le había subido a lo alto del tejado en aquellos seis meses para enseñarle toda la construcción. Le respondió al oído.

-          Puede que el cura tenga razón, Juanillo. Anda, ven conmigo. Es la hora de dejar el trabajo.

Una campana lejana corroboró sus palabras, pues tocó a misa vespertina, cuando todos los que podían dejaban sus faenas.

El aprendiz de maestro le llevó hasta el lugar donde dormía, porque vivir y comer lo hacía en la plaza. Quería enseñarle algunos secretos de la catedral que tenía guardados en el interior de aquella nave desordenada y desastrosa. Aquel lugar no se podía llamar casa y menos aún visto desde fuera, pensó Juanillo. Mauro abrió la puerta de madera y chirriaron los trozos de cuero clavados al marco que servían de bisagra. El techo de unos tres metros estaba lleno de vigas cuadradas y en ellas habitaban todas las arañas de la ciudad. Seguro que se comían unas a otras para no morir de inanición. El chico dejó de mirar hacia arriba enseguida, pues las telarañas le daban asco. Sus ojos se dirigieron hacia el fondo, hacia un jergón y unas alforjas que había tiradas en el suelo. Muy cerca, un caballo delgadísimo lamía el suelo en busca de alguna brizna de paja. La cosecha había sido otra vez mala y escasa. El animal se aproximó a su dueño con gozo, hacía lo posible por encontrar con el hocico la mano que otras veces le daba alguna golosina. Esta vez no había nada. Se dio la vuelta cabizbajo, enseñando su lomo huesudo mientras tropezaba con algunas herramientas que poblaban la superficie de la triste vivienda.

En medio de la estancia se encontraba la mesa con los dibujos y planos de la catedral. Aquellos manuscritos tenían muchos años y pertenecían a bastantes manos. Unos cuantos maestros habían iniciado y continuado la obra interminable. Siempre se podría mejorar y en ello trabajaban. Mauro se había constituido en guardián de aquel verdadero tesoro.

El chico se quedó asombrado ante el espectáculo que le ofrecía el recinto cerrado. No era muy diferente a su casa, pero él no tenía caballo dentro de ella, solo una vieja burra y una oveja. Se dirigió hacia el animal con la intención de acariciarlo, tuvo lástima de su hambre, cuando algo que colgaba de una viga de madera le dejó paralizado.

Una máscara con forma de pájaro y ojos enormes, profundos y de color rojizo le observaban. Creyó que aquel monstruo se abalanzaba sobre él. Fue una sensación tan real que se tapó la cara con los brazos para protegerse.

-          ¡Maldita sea! –gritó Mauro muy molesto cuando se dio cuenta de lo que sucedía.

Juan oyó el ruido de un golpe seco. Sin duda, su amigo se enfrentaba a aquella terrible aparición, aunque él no se atrevía a mirar qué sucedía delante de sus narices, anunciado por un torbellino de aire. Después solo hubo silencio. Sonaron otra vez las campanas a lo lejos y decidió retirar lentamente el brazo que tapaba su vista. Tenía miedo de que el monstruo hubiera acabado con el maestro. Su propio cuello encogido mientras miraba poco a poco, indicaba que esperaba de un momento a otro un golpe mortal.

Sus ojos chocaron con los de Mauro, que se movía de forma apresurada por la estancia, revolviendo un puñado de mantas viejísimas. No parecía contento.

-          ¡Debes olvidar lo que has visto! –le dijo con un tono de reproche-. Será mejor que te vayas ahora mismo. ¡Venga!

El chico corrió hacia la puerta muy dolido. No deseaba volver allí nunca más. Al final, los adultos iban a lo suyo, a sobrevivir, como todos, y él no le importaba a nadie. De eso ya se había percatado en su propia casa.

Salió a la calle a toda velocidad, como desbocado, de tal modo que casi cae a los pies de un caballo que giró a tiempo para evitarlo. El mensajero iba a la carrera en busca del señor de la ciudad. Hubiera sido un fastidio matar a aquel chiquillo que se le atravesó. Su anuncio debía llegar enseguida. Aún se podrían poner a salvo de lo que se avecinaba en los próximos tiempos.

