viernes, 26 de junio de 2020

Libros juveniles recomendados para este verano. 2020

Este año vamos por lo que no falla. Libros juveniles de siempre, sin sorpresas. Los libros que han triunfado desde hace tiempo. que no fallan. Al lado, un breve cometario que intenta condensarlo todo, algo imposible.


De libros clásicos 

1.- Vigo es Vivaldi. J. R. Ayllón. Ed. Bruño. Para aprender a querer.

2.- Llora Jerusalén. S. Herraiz. Ed. Bruño. Para ponerse en la piel del otro.

3. Blanca como la nieve, roja como la sangre. Alessandro D´Avenia. Ed. Grijalbo. Aprender a vivir.

4. Mi planta de naranja-lima. J. M. de Vasconcelos. Libros Asteroide. La vida misma

5. El furor de los normandos. M. Luis Sancho. Ed. Palabra. Aventuras bien contadas

6. Un bosque para ti sola. J. C. Romano. Ed. Palabra. Para salir adelante

7. El misterio Velázquez. E. Cansino. Ed. Bruño. Para saber y apreciar el arte.

8. Odisea. Homero. C. Lamb. Adaptación Ed. Gadir. Hay de todo desde hace mucho tiempo.

9. La lección de August. R. J. Palacio. Ed. Nube de tinta. Aceptación y cariño.

10. Kafka y la muñeca viajera. Jordi Sierra i Fabra. Ed. Siruela. Para pensar.

11. La ruta de las estrellas. I. Merino. Ed. Anaya. Un poco de historia aventurera.

12. El superzorro. R. Dahl. Ed. Alfaguara. Buen humor.

13. Dioses, tumbas y sabios, C.W. Ceram. Ed. Aprendizaje selectivo.

14. Cómo escribir realmente mal. Anne Fine. Ed. S.M. Adaptación al cambio.

15. Apareció en mi ventana. Alfredo Gómez Cerdá. Buena comunicación.

Están todos reseñados en este blog.

Que disfrutéis.

martes, 16 de junio de 2020

Comidas con recuerdo XII Las croquetas congeladas y el bacalao a la vizcaína


Si alguien se pregunta si es posible que una zapatilla verde pase a ser naranja para siempre, le puedo contestar sin ninguna duda que eso es posible.

Uno de los peores servicios que te podía tocar era el de cocina. Aquel día por la noche el cabo furrier leyó mi nombre y el de otros de la batería. Por la mañana debíamos acercarnos a la cocina, muy temprano, antes que nadie nos levantaríamos para preparar el desayuno, al servicio de los peores veteranos. Nos colocamos nuestro chándal del ejército y allí entramos todavía cuando era de noche. Comenzamos a comentar entre nosotros los aparatos culinarios, unas cacerolas donde cabíamos por completo, tipo poblado caníbal. Allí movíamos con cucharones también enormes la leche que se iba calentando con ese cacao instantáneo de olor tan característico. La mañana acabó limpiando esas cacerolas, las bandejas, lavando de todo durante unas tres horas. Comenzaba el trabajo de la comida.

Nos ordenaron a unos cuantos descargar un camión que llegaba por la puerta de atrás. Comenzamos a descargar una y otra bandeja de croquetas congeladas. Mi espalda no podía más. Las metíamos en un macro frigorífico y allí fue donde una de las cajas cayó al suelo. Unos palees de madera protegían el suelo y entre sus tablas fueron rodando las croquetas hasta que caían por entre sus ranuras. Quizá el motivo del sobresuelo era la suciedad del de abajo y el ahorro de limpiarlo. Mi compañero, el de la gran hazaña de esparcir no sé cuantas croquetas, me miró con aire interrogativo. Ante la difícil misión de elegir entre un arresto y la futura salud de los demás habitantes de aquel microcosmos, salió ganando la mayor posibilidad de que sucediera lo primero a al menor de que sucediera lo segundo. Nuestros largos dedos fueron atrapando el cuerpo del delito entre las finas ranuras, a toda velocidad. Recogimos las que estaban visibles y la bandeja medio vacía fue a parar debajo de otras tres, ocultando las pruebas. Habíamos salido de ésta, pero aún nos quedaban más pruebas.

