Nuevo capítulo (II) de El cazador de la muerte negra
2 Año 1346 Caffa, colonia genovesa
Tan solo unos años antes, en la ciudad de Caffa, los genoveses intentaban sobrevivir al ataque de los tártaros. Los europeos habían llegado hasta el mar Negro en su expansión comercial y los mongoles deseaban echarlos fuera de sus tierras. Aquel lugar se mostraba propicio para el intercambio y los negocios con Asia.
Las
murallas de la ciudad defendían a los genoveses del ejército del kan Jani Beg.
Este pertenecía a la Horda de Oro y se desesperaba dentro de su tienda, la
mayor entre todas las que poblaban la llanura. Sus generales no podían ni siquiera dirigirle la palabra. Le
tenían miedo y los gritos casi se oían en la ciudad. El cerco que comenzó hace
tiempo no tenía el éxito deseado. Algunos barcos habían entrado sin problemas
en el puerto de la ciudad y el abastecimiento de los genoveses aseguraba más
días de asedio para los mongoles. Estaban fracasando, como ocurrió la vez
anterior. Además, les había surgido un nuevo enemigo que aún no conocían los
jefes de los sitiadores. Pronto lo descubrirían.
Un
esclavo entró en la tienda con la cabeza agachada formando un perfecto ángulo
recto, con el miedo de un pequeño animal bajo las poderosas garras de un león. El
gorro lo sostenía sobre su mano temblorosa. Hablaba de forma apresurada
mientras se inclinaba una y otra vez con movimientos nerviosos llenos de
angustia. Sabía que su delgado cuello corría peligro, pero obedecía las órdenes
de su amo, que le había obligado a estar allí. Nadie se atrevía a dar la
noticia. Solo lo haría él, el más insignificante de los siervos que poblaban el
campamento. Tras unos cuantos rodeos, que aún exasperaron más al gran kan, la
frase salió de aquellos labios blanquecinos y asustados.
-
La muerte negra ha llegado a tu campamento, mi
señor.
Jani Beg sacó su espada curvada y sin más dilación cortó la cabeza del pobre esclavo. La noticia no merecía otro premio distinto que la muerte. No era la primera vez que mataba fuera de la batalla. Muchos creían que había asesinado a sus dos hermanos mayores para lograr el poder. La sangre roja empapó el suelo y la manga del ejecutor. Los generales no se inmutaron ante la ejecución, pero sí ante el anuncio de la destrucción, de la enfermedad que no dejaba a casi nadie vivo. Alguno la había visto con anterioridad. Unas bubas negras se hinchaban en el cuello y bajo las axilas. Se extendía de un hombre a otro con rapidez y estos morían con la nariz y los dedos ennegrecidos por la gangrena. Uno de los dos soldados que protegía la entrada se palpó el cuello y se tocó la frente en busca de la fiebre mortal. Estaba temblando de miedo.
- Aprovecharemos esta desgracia –dijo el gran kan-. La maldita ciudad sufrirá nuestros propios males y será su fin.
Cuando
Jani Beg salía de su tienda casi todos los tártaros del campamento lo notaban.
En el aire se respiraba el terror. Sus órdenes se cumplían de inmediato y nadie
se atrevía a mirar durante más de un segundo a sus ojos. El terrible jefe empujó
la piel que cubría la entrada y se dirigió muy deprisa hacia el lugar donde se
acomodaba a los heridos. Estaba cerca de la orilla del mar Negro. Allí
circulaba la brisa y el aire húmedo ayudaba a la recuperación. También se
evitaban de esa manera los malos olores de la putrefacción o la gangrena. Esas
eran las indicaciones del único médico y se adecuaban a sus escasos
conocimientos. No eran muchos, pero sabía hacer sangrías y torniquetes, como
cualquiera que se dedicara al cuidado de los heridos. Incluso había visto en
una ocasión la manera de reventar una buba pestilente. Sin embargo, al igual
que casi todos los hombres, desconocía cómo se contagiaba aquel mal. Por qué a
unos les tocaba el huesudo dedo de la muerte mientras que unos pocos, muy
pocos, escapaban de esa señal.
Un grito le despertó de sus pensamientos. Allí, delante de él, se encontraba el kan. Su cabeza redonda y afeitada estaba roja de furia. Su respiración se entrecortaba por la prisa con la que se dirigió hacia la tienda de los enfermos, aunque de su boca salieron las palabras con rapidez y energía.