Los cascos del animal retumbaban en el suelo. Los habitantes se quedaban extrañados ante el paso apresurado de aquel hombre desconocido al atardecer de un día de trabajo. No solían encontrarse aquellas prisas en ningún caballero. Debía suceder algo fuera de lo normal. Incluso Mauro se asomó a la puerta y olvidó a su pequeño amigo que ya había desaparecido para poner su vista en el mensajero. Una idea terrible, igual que un presagio, le vino a la cabeza, como el brillo mortal del hacha afilada de un verdugo. La movió para negarse a sí mismo la posibilidad de que aquello le alcanzara de nuevo.

Aún no lo había olvidado.

miércoles, 13 de marzo de 2024

Nuevo capítulo (II) de El cazador de la muerte negra

2 Año 1346 Caffa, colonia genovesa

Tan solo unos años antes, en la ciudad de Caffa, los genoveses intentaban sobrevivir al ataque de los tártaros. Los europeos habían llegado hasta el mar Negro en su expansión comercial y los mongoles deseaban echarlos fuera de sus tierras. Aquel lugar se mostraba propicio para el intercambio y los negocios con Asia.

Las murallas de la ciudad defendían a los genoveses del ejército del kan Jani Beg. Este pertenecía a la Horda de Oro y se desesperaba dentro de su tienda, la mayor entre todas las que poblaban la llanura. Sus generales no  podían ni siquiera dirigirle la palabra. Le tenían miedo y los gritos casi se oían en la ciudad. El cerco que comenzó hace tiempo no tenía el éxito deseado. Algunos barcos habían entrado sin problemas en el puerto de la ciudad y el abastecimiento de los genoveses aseguraba más días de asedio para los mongoles. Estaban fracasando, como ocurrió la vez anterior. Además, les había surgido un nuevo enemigo que aún no conocían los jefes de los sitiadores. Pronto lo descubrirían.

Un esclavo entró en la tienda con la cabeza agachada formando un perfecto ángulo recto, con el miedo de un pequeño animal bajo las poderosas garras de un león. El gorro lo sostenía sobre su mano temblorosa. Hablaba de forma apresurada mientras se inclinaba una y otra vez con movimientos nerviosos llenos de angustia. Sabía que su delgado cuello corría peligro, pero obedecía las órdenes de su amo, que le había obligado a estar allí. Nadie se atrevía a dar la noticia. Solo lo haría él, el más insignificante de los siervos que poblaban el campamento. Tras unos cuantos rodeos, que aún exasperaron más al gran kan, la frase salió de aquellos labios blanquecinos y asustados.

-          La muerte negra ha llegado a tu campamento, mi señor.

Jani Beg sacó su espada curvada y sin más dilación cortó la cabeza del pobre esclavo. La noticia no merecía otro premio distinto que la muerte. No era la primera vez que mataba fuera de la batalla. Muchos creían que había asesinado a sus dos hermanos mayores para lograr el poder. La sangre roja empapó el suelo y la manga del ejecutor. Los generales no se inmutaron ante la ejecución, pero sí ante el anuncio de la destrucción, de la enfermedad que no dejaba a casi nadie vivo. Alguno la había visto con anterioridad. Unas bubas negras se hinchaban en el cuello y bajo las axilas. Se extendía de un hombre a otro con rapidez y estos morían con la nariz y los dedos ennegrecidos por la gangrena. Uno de los dos soldados que protegía la entrada se palpó el cuello y se tocó la frente en busca de la fiebre mortal. Estaba temblando de miedo.

- Aprovecharemos esta desgracia –dijo el gran kan-. La maldita ciudad sufrirá nuestros propios males y será su fin.

Cuando Jani Beg salía de su tienda casi todos los tártaros del campamento lo notaban. En el aire se respiraba el terror. Sus órdenes se cumplían de inmediato y nadie se atrevía a mirar durante más de un segundo a sus ojos. El terrible jefe empujó la piel que cubría la entrada y se dirigió muy deprisa hacia el lugar donde se acomodaba a los heridos. Estaba cerca de la orilla del mar Negro. Allí circulaba la brisa y el aire húmedo ayudaba a la recuperación. También se evitaban de esa manera los malos olores de la putrefacción o la gangrena. Esas eran las indicaciones del único médico y se adecuaban a sus escasos conocimientos. No eran muchos, pero sabía hacer sangrías y torniquetes, como cualquiera que se dedicara al cuidado de los heridos. Incluso había visto en una ocasión la manera de reventar una buba pestilente. Sin embargo, al igual que casi todos los hombres, desconocía cómo se contagiaba aquel mal. Por qué a unos les tocaba el huesudo dedo de la muerte mientras que unos pocos, muy pocos, escapaban de esa señal.