Poco después me encontraba repartiendo el bacalao a la vizcaína. Un cazo, dos cazos...no paraban de pasar con sus bandejas. El madrugón comenzaba a afectarme, aún no habíamos comido, nuestro turno era el de después de todos. Un cazo de bacalao falló su destino y cayó en una de mis zapatillas verdes del ejército, de ese verde ejército. Ante mis ojos, cada vez que conseguía mirar hacia esa zapatilla, su color iba variando hacia un naranja que ni siquiera era el color de la salsa del bacalao. Se estaba produciendo un prodigio nuca visto, el color verde del ejército, mezclado con la salsa del bacalao producía un naranja digno de la mezcla de un gran pintor, digno de su paleta. Si a alguien le interesa el dato, nunca fue posible, ni con el mejor detergente, que ese color abandonara mi zapatilla; así, el resto de la mili tuve una zapatilla naranja y otra verde.

Por fin comimos y desgraciado el momento en el que lo hicimos. Cuando creíamos que comenzaba un breve pero fructífero periodo de descanso tras la comida, nos llamaron para la peor de las labores. Debíamos tirar los cubos de basura, grandes y enormes, llenos de bacalao y demás restos de la tropa. Los debíamos cargarlos en los cubos, ni siquiera, gracias a Dios, debíamos descargarlos. Nos organizamos en parejas de trabajo y cada uno agarraba de un asa. Pesaban casi más que el olor que emanaban. Mi compañero de fatigas comenzó a ponerse de un color blanco aguado, en contraste con el negro del cubo. Comenzó al instante a desaguar más bacalao, esta vez por la boca. Yo aguanté algún atisbo de seguir los pasos de mi acompañante. Tuve suerte, sin pareja dejé de cargar, incluso conseguí, casi sin ser visto, alejarme lo suficiente de la escena para no seguir exhalando aquellos vapores mortales.

Aquello acabó cerca de las 12 de la noche, un brigada tuvo compasión de nosotros y nos mandó a dormir, creo que no me quité ni las zapatillas de doble color para meterme en la cama.

martes, 10 de marzo de 2020

Comidas con recuerdo XI


PLATO COMBINADO NÚMERO 7


Durante la mili en Melilla, olvidarse de las comidas caseras de las que disfrutábamos nos llevaba a cenar casi todos los días un bocadillo de la cantina o de las calles de la ciudad. Paseábamos los fines de semana todo el día fuera de nuestro lugar habitual. Buscábamos pequeños paraísos distintos, como si nos dedicáramos al turismo. Allí tomábamos una cerveza en el bar del puerto, en una terraza bajo un sol impreciso en aquella época del año. Visitábamos las viejas murallas y veíamos los viejos cañones que manipularan otras personas hacía ya bastante tiempo. Acudíamos al Parador Nacional a por un café y un servicio limpio con todas las comodidades y accesorios que usábamos de uno en uno. El helado en el pequeño parque de palmeras donde se celebraban las fiestas de Septiembre con sus vinos dulces amontillados.



Nada sin embargo como el plato combinado número 7. siempre el mismo los sábados al mediodía tras el zafarrancho de limpieza de veinte minutos limpiando y dos horas disimulando que se hacía lo ya acabado. El plato consistía en dos huevos fritos con su yema amarilla sin clarear, patatas fritas y salchichas, todo con tomate frito sin limitaciones. Primero los huevos que reventaban alegremente ante el pan que los presionaba, después las salchichas, para acabar con el hambre y por último las patatas alargadas. Todos seguíamos el mismo ritual, como acostumbrados a imitarnos. Charlábamos y desde la parte alta del bar en al que estábamos veíamos a los demás devoradores de platos combinados que intentaban olvidar. Nunca más los volví a probar.

martes, 3 de marzo de 2020

Comidas con recuerdo X

POLLO A LA MORUNA

Las medicinas del ejército lo curan todo, además, en décimas de segundo.

Llevábamos allí, fuera de casa, poco tiempo. Apenas un par de meses. Todavía algunos esperaban contra toda esperanza que sus alegaciones de retorno fueran escuchadas. Las más comunes eran por exceso de peso o por falta de altura. Aquellos vivían sus días paseando por las mañanas hacia el dispensario, donde eran pesados y medidos, y las tardes intentando engordar o recogerse los bajos de los pantalones gigantes de la manera más digna posible. Hasta siete vueltas conseguía uno hacia arriba para rematar el apaño con un imperdible en cada pata. Pretendía no pisar sus propios pantalones al andar. He de reconocer que todos teníamos envidia de ellos, no trabajaban en el cuartel y aún conservaban cierta ilusión por acabar su mili antes de tiempo.