- Quiero los cadáveres que se haya llevado la muerte negra. Ya, de inmediato.
El pobre médico notó el fétido aliento de su gran jefe en la nariz. Parecía subir desde un profundo pozo negro. Sintió ganas de vomitar, pero tuvo suerte y no lo hizo. Tenía verdadero pánico a aquel hombre que disponía de la vida y de la muerte casi como ella misma. Se lo imaginó con una capa y con el rostro enjuto, como una calavera. En lugar de espada veía una gran guadaña.
- ¿Has oído? –gritó de nuevo con su arma apuntando a la cabeza del médico.
- Aún no ha muerto ninguno. Quizás podríamos reventar las bubas negras y salvarlos. En una ocasión...
Jani
Beg golpeó con la empuñadura de su espada el mentón del médico y este cayó al
suelo. No lo hizo con demasiada fuerza pues no deseaba matarlo. Aun así, comenzó
a manar sangre de su rostro amarillento. El gran kan se dio la vuelta y dio
órdenes a los soldados que le seguían.
- Coged a los enfermos y llevadlos adonde yo os
diga.
Nadie se movió. Igual que buitres respetuosos y llenos de temor, esperaron que el kan olvidara de forma milagrosa la orden que había dado. Uno de ellos miró al suelo de reojo. Siete moribundos tosían y se retorcían, a la vez que tiritaban por la fiebre. Su color amarillento se mezclaba con el negro en las axilas y el cuello. El más cercano gritaba de dolor. Una de las horribles y negras pelotas reventó en ese momento. Un líquido oscuro se le derramó por el convulso pecho. El olor nauseabundo alcanzó rápidamente su nariz.
- ¡Cogedlos! –gritó Jani Beg mientras empujaba uno a uno a los soldados hacia dentro.
El más alejado del grupo escapó a la carrera. El gran kan tardó apenas unos segundos en preparar su arco y tensarlo con una flecha. El desertor cayó al suelo con el dardo clavado en su espalda. Algunos sintieron envidia al principio, pero esa señal bastó para que entraran bajo la lona que protegía del sol a los enfermos, como hienas que solo se dejaban llevar por su instinto de protección. Tomaron los cuerpos ennegrecidos ahuyentando los remilgos, solamente para retrasar unas horas su propio final. Y siguieron los pasos de su jefe, que ya marchaba por delante hacia la zona de retaguardia. Allí estaban las catapultas. Lanzaban una y otra vez enormes piedras que golpeaban sobre los muros o saltaban por encima de las murallas, aunque muy pocas veces.
- Esta será vuestra munición –gritó el kan tras soltar una gran risotada-. Es menos pesada y llegará a su destino con más contundencia.
Los
cuerpos volaron hacia la ciudad y con ellos la terrible muerte negra. El primer
enfermo votó sobre un tejado y se oyó un crujido de huesos. Quedó allí encima, expuesto
al sol. Un arroyuelo de sangre corrió por entre las tejas. Después, se vertió
poco a poco por la pared igual que una serpiente al acecho. La primera gota
mojó la calva de un comerciante de vinos que ofrecía la mercancía bajo el
dintel de su puerta. Apenas tenía género, pero lo vendía en pequeños vasos como
dosis de medicina altamente curativa. Miró para arriba en busca de las nubes
inexistentes. En ese momento cayó un enorme granizo. El cadáver golpeó la
enorme cuba casi vacía. Las maderas saltaron en mil pedazos y el vino, junto
con la sangre, dejó un charco oscuro y asqueroso en el suelo. Todos los que
allí estaban corrieron despavoridos hacia sus casas. Del cielo caían muertos
llenos de bultos negros y de muy mal aspecto. No conocían la enfermedad, pero
casi todas resultaban mortales en aquellos tiempos.
Aquel
día el enterrador tuvo trabajo. Recogió lo que quedaba de los siete cuerpos y
los amontonó en una de las plazas más pequeñas. Allí ardieron sumergiendo toda
la ciudad en un humo negro y maloliente de carne y pelo abrasado. Anunciaba la
destrucción y todos lo intuían con total seguridad.
En solo tres días, el comerciante de vinos se sintió mal y le dolía todo el cuerpo. Comenzó a temblar y a sentir la muerte en su frente. Pronto le saldrían aquellos bultos negros. Nadie los había visto nunca hasta aquel momento en que llovieron los cadáveres.