Un grito le despertó de sus pensamientos. Allí, delante de él, se encontraba el kan. Su cabeza redonda y afeitada estaba roja de furia. Su respiración se entrecortaba por la prisa con la que se dirigió hacia la tienda de los enfermos, aunque de su boca salieron las palabras con rapidez y energía.

- Quiero los cadáveres que se haya llevado la muerte negra. Ya, de inmediato.

El pobre médico notó el fétido aliento de su gran jefe en la nariz. Parecía subir desde un profundo pozo negro. Sintió ganas de vomitar, pero tuvo suerte y no lo hizo. Tenía verdadero pánico a aquel hombre que disponía de la vida y de la muerte casi como ella misma. Se lo imaginó con una capa y con el rostro enjuto, como una calavera. En lugar de espada veía una gran guadaña.

- ¿Has oído? –gritó de nuevo con su arma apuntando a la cabeza del médico.

Aún no ha muerto ninguno. Quizás podríamos reventar las bubas negras y salvarlos. En una ocasión...

Jani Beg golpeó con la empuñadura de su espada el mentón del médico y este cayó al suelo. No lo hizo con demasiada fuerza pues no deseaba matarlo. Aun así, comenzó a manar sangre de su rostro amarillento. El gran kan se dio la vuelta y dio órdenes a los soldados que le seguían.

-   Coged a los enfermos y llevadlos adonde yo os diga.

Nadie se movió. Igual que buitres respetuosos y llenos de temor, esperaron que el kan olvidara de forma milagrosa la orden que había dado. Uno de ellos miró al suelo de reojo. Siete moribundos tosían y se retorcían, a la vez que tiritaban por la fiebre. Su color amarillento se mezclaba con el negro en las axilas y el cuello. El más cercano gritaba de dolor. Una de las horribles y negras pelotas reventó en ese momento. Un líquido oscuro se le derramó por el convulso pecho. El olor nauseabundo alcanzó rápidamente su nariz.

¡Cogedlos! –gritó Jani Beg mientras empujaba uno a uno a los soldados hacia dentro.

El más alejado del grupo escapó a la carrera. El gran kan tardó apenas unos segundos en preparar su arco y tensarlo con una flecha. El desertor cayó al suelo con el dardo clavado en su espalda. Algunos sintieron envidia al principio, pero esa señal bastó para que entraran bajo la lona que protegía del sol a los enfermos, como hienas que solo se dejaban llevar por su instinto de protección. Tomaron los cuerpos ennegrecidos ahuyentando los remilgos, solamente para retrasar unas horas su propio final. Y siguieron los pasos de su jefe, que ya marchaba por delante hacia la zona de retaguardia. Allí estaban las catapultas. Lanzaban una y otra vez enormes piedras que golpeaban sobre los muros o saltaban por encima de las murallas, aunque muy pocas veces.

- Esta será vuestra munición –gritó el kan tras soltar una gran risotada-. Es menos pesada y llegará a su destino con más contundencia.

Los cuerpos volaron hacia la ciudad y con ellos la terrible muerte negra. El primer enfermo votó sobre un tejado y se oyó un crujido de huesos. Quedó allí encima, expuesto al sol. Un arroyuelo de sangre corrió por entre las tejas. Después, se vertió poco a poco por la pared igual que una serpiente al acecho. La primera gota mojó la calva de un comerciante de vinos que ofrecía la mercancía bajo el dintel de su puerta. Apenas tenía género, pero lo vendía en pequeños vasos como dosis de medicina altamente curativa. Miró para arriba en busca de las nubes inexistentes. En ese momento cayó un enorme granizo. El cadáver golpeó la enorme cuba casi vacía. Las maderas saltaron en mil pedazos y el vino, junto con la sangre, dejó un charco oscuro y asqueroso en el suelo. Todos los que allí estaban corrieron despavoridos hacia sus casas. Del cielo caían muertos llenos de bultos negros y de muy mal aspecto. No conocían la enfermedad, pero casi todas resultaban mortales en aquellos tiempos.

Aquel día el enterrador tuvo trabajo. Recogió lo que quedaba de los siete cuerpos y los amontonó en una de las plazas más pequeñas. Allí ardieron sumergiendo toda la ciudad en un humo negro y maloliente de carne y pelo abrasado. Anunciaba la destrucción y todos lo intuían con total seguridad.