Uno de aquellos con exceso de peso resultaba de trato simpático, rubio y con la cabeza achatada, poco proporcionada con el resto del cuerpo, llegaba al límite de lo permitido, solía sentarse en el comedor y devorar todo lo que pillaba. Yo, lleno de misericordia, le pasaba mis salsas para que terminara con ellas untando todo el pan posible. Antes de terminar de limpiar todos nuestros platos añadía su ya célebre frase. “No sé, pero no lo consigo”.

Una noche, como tantas otras, después de cenar, allí estábamos frente a la batería, en formación, esperando ser contados y repasados por el cabo cuartel. Después nos leía la minuta y los servicios. Allí apareció por primera vez y sin que ninguno de nosotros se percatara el plato que nunca olvidaré: pollo a la moruna, muy típico para recordarnos el lugar donde nos hallábamos.

            Nunca lo había probado y sólo lo volví a hacer en otra ocasión, pasados los años, y por hacer gusto a un gran amigo amante de las lenguas árabes. No estaba malo, la grasa rebosaba por aquellos muslos y caía en grandes gotas sobre el plato, hasta salpicaba el traje militar que absorbía toda la suciedad en cuestión de segundos. Mi amigo el rubio se bebía uno y otro recipiente culinario sin prisas. Pensábamos que de esta no pasaba, sobrepasaría el peso fijado y sería el día siguiente cuando le dijéramos adiós para siempre. La tarde terminó pasando con la instrucción en los cañones, uno de los peores momentos dado el peso de estos y la necesidad de sujetar sus barras enormes antes de que te cayeran en la cabeza en su despliegue, lanzadas por uno de los viejos del de lugar.

Sólo a la mañana siguiente el pollo comenzó a surtir efecto, el estómago no podía más, la formación se fue deshaciendo buscando el baño del fondo de la batería. Corríamos de forma atropellada y por unos momentos no se respetaban ni las más estrictas normas acerca del uso preeminente por parte de los “abuelos”, es decir por los que llevaban más tiempo en el ejército. El sargento intentó poner orden aunque pronto se vio desbordado por los hechos, bastantes nos encontrábamos intoxicados sin remedio. La enfermería se llenó, allí encontré, tumbado en una camilla a mi amigo el rubio, su cara lo decía todo, “maldito pollo a la moruna”. Pronto una ambulancia se lo llevó al hospital. Los demás nos conformamos con unas pastillas que debíamos tomar cada seis horas. La primera la tomé en la litera. Antes sin embargo, de que hiciera efecto, tuve que ir a evacuar lo que ya no quedaba. Ni las circunstancias más adversas cambian las reglas. El cuarto de baño de la batería estaba cerrado, tal era la norma, mientras la instrucción matinal. Tuve que salir a pesar de los consejos de los demás convalecientes. Nadie podía andar por el cuartel a su aire. Conseguí llegar escondido hasta la parte alta de los barracones. Me agaché de dolor y por la necesidad de no ser descubierto más de una vez. Corrí ya sin esperanza de acabar limpiamente mi excursión a través de los antiguos cañones ya inutilizados, el mejor chatarrero hubiera deseado estar allí. Me agaché por última vez y sentí un alivio que bien hubiera valido cualquier arresto. Abandoné el lugar del crimen con más miedo, una vez remediado mi problema. Poco tardé sin embargo en llegar a mi litera y abandonarme en un sueño reparador. A las seis horas, como un reloj, desperté para tomar la segunda pastilla. Así sucesivamente hasta que llegué a la cuarta y decidí leer la composición de aquel elemento soporífero antes de perder la conciencia de nuevo. Sí, aquello consistía en varios elementos que provocaban un sueño ineludible, qué mejor forma para evitar ir al servicio que la falta de entendimiento.

