Entre una hora de estudio y
otra acudíamos diariamente a una panadería, si teníamos dinero, lo cual lo
situaba casi semanalmente, a comprar algún tipo de bollería, a veces la cosa
era para tres, otra teníamos una para cada uno. Disfrutábamos de la merienda
despacio, paseando cual jubilados por un parque en el que nuestra edad solo era
vislumbrada por los demás transeúntes cuando se trataba de jóvenes con litrona
en un banco. Así hablábamos de profes, del cole, de ahí nos conocíamos y de
demás tonterías que debían ocupar la mente de casi niños que aún no pensaban en
niñas. Íbamos quizá un poco retrasados en cuanto a estos temas. Nuestra única
angustia existencial era algún examen o el recuento monetario comunitario para
estas meriendas.
Un día de aquellos, corría yo
apresurado por las calles, venía de abrir la boca en el dentista y con una de
mis partes faciales entumecida y dormida por la anestesia local. Superaba mi
paciencia y me agobiaba pensando en la posibilidad de comer o no una palmera de
chocolate. Teóricamente debía esperar unas dos horas antes de cenar, pero bien
me cuidaría yo de no morderme el lateral de la boca. Tenía un hambre mayor que
el de otros días. Me tapé la boca con la bufanda para ver si la anestesia
desaparecía antes. Allí iban mis compañeros de merienda, por la cuesta del
parque. Tenían ambos su bollo de chocolate y yo pronto disfrutaría de esas
láminas esponjosas que formaban la palmera. Les hice una seña cuando me vieron
y me dirigí a la panadería. Pararon para esperarme. Pronto me uní a ellos para
contarles lo cerdos que eran los dentistas y la plasta de anestesia. Tan
ocupados estábamos hablando de muelas que unos expertos como nosotros en
atracos callejeros, nuestro cole estaba en el corazón del Vallecas antiguo, no
vimos a los perfectos asaltantes que se dirigían a nuestro encuentro. Allí
venía el típico enano jefe de la pandilla gracias a la altura de su mala uva.
Nos pararon y ya la fuga era imposible. Comienzan las humillaciones y
vejaciones de siempre hasta comerse nuestras meriendas. Nos piden dinero y
apenas juntamos entre los tres cinco duros. Tienen que arrebatarnos algo más,
si no su orgullo se vería mermado. Un atraco de cinco duros no era para echar
cohetes. El enano miró mi bufanda y la deseó. Comenzó a tirar de ella para
deshacer el nudo. No podía, y quizá se sintió tan infeliz por desear una
bufanda marrón clarita tan normalita, que según me abalanzaba hacia él una y
otra vez ante sus tirones, me dio un puñetazo en la cara. Me quedé impasible.
Todos me miraban pensando en el dolor que debía tener. Se dieron cuenta de que
yo era más duro de lo que parecía. Ni una sola queja o grito salió de mi boca.
Así, abandonaron su empresa.
-
¿No te duele, tío?
-
Qué va, si tengo anestesia.
En mi casa, el dolor de la cara
mas el dolor porque me había mordido por dentro por culpa de la anestesia, me
llevó a la cama antes que otros días, una aspirina y un vaso de leche.
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