miércoles, 17 de abril de 2024


 CAPÍTULO VI  
Año 1347 La ciudad de Mesina, en la isla de Sicilia

En Messina había muchas historias que corrían por las calles de boca en boca, pero casi todas apuntaban a unos culpables muy concretos: tres marineros genoveses que habían llegado a la isla un par de meses atrás procedentes de Caffa. Ya no quedaba ninguno, pues yacían muertos en el cementerio en una fosa común y anónima. Ellos habían traído la muerte negra, sin duda, pues fueron los primeros en enfermar. Nada más atracar en el puerto, el más grande de los marineros comenzó a temblar. Después, cayó al suelo atrapado por una fiebre que le producía escalofríos. Al día siguiente, todo acabó para él.

También se comentaba que había unas ratas negras nunca vistas en la ciudad. Debían de estar enfermas, pues se las encontraba muertas en los regueros de las calles. Nadie se preocupaba de recogerlas, si acaso las mujeres que limpiaban el umbral de su puerta para arrojarlas en el gallinero, basurero de cada casa.

Un niño que jugaba frente a su casa cogió una de ellas y la sostuvo de la cola. Los pelos negros estaban mojados y erizados por la última lluvia. Era pequeña y los dientes afilados y blancos sobresalían de su boca apretada y medio podrida por la muerte. De los ojos escapaban pequeñas hormigas de color anaranjado. Aún tenía el animal en la mano cuando fue sorprendido por su padre. Este perdió la risa que traía y que pocas veces abandonaba su rostro.

-          Deja eso, Beppo –le ordenó muy serio.

El chico lanzó el asqueroso cuerpo por encima de una tapia para que aterrizara en la huerta de su vecino. Sería un buen abono para los árboles frutales. Después, salió a la carrera en busca de los brazos de su padre. A este le regresó la sonrisa y lo levantó hacia el cielo. Traía malas noticias, pero ese instante no se lo iba a perder por nada. Dejó al chico en el suelo y entró en la casa. Su mujer asistía al ganado que dormía con ellos; dos ovejas y una vaca. Ella también se apresuró a recibir al hombre de barba espesa y negra para que la abrazara con las manos blancas y endurecidas por el trabajo con el mármol. Desde unos años atrás, su marido trabajaba en la nueva catedral y realmente estaba enamorado de su oficio de picapedrero. Le permitían crear sus propias gárgolas e incluso había aprendido a elaborar planos sencillos y a escala con la cuerda de nudos.

Pero ese día, aquel joven picapedrero tenía una sombra en la cabeza que no podía alejar. Era demasiado feliz y eso no se podía perdonar. Esperaba un nuevo hijo que nacería en breve, justo cuando la muerte negra se apoderaba de la ciudad lentamente como un vapor oscuro que reptara agarrado al barro de las calles. Al principio lo presentía y cada día lo veía más. Unos minutos antes, en la gran plaza, se había chocado con un carro lleno hasta arriba de cadáveres con manchas negras por todo el cuello. A pesar de la manta que los cubría, la imagen de la enfermedad era patente. Por un momento, en lugar del guía del carro, se le había aparecido en su mente un esqueleto con una guadaña enorme en una mano y el ramal de las mulas en la otra.

Sacudió la cabeza con un gesto apenas perceptible mientras abrazaba a su esposa a distancia. La barriga ya lo impedía, pues se acercaba la hora de dar a luz. Él también tenía miedo al parto. Bastantes mujeres perecían en ese momento tan difícil.

-          ¡Maldita carreta de cadáveres! –se dijo en voz baja, apenas audible.

Aquella pesadilla a la que había asistido despierto le amargaba la tarde. Esta vez golpeó su frente con ímpetu, como si de esa forma el clavo de los malos augurios fuera a escapar de su cabeza, dejando en su lugar solamente un pequeño agujero de incertidumbre. No fue así. Durante la cena se acompañó junto con el pan duro de los peores presagios negros.

Algunos mercaderes procedentes de Constantinopla ya habían prevenido en la plaza mayor contra la muerte negra y ahora estaba muy cerca de ellos. No había duda.

-          Mauro de Messina, pareces muy lejos de aquí – dijo casi a voces su mujer.

-          Perdona –se disculpó con la mejor de sus sonrisas, aunque bastante forzada.

Dio una palmada fuerte con sus endurecidas manos y pinchó a su hijo con el dedo índice en el costado. Comenzó un pequeño juego que acabó con un vaso de madera en el suelo. Las dos ovejas se revolvieron por el ruido. Continuaron con su pelea de mentira hasta que el niño acabó en la cama, muy cerca de la mesa.

-          ¡A dormir, pequeño caballero!

Dejaron que pasara el tiempo suficiente para que Beppo se durmiera, mientras acababan de recoger los cacharros y se sentaban después en dos sillas para charlar tranquilamente. No tardaba en caer en manos del sueño profundo, pues los días del chico iban de carrera en carrera con los demás amigos de la barriada.

-          ¿Qué te pasa, Mauro? –preguntó al cabo su mujer.

Su marido dejó un palo que afilaba con una piedra de pedernal sobre su pierna para hablar despacio, paladeando las palabras, pues temía el efecto que pudieran tener.

-          He visto una carreta llena de…muertos. Ha llegado una enfermedad… terrible a la ciudad. Me asusta que nos alcance…

Se detuvo, ya que Beppo comenzó a llorar. Su madre se acercó hasta el jergón que había en el suelo. Era una tela rellena de paja.

-          ¿Estás bien? –la voz de la mujer se notaba nerviosa al imaginarse la carreta de muertos.

-          Me pica mucho, mamá –dijo mientras señalaba un grano en su brazo desnudo.

-          Es solamente una picadura de pulga –le tranquilizó a la vez que suspiraba con alivio-. Tendrás que dormirte otra vez y mañana la buscamos. Te cambiaremos la paja y la ropa enseguida que te levantes.

Le dio un beso en la cara y volvió junto con su marido. Este intentó sonreír. Debían descansar. Aquellas muertes se quedarían en eso y pasarían al fondo de su memoria. Todavía eran jóvenes para morir y más aún su hijo. Se levantó y fue hacia su lecho. Le dolía la espalda. Aquella tarde había levantado demasiadas piedras él solo. Eso le salvaría de las posibles pesadillas que a veces le asaltaban en sus noches más terribles. Se dormiría rápidamente a causa del cansancio.

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