Pasados unos días los convalecientes, reintegrados de nuevo a la vida militar, esperábamos con ansiedad alguna noticia de nuestro amigo el rubio. Estaba con suero en el hospital y tuvo que pasar casi un mes hasta que le vimos el pelo. Allí bajó de la ambulancia un nuevo personaje, estilizado, tan alto como antes. Su peso había bajado increíblemente. Así, no sólo tuvo que terminar el servicio militar completo, sino que además acabó en el cuerpo de zapadores, aquellos que desfilaban elegantemente por delante del resto, moviendo su cetme, haciéndolo bailar sobre sus cabezas. Eran los elegidos por su altura y elegancia. Seguro que su madre estaba muy orgulloso de él. No hay nada como el pollo a la moruna para recuperar la figura.

martes, 18 de febrero de 2020

Comidas con recuerdo IX

LATA DE CALLOS VERSUS LATA DE MELOCOTÓN EN ALMÍBAR



Aquellos días lejos de casa la comida se hacía dura, de otro tipo. Así había nuevas experiencias gustativas de las que ya hablaré o alimentos típicos, sólo cuando tocaba lata o plato combinado número siete los sábados durante el paseo por las calles de Melilla. Las latas eran de gran calidad, verdes por fuera, como casi todo lo que tocábamos y con letras negras casi inapreciables que señalaban la futura degustación. Estos manjares se reservaban para las maniobras y sin duda era el segundo mejor momento del día. El primero sin duda sucedía cuando entrábamos en el saco de la tienda de campaña.



Aquel día de noche cerrada las luces lejanas de los carros no alumbraban ni su propio camino. Nos alejamos a pocos metros para cenar nuestras latas, dos teníamos. El infiernillo para calentar la comida era ciertamente original. Una placa pequeña con cuatro cortes por los que se doblaba. Quedaba así una especie de mínima mesa donde apenas cabía la parte baja de la lata. Debajo del aparato se introducía una pastilla blanca que ardía sin consumirse para calentar la comida. Era fundamental abrir la lata un poco para que no estallara. Si difícil es explicar el proceso, más difícil es llevarlo a cabo a oscuras. Navaja multiusos verde, lata verde con dos pequeñas aberturas laterales, encendido de la pastilla, creo que no las consiguieron verdes a juego con todo, infiernillo montado y a esperar. Todo aderezado con el tiempo escaso, sólo quince minutos para comer. Bien, la lata de callos estaba calentada. Aún me quedaban diez minutos. Acabé de abrir la lata con el maravilloso abrelatas. Metí el tenedor a oscuras y me relamí antes de introducir la preciada carne en mi boca. Un gran trozo de melocotón en almíbar caliente, casi ardiendo reventó en mi boca. Descubrí que me quedaban dos opciones, o comerme el melocotón en almíbar caliente o los callos congelados. Opté por lo primero. Los callos ya me los comería y así los guardé para disfrutarlos en mi casa. Aún hoy me pregunto por qué las latas de melocotón en almíbar verdes son más pequeñas que las latas de callos verdes tan acostumbrados como estamos a que las primeras suelen ser gigantes.

lunes, 10 de febrero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO VIII

LA COCA-COLA

Un lujo, eso es lo primero que me viene a la cabeza recordando algunos cumpleaños de amigos infantiles. Eran escasos, claro. Antes no cumplíamos años con tanta frecuencia como ahora, mejor dicho, no se celebraban anualmente. Mucho ánimo económico era necesario por parte de los padres, tanto de los celebrantes como de los invitados, aunque el regalo era algo del todo prescindible. Hasta con cinco grapadoras menudas me junté una vez que mis padres se decidieron a celebrar mi cumpleaños y el de mi hermano a la vez. Ellos tenían suerte pues apenas un año y cinco días nos separaba el tiempo.

Los refrescos eran el plato fuerte. Aquellos gases burbujeantes rozaban nuestros gaznates algún domingo con una Fanta para dos o el día de un cumpleaños. Recuerdo los vasos de plástico de los cumpleaños de mis primos. Tenían, también de plástico y formando parte de la estructura vasal, una pajita mordida por el paso de los niños que conduraba el líquido azucarado de la Coca-Cola. Lo mejor llegaba después, cuando el primero de los expertos en celebraciones iniciaba el rito inexcusable de untar las patatas fritas en el vaso. Las burbujas quedaban adheridas para nuestra mejor observación. Tras el ritual comenzábamos a tirarnos todo aquello que éramos incapaces ya de digerir. Era el anuncio del final de ese cumpleaños y el de los próximos cuatro del pobre celebrante.

lunes, 3 de febrero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO VII

LA TORTILLA DE PATATAS



Pocas veces puedo hacer una tortilla de patatas...y me salen bastante bien. El tiempo avanza más deprisa ahora y este nos falta para las dos cosas más esenciales, picar muy pequeñitas las patatas y batir los huevos hasta la extenuación. Mi primera tortilla fue por obligación.

