lunes, 27 de enero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO VI

PITAS PARA DESAYUNAR



Aquellas estancias en Israel, cerca de Haifa nos llevaban el fin de semana a Jerusalén. Rápidamente abandonábamos la excavación, los cafés turcos llenos de posos de las cinco de la mañana para correr hacia el último autobús del viernes, justo antes de que las tres primeras estrellas del firmamento asomaran para anunciar el Sabat y el descanso obligado. Serían las cinco de la tarde cuando esto sucedía. Dejábamos también el “whasering pottery” para el lunes. Aquella tarea de lavar los trozos diminutos de cerámica nos mantenía despiertos en las cortas tardes del verano israelí.



Cuando llegábamos a Jerusalén dos opciones de alojamiento nos venían a la mente, el hotel Protestante con su estricto horario de entrada nocturna prematura o el hotel Jordano y sus retóricas y absurdas discusiones con el propietario. Realmente era de Jordania y parecías abandonar por un largo rato las comodidades casi occidentales por el Oriente Medio en su más genuina representación. Era un lugar sucio, andrajoso. Se negociaba y renegociaba continuamente con el jordano hasta conseguir habitaciones donde alojarnos sin compartir con algún desconocido. Entrábamos por fin en nuestro antro habitacional y descubríamos que faltaba algún almohadón. Sin duda era una maniobra de nuestro anfitrión para volver a nuestras demostraciones sobre la conveniencia de tener un almohadón ya que era lo lógico. Por fin nos prestaba el suyo a regañadientes. Un día conseguimos incluso dormir en su habitación dejándole a él la parte posterior al mostrador. Tuvimos que contratar el servicio completo, con desayuno, para acceder al peor sitio del hotel, algo parecido a un hueco bajo unas escaleras cuyo techo descendía poco a poco hasta unirse al suelo. Era el mejor lugar de la casa para guardar los cepillos, las fregonas y demás herramientas que seguramente había ya vendido el dueño. La noche fue larga.



Aquella mañana nos levantamos con más hambre de lo normal, quizá por el desvelo nocturno. Allí nos asomamos por encima del mostrador para despertar a nuestro querido amigo. Seguro que dormía mejor que en su habitación, al menos había más aire que llevarse a los pulmones. En fin, allí estábamos de nuevo discutiendo y reclamando el desayuno que habíamos pagado. No daba nada sin poner a prueba previamente nuestra paciencia. Sacó unas pitas de una bolsa ya abierta. Las abrió con sus dedos y comenzó a rellenarlas de ensalada que sacaba de debajo del mostrador. Cada vez que veía sus movimientos lentos mi aguante psíquico disminuía a raudales. Nunca me comería esa pita, yo lo sabía, quizá él también. Sacó un sobre amarillo y metió dentro de él la pita rellena de verdura, sin carne. Me la ofreció con desgana y como tanteando el precio de ese desayuno. llegó la hora de mi venganza.



-          Quiero huevo cocido en mi pita.

-          No.



De nuevo comenzaba un tira y afloja que nadie podía entender. Aquello era entre él y yo. Decididamente no le pagaría aquella maravillosa estancia sin mi huevo cocido. Voceaba mientras yo negaba una y otra vez con mi cabeza. Todos estaban contra mí. Tenían unas ganas terribles de coger su pita y tirarla en el primer cubo de basura que vieran. Yo haría lo mismo, pero la mía iría con huevo cocido incluido. Estaba decidido. El jordano seguía gritando mientras sacaba una especie de camping gas de debajo del mostrador. Lo encendió y colocó en él un pequeño recipiente con agua y un huevo. Lo tenía todo preparado, sólo necesitaba discutir un poco para sentirse bien. Todos mirábamos el huevo mientras se preparaba.



-          No me lo peles, ya lo haré yo.



Aquel día, el único que desayunó un maravilloso huevo cocido fui yo. Además, para mí solo, nadie me pidió. Sólo por la tarde, después de comer una pita en el mercado, me hablaron de nuevo.


martes, 21 de enero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO V

LA PALMERA DE CHOCOLATE CON ANESTESIA



Entre una hora de estudio y otra acudíamos diariamente a una panadería, si teníamos dinero, lo cual lo situaba casi semanalmente, a comprar algún tipo de bollería, a veces la cosa era para tres, otra teníamos una para cada uno. Disfrutábamos de la merienda despacio, paseando cual jubilados por un parque en el que nuestra edad solo era vislumbrada por los demás transeúntes cuando se trataba de jóvenes con litrona en un banco. Así hablábamos de profes, del cole, de ahí nos conocíamos y de demás tonterías que debían ocupar la mente de casi niños que aún no pensaban en niñas. Íbamos quizá un poco retrasados en cuanto a estos temas. Nuestra única angustia existencial era algún examen o el recuento monetario comunitario para estas meriendas.