            En solo tres días, el comerciante de vinos se sintió mal y le dolía todo el cuerpo. Comenzó a temblar y a sentir la muerte en su frente. Pronto le saldrían aquellos bultos negros. Nadie los había visto nunca hasta aquel momento en que llovieron los cadáveres.

jueves, 7 de marzo de 2024

 A partir de hoy comparto mi novela El cazador de la muerte negra con vosotros. Novela por entregas, capítulo a capítulo. Espero que os guste.


1 Abril del año 1361, muy cerca de Burgos

Un jinete embozado recorría muy despacio el bosque nevado. No le permitía más el espesor del manto blanco que acolchaba el suelo como hecho sin cortes y a la medida. Una capucha marrón le protegía la cabeza y la cara. Sus ojos oscuros apenas le asomaban lo suficiente para ver el camino resplandeciente por los escasos rayos de sol. La luz le hacía daño y sabía por experiencia que le podía ocasionar quemaduras. Aun así, continuaba su viaje hacia Burgos. No sabía muy bien la fecha, pero por aproximación, debía de haber comenzado abril. El tiempo apenas cambiaba, estacionado en un frío continuo cruel y continuo. Los últimos años, desde 1340 más o menos, había llovido, nevado y helado como nunca. Al menos eso decían los hombres que conseguían llegar a los cuarenta. El hambre se había instalado en todas partes y las tierras apenas tenían unas pocas espigas de trigo congeladas y duras igual que los filos de las flechas. Las semillas se habían anegado o podrido con el agua en todos los graneros. Él comía los frutos y las plantas que encontraba en el campo. Sabía reconocer las hierbas silvestres, las raíces más tiernas, las setas no venenosas y todo aquello comestible que le rodeaba en cada momento. También conocía los poderes curativos y bastante de medicina.

En cada lugar se presentaba como médico, juglar, mendigo o aprendiz de maestro de obras, según la conveniencia. Llegaba, observaba y decidía. Cantaba, sanaba, construía, enseñaba a contar… En sus alforjas portaba los instrumentos necesarios y un poco de comida húmeda y enmohecida. Por un lateral de la montura, asomaba casi aplastado una especie de pico hecho con madera fina y pintado de color blanco. Tenía dos agujeros en el extremo más grueso, cubiertos de una especie de cristal muy rudimentario de color rojo. Era una máscara bastante tétrica. Por su carga y su aspecto general, el jinete parecía un buhonero o incluso uno de esos locos que se azotaban por las calles ante la nueva enfermedad. Su sayal marrón, no estaba muy limpio y se había llenado de rotos a causa de los enganchones del camino. Llevaba demasiado tiempo en marcha.

Pero solo él sabía lo que buscaba y lo que pretendía. Iba más allá de lo normal. Se había convertido en un verdadero cazador de la muerte, aunque siempre llegara tarde. Esta vez notaba que no sería así. Lo presentía y lo había soñado varias veces. Una plaga se aproximaba. Él esperaría allí para adelantar a su enemiga mortal.

Un lobo aulló muy cerca de donde se encontraba. Sintió debajo de sus piernas los músculos en tensión de la cabalgadura. El caballo estiró las orejas y bufó con miedo. Por un momento se detuvo, por lo que su dueño lo espoleó deprisa con los talones. Siguió muy a su pesar, solo porque obedecía sin más. Con toda probabilidad, en su mente asomaría el último ataque de aquellos lobos hambrientos a los que se les notaban las costillas. Si hubieran tenido más fuerza habrían acabado con los dos. Alguna de sus coces y la buena puntería del hombre con las flechas los habían salvado. El animal agachó la cabeza y notó al instante las correas que tiraban de su cuello. Su amo también tenía memoria. Notaba sus movimientos lentos y medidos. Notó la mano en las crines. Pretendía hacerle olvidar su instinto.

-  Giraremos un poco y así evitaremos a los lobos. Con el viento a favor no nos olerán.

Movió la brida para indicar el nuevo camino del animal, que se mostró obediente pues se fiaba de él. El siguiente aullido se oyó más lejos, lo que ayudó a que se calmaran de nuevo, aunque el bosque les inspiraba cada vez menos confianza. Este se había cerrado y los árboles unían sus ramas húmedas escondiendo el cielo a sus ojos. Además, todo olía a podrido en los últimos tiempos, pero allí mucho más. Los líquenes y el musgo invadían los troncos hasta en el lado más seco, como una serpiente que los constreñía hasta secarlos. Se deberían oír los cantos de los jilgueros, los colorines, los gritos de las abubillas y, sin embargo, la primavera no había llegado, tampoco la época de celo. Nadie parecía feliz.