Los antecedentes son muy sencillos, allí estaba yo pasando una época donde el reloj iba despacio, muy despacio, en una ciudad de África montaba goniómetros, cañones, hacía instrucción por la noche...Gracias a una de mis salidas nocturnas oí una de las frases más célebres de la humanidad. “Por la noche se ve menos que por el día”. Creo que nadie escuchaba pues aquel señor pudo seguir hablando sin ningún problema sobre las luces de los coches y cómo había que mirar hacia otro lado para no vislumbrarse. Detrás de una pared de entrenamiento para lanzar granadas fumaba yo un cigarro sin ser visto, por la noche se ve menos que por el día. En fin, comencé a coleccionar maniobras una tras otra e ir de turismo de vez en cuando a Almería. Allí me encontraba cuando pedí permiso para dormir bajo un coche mientras los legionarios daban patadas en la oscuridad. Aquello no sentó bien y al día siguiente me encontraba yo solo tomando una colina cuesta arriba cuesta abajo con al cartuchera, normalmente vacía, llena de piedras. Subía y lanzaba una piedra-granada. Sólo me salvó de aquel momento glorioso y similar a las películas de acción bélica la tortilla de patatas. Sí, yo sabía hacer una tortilla de patatas, al menos se las había visto hacer a mi madre. Bajé la colina, creo que había conseguido tomarla y acabar con el enemigo yo solo, y pedí los elementos indispensables. Alguien me sugirió que hacía falta la sal y abogué por una vida sana para deshacer mi terrible omisión. Tres ayudantes me fueron asignados, una tienda de campaña amplia con cocina de gas, una sartén, aceite, patatas, huevos y....sal, por lo visto a pesar de sus abultados abdómenes todos tenían la tensión en su sitio. Esperaron a la puerta de la tienda sentados y jugando a las cartas, recordando las mejores tortillas de patata que habían comido en su larga vida. ¿Pues qué hacemos tú? Sonaba una y otra vez en mi cabeza mientras intentaba visualizar a mi madre, que estaba a no sé cuantos kilómetros de allí, en la cocina de mi casa pelando patatas en primer lugar. Seguro que luego se deshacían, no importaba cómo las cortaran a continuación. Yo echaba aceite a discreción en la sartén, sólo había dos formas de hacer las cosas en la mili, así, a discreción, o en formación. Personalmente prefería al primera por ser más fácil. Les mandé batir los huevos antes de que me preguntaran aunque no sabía qué era eso. El mandado sí lo sabía, menos mal. Movía la mano a una velocidad increíble, tenía mucho nervio el de Écija. Aquello iba tomando cuerpo cuando alguien pensó que no era necesario freír las patatas pues si no estaría muy duro el resultado final. Que no las muevas, sí a buenas horas. Los picos de las patatas estaban casi quemados, quizá no fue buena idea hacerlas alargadas. Quitamos el aceite, vimos que sobraba al echar algo del huevo batido que se hizo tortilla francesa flotando entre las patatas. Que cuánto queda, el vino los iba alegrando y necesitaban alternarlo con comida. Aplastábamos aquello con ánimo de que fuera un poco más comestible y laxo, al menos blando que no doliera al tragarlo. La presentamos con un trapo en el brazo, allí mandé a otro, que yo no me atrevía. Risas y apuestas a ver quién era capaz de probar el manjar. El hambre hacía milagros, no pasó nada y quizá los divertimos un rato. Podían asegurar que aquella fue la peor tortilla que probaron en su vida, por eso todos cogieron un trozo.

lunes, 27 de enero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO VI

PITAS PARA DESAYUNAR



Aquellas estancias en Israel, cerca de Haifa nos llevaban el fin de semana a Jerusalén. Rápidamente abandonábamos la excavación, los cafés turcos llenos de posos de las cinco de la mañana para correr hacia el último autobús del viernes, justo antes de que las tres primeras estrellas del firmamento asomaran para anunciar el Sabat y el descanso obligado. Serían las cinco de la tarde cuando esto sucedía. Dejábamos también el “whasering pottery” para el lunes. Aquella tarea de lavar los trozos diminutos de cerámica nos mantenía despiertos en las cortas tardes del verano israelí.



