Capítulo III El cazador de la muerte negra.
3 Septiembre del año
1361. Burgos
La
plaza seguía igual de sucia y apenas pasaban los habitantes por ella. Casi
todos daban rodeos por las callejuelas colindantes para evitarla. No era
agradable el ruido de los instrumentos o los gritos de los obreros. Incluso se
convertía en peligroso para quien no estuviera
acostumbrado a los movimientos de andamios, piedras que rodaban sobre
troncos redondos que a veces saltaban por el aire, pues se detenían con
brusquedad ante algún obstáculo. Si los accidentes constituían un verdadero
problema para los propios trabajadores, más aún para los curiosos. Apenas había
culto en la catedral y las otras iglesias se llenaban de fieles.
Entre
todo aquel tumulto de materiales y hombres, Mauro golpeaba un bloque de piedra
con una enorme maza de hierro. Las grises astillas saltaban y rebotaban sobre el
grueso mandil de cuero que le protegía. La peor parte se la llevaban los ojos
en muchos casos y había bastantes picapedreros ciegos. Otros perdían algún dedo
por aplastamiento. Él se protegía como podía. A veces entornaba los ojos, a
veces miraba a un lado soltando golpes imprecisos al vacío. Pretendía partir el
gran bloque en dos partes. Para ello, había introducido unas cuñas de madera
gracias a unos escoplos hechos con anterioridad. Después las había regado
durante unos cuantos días para que se hincharan. Ahora solo quedaba golpear con
tesón sobre ellas. La piedra ya se había resquebrajado por dentro.
Olvidándose
del peligro evidente de aquel lugar, unos niños se acercaron y el aprendiz de
cantero dejó el pesado instrumento a un lado. Era la hora de descansar.
Aquellos curiosos debían apartarse, pero les fascinaba cada uno de los trabajos
que se hacían para la ampliación de la catedral. Deseaban saber más y en el
extranjero habían encontrado un ameno aliado. Les trataba con paciencia, no
como los demás trabajadores que se los quitaban de encima como quien sacude un
mantel lleno de migas.
-
Bueno, hoy por fin partiremos la gran piedra.
Nos ha estado esperando durante mucho tiempo. Es posible que salga algo
interesante de dentro.
Los
niños se asomaron para ver el interior de la grieta. No se apreciaba nada, por
eso, uno de ellos se atrevió a replicar.
-
Ahí no hay nada, nos quieres engañar.
-
Si tú supieras…- explicó con un gesto gracioso-
dentro, en cada mitad de la piedra, hay una gárgola. Tardarán en aparecer, pero
al final se animarán y subirán hasta allí arriba para veros crecer a vosotros y
vuestros hijos, nietos…
-
A mí me dan miedo esos bichos–dijo una pequeña
de pelo negro y sucio.
Mauro
la miró con cariño. Por un momento, una imagen se atravesó en su cabeza y en
sus ojos apareció una sombra de dolor, de angustia, igual que alfileres
clavados en su iris. A esa sombra se añadió otra idea casi igual de triste. Muchos
de aquellos niños no llegarían a cumplir ni los veinte años, arrastrados por
los miles de maneras de morir en aquellos tiempos. Se rehízo al tragar saliva y
aspirar aire con fuerza.
-
¿Sabes para qué sirven las gárgolas? –no esperó
la respuesta- Se ponen para alejar al demonio. Por eso son más aterradoras y
horribles que él.
Algunos
se rieron, pero el primer chico que preguntó volvió a la carga. Él quería
llegar a ser maestro de obra.
-
Según el cura, son las almas de los pecadores,
que no llegan nunca a entrar en el cielo y menos en la catedral. Por eso son
tan feos.
El
obrero acarició el pelo del joven. A él le tenía especial cariño. Algunas veces
le había subido a lo alto del tejado en aquellos seis meses para enseñarle toda
la construcción. Le respondió al oído.
-
Puede que el cura tenga razón, Juanillo. Anda,
ven conmigo. Es la hora de dejar el trabajo.
Una
campana lejana corroboró sus palabras, pues tocó a misa vespertina, cuando
todos los que podían dejaban sus faenas.