Un día de aquellos, corría yo apresurado por las calles, venía de abrir la boca en el dentista y con una de mis partes faciales entumecida y dormida por la anestesia local. Superaba mi paciencia y me agobiaba pensando en la posibilidad de comer o no una palmera de chocolate. Teóricamente debía esperar unas dos horas antes de cenar, pero bien me cuidaría yo de no morderme el lateral de la boca. Tenía un hambre mayor que el de otros días. Me tapé la boca con la bufanda para ver si la anestesia desaparecía antes. Allí iban mis compañeros de merienda, por la cuesta del parque. Tenían ambos su bollo de chocolate y yo pronto disfrutaría de esas láminas esponjosas que formaban la palmera. Les hice una seña cuando me vieron y me dirigí a la panadería. Pararon para esperarme. Pronto me uní a ellos para contarles lo cerdos que eran los dentistas y la plasta de anestesia. Tan ocupados estábamos hablando de muelas que unos expertos como nosotros en atracos callejeros, nuestro cole estaba en el corazón del Vallecas antiguo, no vimos a los perfectos asaltantes que se dirigían a nuestro encuentro. Allí venía el típico enano jefe de la pandilla gracias a la altura de su mala uva. Nos pararon y ya la fuga era imposible. Comienzan las humillaciones y vejaciones de siempre hasta comerse nuestras meriendas. Nos piden dinero y apenas juntamos entre los tres cinco duros. Tienen que arrebatarnos algo más, si no su orgullo se vería mermado. Un atraco de cinco duros no era para echar cohetes. El enano miró mi bufanda y la deseó. Comenzó a tirar de ella para deshacer el nudo. No podía, y quizá se sintió tan infeliz por desear una bufanda marrón clarita tan normalita, que según me abalanzaba hacia él una y otra vez ante sus tirones, me dio un puñetazo en la cara. Me quedé impasible. Todos me miraban pensando en el dolor que debía tener. Se dieron cuenta de que yo era más duro de lo que parecía. Ni una sola queja o grito salió de mi boca. Así, abandonaron su empresa.



-          ¿No te duele, tío?

-          Qué va, si tengo anestesia.



En mi casa, el dolor de la cara mas el dolor porque me había mordido por dentro por culpa de la anestesia, me llevó a la cama antes que otros días, una aspirina y un vaso de leche.

martes, 14 de enero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO IV


LA LATA DE BERBERECHOS


            Siempre que abro una lata de berberechos recuerdo lo mismo. No puedo impedirlo y tampoco es que lo desee pues son buenos momentos. Aquellos en que aún no se ha aprendido a sufrir y los máximos desvaríos llegan ante nuestros primeros amores platónicos e imposibles. Así la familia Caragafas viene al completo a mi memoria. En su casa siempre había una lata de berberechos y una cerveza para el visitante, más si conseguíamos a alguien nuevo en nuestra expedición. La lata era derramada en un plato semihondo donde el caldo fluía libre y a punto de desbordarse. Unos palillos lo acompañaban. Yo sólo conseguía pescar uno tras varios intentos y nunca parecía que fueran a acabar. Se convertía así en la tapa sempieterna que remataba el padre cuando llegaba la hora de marcharnos. Era el privilegio de padre. Insertaba uno tras otro en el palillo hasta el borde de su dedo ante mi mirada atenta. No sobraba ni uno y su dedo nunca se manchaba. Todo estaba computado pues la familia en pleno era reconocida por su fervor matemático y calculador.

Aquellos berberechos nos absorbían, nos atraían hasta el punto de invitar a cualquiera que provocara la aparición de la preciada lata. Montamos incluso una sesión de sofronización o hipnotización, como según nuestro invitado se llamaba vulgarmente. Allí estábamos intentando dejarnos llevar por el arrullo del sueño provocado y la obnubilación de nuestra voluntad sin que los berberechos abandonaran nuestra mente. No podíamos concentrarnos al oír bajo un silencio absoluto el chirrido del palillo que resbalaba por el plato tras atravesar uno de aquellos manjares arenosos. Se están acabando, se están acabando, sólo quedan los del padre. Mientras, me hacían fingir que comía aceitunas de aire y tiraba los huesos a otro hipnotizado que hacía de elefante. Golpeé la lámpara y aproveché para, ya despierto, lanzarme a por un palillo e insertarlo desde mi posición elevada en el plato casi vacío. Ni siquiera de pie conseguí más de una pieza. El padre finalizó el ritual berberechil mientras negaba la existencia de cualquier posibilidad matemática a esa pseudociencia hipnotizadora.