Cuando llegábamos a Jerusalén dos opciones de alojamiento nos venían a la mente, el hotel Protestante con su estricto horario de entrada nocturna prematura o el hotel Jordano y sus retóricas y absurdas discusiones con el propietario. Realmente era de Jordania y parecías abandonar por un largo rato las comodidades casi occidentales por el Oriente Medio en su más genuina representación. Era un lugar sucio, andrajoso. Se negociaba y renegociaba continuamente con el jordano hasta conseguir habitaciones donde alojarnos sin compartir con algún desconocido. Entrábamos por fin en nuestro antro habitacional y descubríamos que faltaba algún almohadón. Sin duda era una maniobra de nuestro anfitrión para volver a nuestras demostraciones sobre la conveniencia de tener un almohadón ya que era lo lógico. Por fin nos prestaba el suyo a regañadientes. Un día conseguimos incluso dormir en su habitación dejándole a él la parte posterior al mostrador. Tuvimos que contratar el servicio completo, con desayuno, para acceder al peor sitio del hotel, algo parecido a un hueco bajo unas escaleras cuyo techo descendía poco a poco hasta unirse al suelo. Era el mejor lugar de la casa para guardar los cepillos, las fregonas y demás herramientas que seguramente había ya vendido el dueño. La noche fue larga.



Aquella mañana nos levantamos con más hambre de lo normal, quizá por el desvelo nocturno. Allí nos asomamos por encima del mostrador para despertar a nuestro querido amigo. Seguro que dormía mejor que en su habitación, al menos había más aire que llevarse a los pulmones. En fin, allí estábamos de nuevo discutiendo y reclamando el desayuno que habíamos pagado. No daba nada sin poner a prueba previamente nuestra paciencia. Sacó unas pitas de una bolsa ya abierta. Las abrió con sus dedos y comenzó a rellenarlas de ensalada que sacaba de debajo del mostrador. Cada vez que veía sus movimientos lentos mi aguante psíquico disminuía a raudales. Nunca me comería esa pita, yo lo sabía, quizá él también. Sacó un sobre amarillo y metió dentro de él la pita rellena de verdura, sin carne. Me la ofreció con desgana y como tanteando el precio de ese desayuno. llegó la hora de mi venganza.



-          Quiero huevo cocido en mi pita.

-          No.



De nuevo comenzaba un tira y afloja que nadie podía entender. Aquello era entre él y yo. Decididamente no le pagaría aquella maravillosa estancia sin mi huevo cocido. Voceaba mientras yo negaba una y otra vez con mi cabeza. Todos estaban contra mí. Tenían unas ganas terribles de coger su pita y tirarla en el primer cubo de basura que vieran. Yo haría lo mismo, pero la mía iría con huevo cocido incluido. Estaba decidido. El jordano seguía gritando mientras sacaba una especie de camping gas de debajo del mostrador. Lo encendió y colocó en él un pequeño recipiente con agua y un huevo. Lo tenía todo preparado, sólo necesitaba discutir un poco para sentirse bien. Todos mirábamos el huevo mientras se preparaba.



-          No me lo peles, ya lo haré yo.



Aquel día, el único que desayunó un maravilloso huevo cocido fui yo. Además, para mí solo, nadie me pidió. Sólo por la tarde, después de comer una pita en el mercado, me hablaron de nuevo.


martes, 21 de enero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO V

LA PALMERA DE CHOCOLATE CON ANESTESIA



Entre una hora de estudio y otra acudíamos diariamente a una panadería, si teníamos dinero, lo cual lo situaba casi semanalmente, a comprar algún tipo de bollería, a veces la cosa era para tres, otra teníamos una para cada uno. Disfrutábamos de la merienda despacio, paseando cual jubilados por un parque en el que nuestra edad solo era vislumbrada por los demás transeúntes cuando se trataba de jóvenes con litrona en un banco. Así hablábamos de profes, del cole, de ahí nos conocíamos y de demás tonterías que debían ocupar la mente de casi niños que aún no pensaban en niñas. Íbamos quizá un poco retrasados en cuanto a estos temas. Nuestra única angustia existencial era algún examen o el recuento monetario comunitario para estas meriendas.