El
aprendiz de maestro le llevó hasta el lugar donde dormía, porque vivir y comer
lo hacía en la plaza. Quería enseñarle algunos secretos de la catedral que
tenía guardados en el interior de aquella nave desordenada y desastrosa. Aquel
lugar no se podía llamar casa y menos aún visto desde fuera, pensó Juanillo. Mauro
abrió la puerta de madera y chirriaron los trozos de cuero clavados al marco
que servían de bisagra. El techo de unos tres metros estaba lleno de vigas cuadradas
y en ellas habitaban todas las arañas de la ciudad. Seguro que se comían unas a
otras para no morir de inanición. El chico dejó de mirar hacia arriba
enseguida, pues las telarañas le daban asco. Sus ojos se dirigieron hacia el
fondo, hacia un jergón y unas alforjas que había tiradas en el suelo. Muy
cerca, un caballo delgadísimo lamía el suelo en busca de alguna brizna de paja.
La cosecha había sido otra vez mala y escasa. El animal se aproximó a su dueño
con gozo, hacía lo posible por encontrar con el hocico la mano que otras veces
le daba alguna golosina. Esta vez no había nada. Se dio la vuelta cabizbajo, enseñando
su lomo huesudo mientras tropezaba con algunas herramientas que poblaban la superficie
de la triste vivienda.
En
medio de la estancia se encontraba la mesa con los dibujos y planos de la
catedral. Aquellos manuscritos tenían muchos años y pertenecían a bastantes
manos. Unos cuantos maestros habían iniciado y continuado la obra interminable.
Siempre se podría mejorar y en ello trabajaban. Mauro se había constituido en
guardián de aquel verdadero tesoro.
El
chico se quedó asombrado ante el espectáculo que le ofrecía el recinto cerrado.
No era muy diferente a su casa, pero él no tenía caballo dentro de ella, solo
una vieja burra y una oveja. Se dirigió hacia el animal con la intención de
acariciarlo, tuvo lástima de su hambre, cuando algo que colgaba de una viga de
madera le dejó paralizado.
Una
máscara con forma de pájaro y ojos enormes, profundos y de color rojizo le
observaban. Creyó que aquel monstruo se abalanzaba sobre él. Fue una sensación
tan real que se tapó la cara con los brazos para protegerse.
-
¡Maldita sea! –gritó Mauro muy molesto cuando
se dio cuenta de lo que sucedía.
Juan
oyó el ruido de un golpe seco. Sin duda, su amigo se enfrentaba a aquella
terrible aparición, aunque él no se atrevía a mirar qué sucedía delante de sus
narices, anunciado por un torbellino de aire. Después solo hubo silencio.
Sonaron otra vez las campanas a lo lejos y decidió retirar lentamente el brazo
que tapaba su vista. Tenía miedo de que el monstruo hubiera acabado con el
maestro. Su propio cuello encogido mientras miraba poco a poco, indicaba que
esperaba de un momento a otro un golpe mortal.
Sus
ojos chocaron con los de Mauro, que se movía de forma apresurada por la
estancia, revolviendo un puñado de mantas viejísimas. No parecía contento.
-
¡Debes olvidar lo que has visto! –le dijo con
un tono de reproche-. Será mejor que te vayas ahora mismo. ¡Venga!
El
chico corrió hacia la puerta muy dolido. No deseaba volver allí nunca más. Al
final, los adultos iban a lo suyo, a sobrevivir, como todos, y él no le
importaba a nadie. De eso ya se había percatado en su propia casa.
Salió
a la calle a toda velocidad, como desbocado, de tal modo que casi cae a los
pies de un caballo que giró a tiempo para evitarlo. El mensajero iba a la
carrera en busca del señor de la ciudad. Hubiera sido un fastidio matar a aquel
chiquillo que se le atravesó. Su anuncio debía llegar enseguida. Aún se podrían
poner a salvo de lo que se avecinaba en los próximos tiempos.
Los
cascos del animal retumbaban en el suelo. Los habitantes se quedaban extrañados
ante el paso apresurado de aquel hombre desconocido al atardecer de un día de
trabajo. No solían encontrarse aquellas prisas en ningún caballero. Debía
suceder algo fuera de lo normal. Incluso Mauro se asomó a la puerta y olvidó a
su pequeño amigo que ya había desaparecido para poner su vista en el mensajero.
Una idea terrible, igual que un presagio, le vino a la cabeza, como el brillo
mortal del hacha afilada de un verdugo. La movió para negarse a sí mismo la
posibilidad de que aquello le alcanzara de nuevo.
Aún no
lo había olvidado.