El hombre embozado bajó del caballo y se quitó el arco que portaba en la espalda. Se ayudó de él para partir con toda facilidad algunos pequeños troncos que se encontraba a su paso sobre la capa de podredumbre del suelo. Allí no había camino y miró hacia el cielo en busca del sol. Vio alguno de sus rayos para reorientarse. Se había alejado un poco de su destino, pero más adelante rectificaría. Al menos, ya no se escuchaba a los lobos.

Las pisadas del caballo y del hombre embozado dejaban embarrada la nieve. De ambos surgía el vapor que confirmaba la baja temperatura del día. Pronto llegaría la noche. Debían apresurarse. El rodeo se estaba convirtiendo en una gran vuelta. El sol bajaba muy deprisa dejando a su libre albedrío a la oscuridad. Por suerte, el bosque se despejaba a cada paso y enseguida se atisbó a lo lejos un claro. El jinete utilizó un tronco del suelo para subir de nuevo al caballo. Lo arreó con fuerza. Necesitaba llegar a Burgos cuanto antes para buscar un alojamiento o, por lo menos, un lugar donde calentarse frente a una buena hoguera.

-   ¡Allí está la ciudad! –dijo en voz alta.

El caballo no le entendió, pero notó que la tensión se relajaba, según disminuía la espesura del bosque. A lo lejos asomaban algunas hileras de humo y pequeños tejados de color negro. En medio y muy por encima de ellos, se erigía un enorme montón de piedras ordenadas y relucientes que apuntaban al cielo. Una catedral nueva, aunque no acabada, lucía con el color dorado del atardecer. ¿Se terminarían algún día aquellas grandes edificaciones? Se preguntó el jinete. No tenían fin y siempre se sumaban más y más mejoras. Sin duda, las tres catedrales que había visto en su vida eran para él una muestra segura de que Dios podría existir. A los escasos conocimientos y medios de la época se unían los inexpertos trabajadores que iban y venían. Se levantaban unas enormes paredes sujetas por arcos voladores y cimientos exagerados. Ni siquiera había dinero suficiente para avanzar cada mes por lo que las obras se detenían sine diem.

Cuando el sol buscaba su descanso, alcanzó las casas que rodeaban la muralla de la ciudad. Nunca se acostumbraría al hedor que acompañaba a aquellas familias que sobrevivían día a día. Allí se mezclaban la pestilencia de verduras podridas, gallináceas secas, aguas sucias, algo de estiércol de bueyes y cerdos y por supuesto el olor a hombres y mujeres que solo se lavaban una vez al año. Ni siquiera el frío evitaba aquellos efluvios. Por un momento, el cazador estuvo a punto de ponerse la máscara, pero sabía muy bien el efecto que tendría entre aquella pobre gente.

El caballo chapoteaba sobre el barrizal, pues la nieve desaparecía con rapidez en aquellas calles hediondas, como si su blancura inmaculada huyera de la negra suciedad. Él también tenía prisa por abandonar el lugar y arreó a su montura con tanta contundencia que casi acaban con la vida de una gallina. El pobre animal herido se dio a la fuga cacareando y con una pata casi desprendida de su cuerpo redondo y medio desplumado. El escándalo apenas inquietó a los habitantes, que miraron con desgana a aquel hombre que tenía donde ir montado. Sin duda, estaría muy por encima de ellos y nadie se atrevería a pedirle explicaciones, aunque hubiera matado con saña a todos sus animales. Solo un niño siguió con atención los pasos del jinete. El pico que sobresalía de las alforjas le dejó inmóvil. Había oído algunas historias sobre el hombre pájaro que traía mal agüero. Un pescozón de su padre, que puso mala cara, lo despertó. Había miedo en su expresión.

- No seas insolente. Ese caballero podría darse la vuelta y tomar justicia por tu atrevimiento. No se mira así a un caballero.

El chico no dijo nada. Salió corriendo en busca de una carretilla, pues debía acarrear algo de paja para la burra. Por la noche, recordaría la máscara en un sueño nervioso e intranquilo que no lo dejaría dormir.