Un día de aquellos, corría yo apresurado por las calles, venía de abrir la boca en el dentista y con una de mis partes faciales entumecida y dormida por la anestesia local. Superaba mi paciencia y me agobiaba pensando en la posibilidad de comer o no una palmera de chocolate. Teóricamente debía esperar unas dos horas antes de cenar, pero bien me cuidaría yo de no morderme el lateral de la boca. Tenía un hambre mayor que el de otros días. Me tapé la boca con la bufanda para ver si la anestesia desaparecía antes. Allí iban mis compañeros de merienda, por la cuesta del parque. Tenían ambos su bollo de chocolate y yo pronto disfrutaría de esas láminas esponjosas que formaban la palmera. Les hice una seña cuando me vieron y me dirigí a la panadería. Pararon para esperarme. Pronto me uní a ellos para contarles lo cerdos que eran los dentistas y la plasta de anestesia. Tan ocupados estábamos hablando de muelas que unos expertos como nosotros en atracos callejeros, nuestro cole estaba en el corazón del Vallecas antiguo, no vimos a los perfectos asaltantes que se dirigían a nuestro encuentro. Allí venía el típico enano jefe de la pandilla gracias a la altura de su mala uva. Nos pararon y ya la fuga era imposible. Comienzan las humillaciones y vejaciones de siempre hasta comerse nuestras meriendas. Nos piden dinero y apenas juntamos entre los tres cinco duros. Tienen que arrebatarnos algo más, si no su orgullo se vería mermado. Un atraco de cinco duros no era para echar cohetes. El enano miró mi bufanda y la deseó. Comenzó a tirar de ella para deshacer el nudo. No podía, y quizá se sintió tan infeliz por desear una bufanda marrón clarita tan normalita, que según me abalanzaba hacia él una y otra vez ante sus tirones, me dio un puñetazo en la cara. Me quedé impasible. Todos me miraban pensando en el dolor que debía tener. Se dieron cuenta de que yo era más duro de lo que parecía. Ni una sola queja o grito salió de mi boca. Así, abandonaron su empresa.



-          ¿No te duele, tío?

-          Qué va, si tengo anestesia.



En mi casa, el dolor de la cara mas el dolor porque me había mordido por dentro por culpa de la anestesia, me llevó a la cama antes que otros días, una aspirina y un vaso de leche.

martes, 14 de enero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO IV


LA LATA DE BERBERECHOS


            Siempre que abro una lata de berberechos recuerdo lo mismo. No puedo impedirlo y tampoco es que lo desee pues son buenos momentos. Aquellos en que aún no se ha aprendido a sufrir y los máximos desvaríos llegan ante nuestros primeros amores platónicos e imposibles. Así la familia Caragafas viene al completo a mi memoria. En su casa siempre había una lata de berberechos y una cerveza para el visitante, más si conseguíamos a alguien nuevo en nuestra expedición. La lata era derramada en un plato semihondo donde el caldo fluía libre y a punto de desbordarse. Unos palillos lo acompañaban. Yo sólo conseguía pescar uno tras varios intentos y nunca parecía que fueran a acabar. Se convertía así en la tapa sempieterna que remataba el padre cuando llegaba la hora de marcharnos. Era el privilegio de padre. Insertaba uno tras otro en el palillo hasta el borde de su dedo ante mi mirada atenta. No sobraba ni uno y su dedo nunca se manchaba. Todo estaba computado pues la familia en pleno era reconocida por su fervor matemático y calculador.

Aquellos berberechos nos absorbían, nos atraían hasta el punto de invitar a cualquiera que provocara la aparición de la preciada lata. Montamos incluso una sesión de sofronización o hipnotización, como según nuestro invitado se llamaba vulgarmente. Allí estábamos intentando dejarnos llevar por el arrullo del sueño provocado y la obnubilación de nuestra voluntad sin que los berberechos abandonaran nuestra mente. No podíamos concentrarnos al oír bajo un silencio absoluto el chirrido del palillo que resbalaba por el plato tras atravesar uno de aquellos manjares arenosos. Se están acabando, se están acabando, sólo quedan los del padre. Mientras, me hacían fingir que comía aceitunas de aire y tiraba los huesos a otro hipnotizado que hacía de elefante. Golpeé la lámpara y aproveché para, ya despierto, lanzarme a por un palillo e insertarlo desde mi posición elevada en el plato casi vacío. Ni siquiera de pie conseguí más de una pieza. El padre finalizó el ritual berberechil mientras negaba la existencia de cualquier posibilidad matemática a esa pseudociencia hipnotizadora.

