CAPÍTULO VI Año 1347 La ciudad de Mesina, en la isla de Sicilia
En
Messina había muchas historias que corrían por las calles de boca en boca, pero
casi todas apuntaban a unos culpables muy concretos: tres marineros genoveses
que habían llegado a la isla un par de meses atrás procedentes de Caffa. Ya no
quedaba ninguno, pues yacían muertos en el cementerio en una fosa común y anónima.
Ellos habían traído la muerte negra, sin duda, pues fueron los primeros en
enfermar. Nada más atracar en el puerto, el más grande de los marineros comenzó
a temblar. Después, cayó al suelo atrapado por una fiebre que le producía
escalofríos. Al día siguiente, todo acabó para él.
También
se comentaba que había unas ratas negras nunca vistas en la ciudad. Debían de
estar enfermas, pues se las encontraba muertas en los regueros de las calles.
Nadie se preocupaba de recogerlas, si acaso las mujeres que limpiaban el umbral
de su puerta para arrojarlas en el gallinero, basurero de cada casa.
Un
niño que jugaba frente a su casa cogió una de ellas y la sostuvo de la cola.
Los pelos negros estaban mojados y erizados por la última lluvia. Era pequeña y
los dientes afilados y blancos sobresalían de su boca apretada y medio podrida por
la muerte. De los ojos escapaban pequeñas hormigas de color anaranjado. Aún
tenía el animal en la mano cuando fue sorprendido por su padre. Este perdió la
risa que traía y que pocas veces abandonaba su rostro.
-
Deja eso, Beppo –le ordenó muy serio.
El
chico lanzó el asqueroso cuerpo por encima de una tapia para que aterrizara en
la huerta de su vecino. Sería un buen abono para los árboles frutales. Después,
salió a la carrera en busca de los brazos de su padre. A este le regresó la
sonrisa y lo levantó hacia el cielo. Traía malas noticias, pero ese instante no
se lo iba a perder por nada. Dejó al chico en el suelo y entró en la casa. Su
mujer asistía al ganado que dormía con ellos; dos ovejas y una vaca. Ella también
se apresuró a recibir al hombre de barba espesa y negra para que la abrazara
con las manos blancas y endurecidas por el trabajo con el mármol. Desde unos
años atrás, su marido trabajaba en la nueva catedral y realmente estaba
enamorado de su oficio de picapedrero. Le permitían crear sus propias gárgolas
e incluso había aprendido a elaborar planos sencillos y a escala con la cuerda
de nudos.
Pero ese
día, aquel joven picapedrero tenía una sombra en la cabeza que no podía alejar.
Era demasiado feliz y eso no se podía perdonar. Esperaba un nuevo hijo que
nacería en breve, justo cuando la muerte negra se apoderaba de la ciudad lentamente
como un vapor oscuro que reptara agarrado al barro de las calles. Al principio
lo presentía y cada día lo veía más. Unos minutos antes, en la gran plaza, se
había chocado con un carro lleno hasta arriba de cadáveres con manchas negras
por todo el cuello. A pesar de la manta que los cubría, la imagen de la
enfermedad era patente. Por un momento, en lugar del guía del carro, se le
había aparecido en su mente un esqueleto con una guadaña enorme en una mano y
el ramal de las mulas en la otra.
Sacudió
la cabeza con un gesto apenas perceptible mientras abrazaba a su esposa a
distancia. La barriga ya lo impedía, pues se acercaba la hora de dar a luz. Él
también tenía miedo al parto. Bastantes mujeres perecían en ese momento tan
difícil.
-
¡Maldita carreta de cadáveres! –se dijo en voz
baja, apenas audible.
Aquella
pesadilla a la que había asistido despierto le amargaba la tarde. Esta vez
golpeó su frente con ímpetu, como si de esa forma el clavo de los malos
augurios fuera a escapar de su cabeza, dejando en su lugar solamente un pequeño
agujero de incertidumbre. No fue así. Durante la cena se acompañó junto con el
pan duro de los peores presagios negros.
Algunos
mercaderes procedentes de Constantinopla ya habían prevenido en la plaza mayor
contra la muerte negra y ahora estaba muy cerca de ellos. No había duda.
-
Mauro de Messina, pareces muy lejos de aquí –
dijo casi a voces su mujer.
-
Perdona –se disculpó con la mejor de sus
sonrisas, aunque bastante forzada.
Dio
una palmada fuerte con sus endurecidas manos y pinchó a su hijo con el dedo índice
en el costado. Comenzó un pequeño juego que acabó con un vaso de madera en el
suelo. Las dos ovejas se revolvieron por el ruido. Continuaron con su pelea de
mentira hasta que el niño acabó en la cama, muy cerca de la mesa.
-
¡A dormir, pequeño caballero!
Dejaron
que pasara el tiempo suficiente para que Beppo se durmiera, mientras acababan
de recoger los cacharros y se sentaban después en dos sillas para charlar
tranquilamente. No tardaba en caer en manos del sueño profundo, pues los días
del chico iban de carrera en carrera con los demás amigos de la barriada.
-
¿Qué te pasa, Mauro? –preguntó al cabo su
mujer.
Su
marido dejó un palo que afilaba con una piedra de pedernal sobre su pierna para
hablar despacio, paladeando las palabras, pues temía el efecto que pudieran
tener.
-
He visto una carreta llena de…muertos. Ha
llegado una enfermedad… terrible a la ciudad. Me asusta que nos alcance…
Se
detuvo, ya que Beppo comenzó a llorar. Su madre se acercó hasta el jergón que
había en el suelo. Era una tela rellena de paja.
-
¿Estás bien? –la voz de la mujer se notaba
nerviosa al imaginarse la carreta de muertos.
-
Me pica mucho, mamá –dijo mientras señalaba un
grano en su brazo desnudo.
-
Es solamente una picadura de pulga –le
tranquilizó a la vez que suspiraba con alivio-. Tendrás que dormirte otra vez y
mañana la buscamos. Te cambiaremos la paja y la ropa enseguida que te levantes.
Le dio
un beso en la cara y volvió junto con su marido. Este intentó sonreír. Debían descansar.
Aquellas muertes se quedarían en eso y pasarían al fondo de su memoria. Todavía
eran jóvenes para morir y más aún su hijo. Se levantó y fue hacia su lecho. Le
dolía la espalda. Aquella tarde había levantado demasiadas piedras él solo. Eso
le salvaría de las posibles pesadillas que a veces le asaltaban en sus noches
más terribles. Se dormiría rápidamente a causa del cansancio.
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