El hombre del caballo entró por la puerta de la muralla cuando estaban a punto de cerrarla. Los dos soldados que la custodiaban lo miraron con desgana. Uno de ellos golpeó el lomo del animal para que se apresurara. Estaban deseosos de abandonar su puesto. No le preguntaron nada y el jinete se dirigió enseguida hacia la catedral a través de las estrechas calles de la ciudad. Allí el olor no mejoraba. Un pequeño reguero de color marrón corría por mitad y exhalaba un fétido vapor al contacto con el aire frío.

- ¡Agua va! –gritó una mujer desde una ventana.

Poco faltó para que la suciedad lo alcanzara de lleno. El caballo se notó salpicado y golpeó con fuerza en el empedrado de la calle sobre la nieve derretida. Los cascos resonaron a modo de queja, como un vecino airado que no soporta más esa asquerosa costumbre.

-  Tranquilo, tranquilo –le repitió su dueño.

Pronto se abrió aquel pasadizo oscuro a un espacio más amplio. Una plaza que rebosaba piedras, arena y enormes maderos enseñaba al viajero la enorme catedral, elevada por encima de cualquier triste construcción cercana. Aunque el edificio se veía terminado y así lo atestiguaban unas enormes puertas de madera talladas en relieve y sus cristaleras, eso sí, llenas de polvo, se había iniciado una nueva obra de mejora. El jinete observó el espectáculo durante un buen rato. Apenas había dos o tres personas que seguramente se encargaban de cuidar los materiales por la noche. Las antorchas que colgaban en las paredes se habían encendido y ayudaban a alumbrar el lugar junto con la luz crepuscular de tonos rojizos. Nunca se acostumbraría a la maravilla que suponían aquellas construcciones. Recordó su último trabajo en el tejado. Aquellas finas esculturas y remates que no vería nadie, solo Dios.

Uno de los hombres se acercó a él chapoteando con unas botas de piel de conejo sobre la pequeña capa de nieve que aún quedaba. Llevaba un mandil de cuero y debajo un sayón marrón de tela basta y gruesa. Al jinete le picó todo el cuerpo al ver aquella prenda tan tosca. Eso sí, no tendría frío. De su boca salió el vapor nada más hablar. Aquella lengua del norte le pareció dura y a la vez fuerte. Sin duda, tenía más energía que la suya. La entendía a la perfección, sobre todo por sus conocimientos de latín y de las lenguas del sur.

-   ¿Deseas algo, caballero? –preguntó el obrero.

El jinete quiso deshacer el equívoco. Iba a caballo, pero no era noble. La montura la había adquirido como pago por la cura de una grave enfermedad a un señor de escaso territorio. No tenía ganas de dar explicaciones y, tras desmontar para estar a la misma altura, abrevió su presentación con buenas maneras.

 - Soy Mauro. Voy de aquí para allá ofreciendo mi oficio donde pueda interesar. He aprendido de algunos maestros de obras algunos trucos para construir. Esta es la cuarta catedral que veo y en la que podría trabajar, si alguien me da permiso y sustento.

Aquel hombre lo miró de arriba abajo mientras paladeaba las palabras del extranjero con ese acento tan musical. El rostro que apenas podía ver le pareció de fiar. Los ojos anunciaban sinceridad, o eso pensó. Miró hacia una casa cercana. Estaba llena de polvo y apenas se libraba del mucho deterioro el tejado de paja ennegrecida. Aun así, su aspecto anunciaba cierto recogimiento, más que la calle.

 Yo soy Aparicio, el maestro de obra. Ahora no tenemos mucho trabajo en la catedral. Corren malos tiempos y el dinero escasea tanto como la comida o la primavera, que ni siquiera desea visitarnos. De todas formas, mañana probaremos tus cualidades. De momento te ofrezco que pases la noche en la casa de obras. Está sucia y llena de trastos inútiles, pero no encontrarás otra mejor a estas horas. Sé bienvenido, extranjero.

El hombre del delantal ofreció su mano descubierta al jinete. Este la apretó, como era costumbre en aquella zona. Después, se dirigió hacia la casa con su caballo del ramal. No le habían ofrecido comida, ni para él ni para su animal. Los dos tendrían que compartir algunas hierbas duras pero sustanciosas que llevaba en la alforja. Engañaría al gusano que continuamente le apretaba en el estómago ayudado por el jugo áspero y el ejercicio interminable de las mandíbulas.