La siguiente visita con lata de berberechos me la gané a pulso y a costa de mi dolor. De un puñetazo me habían provocado una pequeña fisura en el radio. El gran lógico-matemático no daba crédito al accidente y fuimos más lejos consiguiendo a un profesor que fuera a dar fe. Allí estábamos de nuevo comiendo berberechos mientras mi compañero de clase fracturador se sometía a una intensa sesión de pulsos con el padre Caragafas. Sólo paró para finiquitar los mismos siete berberechos que el día hipnótico. Mi teoría comenzaba a ser cierta, en aquella casa todo estaba contado. Cabían exactamente siete en un palillo sin mancharse el dedo gordo y el índice que sujetaban apenas la punta del instrumento saetador. Aún, y para despertarme de mi sueño septimal, tuvimos que asistir a una demostración matemática de consistencia. Se trataba de comparar la dureza de mi hueso con la de una pobre jamba que adornaba uno de los laterales de la puerta de la cocina. La madera, obviamente, era menos resistente que mi radio y por lo tanto soportaría un puñetazo del gigantesco padre, pesaba más de cien quilos, sin romperse. Sería la demostración definitiva de que habíamos ido a comer berberechos amparados en una gran mentira. La tabla crujió reventada, aplastada a lo largo y ancho. Me despedí antes de que mi otro radio, aún en perfecto estado, sufriera la segunda parte de la prueba. Mientras cogía el ascensor aún porfiaba diciendo que aunque me diera un puñetazo con todas sus fuerzas mi brazo izquierdo aún sano no se rompería.

Nunca me han gustado los berberechos, sobre todo cuando su arena cruje entre mis dientes dándome dentera, sin embargo todavía tengo que abrir una lata e intentar coger siete con un palillo sin pan que los empuje y con la mano en la espalda. Quizá nunca lo consiga por culpa de la fisura en el radio que tuvo hace ya bastantes años. Mi muñeca no volvió a ser la de antes del puñetazo.

miércoles, 8 de enero de 2020

Comidas con recuerdo III






El COCIDO CON HIERBABUENA

            Aquellas temporadas con mis abuelos, veranos largos como ya no hubo, el olor de la hierbabuena los acompañaba. Cocido dos o tres veces por semana, con aquel menú sin perjuicios culinarios donde aún se consumían estivalmente los últimos retazos de la matanza. Toda la mañana al fuego lento de la cocina de gas, aquellos garbanzos recogidos, trillados y limpiados, menudos y sabrosos. La hierbabuena flotaba sobre el caldo burbujeante. Se recogía del Huertecillo, temprano. Cuando aún algunas mínimas gotas de agua del riego vespertino del día anterior mantenían su frescura.
Comenzaba con el rin-ran de tomate natural, cortado en trozos minúsculos con aceite y vinagre, una salsa para untar el pan. Después los garbanzos, directamente, sin perder el tiempo en sopas calientes con un sol certero entrando por la ventana. Conectábamos un ventilador ruidoso que estaba al fondo de la cocina, sobre el viejo trinchero. Tras el plato fuerte, el bocadillo de morcilla, luego pan con chorizo y para acabar el tocino. Una mandarina por fin. Lo peor, al final. Mañana no podríamos comer cocido de nuevo. Al menos habría que esperar otro día. Ese día solíamos dormir siesta, sin forzarnos. El abuelo colocaba en mitad del patio una silla pequeña de nea, bocabajo, sirviendo el respaldo de duro almohadón. Con las piernas cruzadas, como casi siempre, dormía en el suelo mientras las moscas picaban sus duras manos. La gorra tapaba la cara de estos furiosos ataques. Roncaba mientras yo me iba en busca de un butacón para hacer el mismo trabajo, sin prisas, pero con el espesor mental de una dura digestión.

Después iría a la piscina tras las dos horas reglamentarias para poderme bañar y con mi bocadillo de salchichas en la barra de Viena. Aún recuerdo los ataques de las hormigas que arrasaron con algo del relleno en perfecta procesión y teniendo como punto de partida nuestro lugar preferido para la merienda, la sombra del sauce llorón. Nuca se nos ocurrió liberarnos de la plaga colgando los bocadillos, quizá pensábamos que estábamos por encima de esos animales en la escala de la evolución. No podíamos rendirnos utilizando sin más nuestra inteligencia superior.