La siguiente visita con lata de berberechos me la gané a pulso y a costa de mi dolor. De un puñetazo me habían provocado una pequeña fisura en el radio. El gran lógico-matemático no daba crédito al accidente y fuimos más lejos consiguiendo a un profesor que fuera a dar fe. Allí estábamos de nuevo comiendo berberechos mientras mi compañero de clase fracturador se sometía a una intensa sesión de pulsos con el padre Caragafas. Sólo paró para finiquitar los mismos siete berberechos que el día hipnótico. Mi teoría comenzaba a ser cierta, en aquella casa todo estaba contado. Cabían exactamente siete en un palillo sin mancharse el dedo gordo y el índice que sujetaban apenas la punta del instrumento saetador. Aún, y para despertarme de mi sueño septimal, tuvimos que asistir a una demostración matemática de consistencia. Se trataba de comparar la dureza de mi hueso con la de una pobre jamba que adornaba uno de los laterales de la puerta de la cocina. La madera, obviamente, era menos resistente que mi radio y por lo tanto soportaría un puñetazo del gigantesco padre, pesaba más de cien quilos, sin romperse. Sería la demostración definitiva de que habíamos ido a comer berberechos amparados en una gran mentira. La tabla crujió reventada, aplastada a lo largo y ancho. Me despedí antes de que mi otro radio, aún en perfecto estado, sufriera la segunda parte de la prueba. Mientras cogía el ascensor aún porfiaba diciendo que aunque me diera un puñetazo con todas sus fuerzas mi brazo izquierdo aún sano no se rompería.

Nunca me han gustado los berberechos, sobre todo cuando su arena cruje entre mis dientes dándome dentera, sin embargo todavía tengo que abrir una lata e intentar coger siete con un palillo sin pan que los empuje y con la mano en la espalda. Quizá nunca lo consiga por culpa de la fisura en el radio que tuvo hace ya bastantes años. Mi muñeca no volvió a ser la de antes del puñetazo.

miércoles, 8 de enero de 2020

Comidas con recuerdo III






El COCIDO CON HIERBABUENA

            Aquellas temporadas con mis abuelos, veranos largos como ya no hubo, el olor de la hierbabuena los acompañaba. Cocido dos o tres veces por semana, con aquel menú sin perjuicios culinarios donde aún se consumían estivalmente los últimos retazos de la matanza. Toda la mañana al fuego lento de la cocina de gas, aquellos garbanzos recogidos, trillados y limpiados, menudos y sabrosos. La hierbabuena flotaba sobre el caldo burbujeante. Se recogía del Huertecillo, temprano. Cuando aún algunas mínimas gotas de agua del riego vespertino del día anterior mantenían su frescura.
Comenzaba con el rin-ran de tomate natural, cortado en trozos minúsculos con aceite y vinagre, una salsa para untar el pan. Después los garbanzos, directamente, sin perder el tiempo en sopas calientes con un sol certero entrando por la ventana. Conectábamos un ventilador ruidoso que estaba al fondo de la cocina, sobre el viejo trinchero. Tras el plato fuerte, el bocadillo de morcilla, luego pan con chorizo y para acabar el tocino. Una mandarina por fin. Lo peor, al final. Mañana no podríamos comer cocido de nuevo. Al menos habría que esperar otro día. Ese día solíamos dormir siesta, sin forzarnos. El abuelo colocaba en mitad del patio una silla pequeña de nea, bocabajo, sirviendo el respaldo de duro almohadón. Con las piernas cruzadas, como casi siempre, dormía en el suelo mientras las moscas picaban sus duras manos. La gorra tapaba la cara de estos furiosos ataques. Roncaba mientras yo me iba en busca de un butacón para hacer el mismo trabajo, sin prisas, pero con el espesor mental de una dura digestión.

Después iría a la piscina tras las dos horas reglamentarias para poderme bañar y con mi bocadillo de salchichas en la barra de Viena. Aún recuerdo los ataques de las hormigas que arrasaron con algo del relleno en perfecta procesión y teniendo como punto de partida nuestro lugar preferido para la merienda, la sombra del sauce llorón. Nuca se nos ocurrió liberarnos de la plaga colgando los bocadillos, quizá pensábamos que estábamos por encima de esos animales en la escala de la evolución. No podíamos rendirnos utilizando sin más nuestra inteligencia superior.