martes, 18 de febrero de 2020

Comidas con recuerdo IX

LATA DE CALLOS VERSUS LATA DE MELOCOTÓN EN ALMÍBAR



Aquellos días lejos de casa la comida se hacía dura, de otro tipo. Así había nuevas experiencias gustativas de las que ya hablaré o alimentos típicos, sólo cuando tocaba lata o plato combinado número siete los sábados durante el paseo por las calles de Melilla. Las latas eran de gran calidad, verdes por fuera, como casi todo lo que tocábamos y con letras negras casi inapreciables que señalaban la futura degustación. Estos manjares se reservaban para las maniobras y sin duda era el segundo mejor momento del día. El primero sin duda sucedía cuando entrábamos en el saco de la tienda de campaña.



Aquel día de noche cerrada las luces lejanas de los carros no alumbraban ni su propio camino. Nos alejamos a pocos metros para cenar nuestras latas, dos teníamos. El infiernillo para calentar la comida era ciertamente original. Una placa pequeña con cuatro cortes por los que se doblaba. Quedaba así una especie de mínima mesa donde apenas cabía la parte baja de la lata. Debajo del aparato se introducía una pastilla blanca que ardía sin consumirse para calentar la comida. Era fundamental abrir la lata un poco para que no estallara. Si difícil es explicar el proceso, más difícil es llevarlo a cabo a oscuras. Navaja multiusos verde, lata verde con dos pequeñas aberturas laterales, encendido de la pastilla, creo que no las consiguieron verdes a juego con todo, infiernillo montado y a esperar. Todo aderezado con el tiempo escaso, sólo quince minutos para comer. Bien, la lata de callos estaba calentada. Aún me quedaban diez minutos. Acabé de abrir la lata con el maravilloso abrelatas. Metí el tenedor a oscuras y me relamí antes de introducir la preciada carne en mi boca. Un gran trozo de melocotón en almíbar caliente, casi ardiendo reventó en mi boca. Descubrí que me quedaban dos opciones, o comerme el melocotón en almíbar caliente o los callos congelados. Opté por lo primero. Los callos ya me los comería y así los guardé para disfrutarlos en mi casa. Aún hoy me pregunto por qué las latas de melocotón en almíbar verdes son más pequeñas que las latas de callos verdes tan acostumbrados como estamos a que las primeras suelen ser gigantes.

lunes, 10 de febrero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO VIII

LA COCA-COLA

Un lujo, eso es lo primero que me viene a la cabeza recordando algunos cumpleaños de amigos infantiles. Eran escasos, claro. Antes no cumplíamos años con tanta frecuencia como ahora, mejor dicho, no se celebraban anualmente. Mucho ánimo económico era necesario por parte de los padres, tanto de los celebrantes como de los invitados, aunque el regalo era algo del todo prescindible. Hasta con cinco grapadoras menudas me junté una vez que mis padres se decidieron a celebrar mi cumpleaños y el de mi hermano a la vez. Ellos tenían suerte pues apenas un año y cinco días nos separaba el tiempo.

Los refrescos eran el plato fuerte. Aquellos gases burbujeantes rozaban nuestros gaznates algún domingo con una Fanta para dos o el día de un cumpleaños. Recuerdo los vasos de plástico de los cumpleaños de mis primos. Tenían, también de plástico y formando parte de la estructura vasal, una pajita mordida por el paso de los niños que conduraba el líquido azucarado de la Coca-Cola. Lo mejor llegaba después, cuando el primero de los expertos en celebraciones iniciaba el rito inexcusable de untar las patatas fritas en el vaso. Las burbujas quedaban adheridas para nuestra mejor observación. Tras el ritual comenzábamos a tirarnos todo aquello que éramos incapaces ya de digerir. Era el anuncio del final de ese cumpleaños y el de los próximos cuatro del pobre celebrante.

lunes, 3 de febrero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO VII

LA TORTILLA DE PATATAS



Pocas veces puedo hacer una tortilla de patatas...y me salen bastante bien. El tiempo avanza más deprisa ahora y este nos falta para las dos cosas más esenciales, picar muy pequeñitas las patatas y batir los huevos hasta la extenuación. Mi primera tortilla fue por obligación.

Los antecedentes son muy sencillos, allí estaba yo pasando una época donde el reloj iba despacio, muy despacio, en una ciudad de África montaba goniómetros, cañones, hacía instrucción por la noche...Gracias a una de mis salidas nocturnas oí una de las frases más célebres de la humanidad. “Por la noche se ve menos que por el día”. Creo que nadie escuchaba pues aquel señor pudo seguir hablando sin ningún problema sobre las luces de los coches y cómo había que mirar hacia otro lado para no vislumbrarse. Detrás de una pared de entrenamiento para lanzar granadas fumaba yo un cigarro sin ser visto, por la noche se ve menos que por el día. En fin, comencé a coleccionar maniobras una tras otra e ir de turismo de vez en cuando a Almería. Allí me encontraba cuando pedí permiso para dormir bajo un coche mientras los legionarios daban patadas en la oscuridad. Aquello no sentó bien y al día siguiente me encontraba yo solo tomando una colina cuesta arriba cuesta abajo con al cartuchera, normalmente vacía, llena de piedras. Subía y lanzaba una piedra-granada. Sólo me salvó de aquel momento glorioso y similar a las películas de acción bélica la tortilla de patatas. Sí, yo sabía hacer una tortilla de patatas, al menos se las había visto hacer a mi madre. Bajé la colina, creo que había conseguido tomarla y acabar con el enemigo yo solo, y pedí los elementos indispensables. Alguien me sugirió que hacía falta la sal y abogué por una vida sana para deshacer mi terrible omisión. Tres ayudantes me fueron asignados, una tienda de campaña amplia con cocina de gas, una sartén, aceite, patatas, huevos y....sal, por lo visto a pesar de sus abultados abdómenes todos tenían la tensión en su sitio. Esperaron a la puerta de la tienda sentados y jugando a las cartas, recordando las mejores tortillas de patata que habían comido en su larga vida. ¿Pues qué hacemos tú? Sonaba una y otra vez en mi cabeza mientras intentaba visualizar a mi madre, que estaba a no sé cuantos kilómetros de allí, en la cocina de mi casa pelando patatas en primer lugar. Seguro que luego se deshacían, no importaba cómo las cortaran a continuación. Yo echaba aceite a discreción en la sartén, sólo había dos formas de hacer las cosas en la mili, así, a discreción, o en formación. Personalmente prefería al primera por ser más fácil. Les mandé batir los huevos antes de que me preguntaran aunque no sabía qué era eso. El mandado sí lo sabía, menos mal. Movía la mano a una velocidad increíble, tenía mucho nervio el de Écija. Aquello iba tomando cuerpo cuando alguien pensó que no era necesario freír las patatas pues si no estaría muy duro el resultado final. Que no las muevas, sí a buenas horas. Los picos de las patatas estaban casi quemados, quizá no fue buena idea hacerlas alargadas. Quitamos el aceite, vimos que sobraba al echar algo del huevo batido que se hizo tortilla francesa flotando entre las patatas. Que cuánto queda, el vino los iba alegrando y necesitaban alternarlo con comida. Aplastábamos aquello con ánimo de que fuera un poco más comestible y laxo, al menos blando que no doliera al tragarlo. La presentamos con un trapo en el brazo, allí mandé a otro, que yo no me atrevía. Risas y apuestas a ver quién era capaz de probar el manjar. El hambre hacía milagros, no pasó nada y quizá los divertimos un rato. Podían asegurar que aquella fue la peor tortilla que probaron en su vida, por eso todos cogieron un trozo.