Aquellas estancias en Israel,
cerca de Haifa nos llevaban el fin de semana a Jerusalén. Rápidamente
abandonábamos la excavación, los cafés turcos llenos de posos de las cinco de
la mañana para correr hacia el último autobús del viernes, justo antes de que
las tres primeras estrellas del firmamento asomaran para anunciar el Sabat y el
descanso obligado. Serían las cinco de la tarde cuando esto sucedía. Dejábamos
también el “whasering pottery” para el lunes. Aquella tarea de lavar los trozos
diminutos de cerámica nos mantenía despiertos en las cortas tardes del verano
israelí.
Cuando llegábamos a Jerusalén
dos opciones de alojamiento nos venían a la mente, el hotel Protestante con su
estricto horario de entrada nocturna prematura o el hotel Jordano y sus
retóricas y absurdas discusiones con el propietario. Realmente era de Jordania
y parecías abandonar por un largo rato las comodidades casi occidentales por el
Oriente Medio en su más genuina representación. Era un lugar sucio, andrajoso.
Se negociaba y renegociaba continuamente con el jordano hasta conseguir
habitaciones donde alojarnos sin compartir con algún desconocido. Entrábamos
por fin en nuestro antro habitacional y descubríamos que faltaba algún
almohadón. Sin duda era una maniobra de nuestro anfitrión para volver a
nuestras demostraciones sobre la conveniencia de tener un almohadón ya que era
lo lógico. Por fin nos prestaba el suyo a regañadientes. Un día conseguimos
incluso dormir en su habitación dejándole a él la parte posterior al mostrador.
Tuvimos que contratar el servicio completo, con desayuno, para acceder al peor
sitio del hotel, algo parecido a un hueco bajo unas escaleras cuyo techo
descendía poco a poco hasta unirse al suelo. Era el mejor lugar de la casa para
guardar los cepillos, las fregonas y demás herramientas que seguramente había
ya vendido el dueño. La noche fue larga.
Aquella mañana nos levantamos
con más hambre de lo normal, quizá por el desvelo nocturno. Allí nos asomamos
por encima del mostrador para despertar a nuestro querido amigo. Seguro que
dormía mejor que en su habitación, al menos había más aire que llevarse a los
pulmones. En fin, allí estábamos de nuevo discutiendo y reclamando el desayuno
que habíamos pagado. No daba nada sin poner a prueba previamente nuestra
paciencia. Sacó unas pitas de una bolsa ya abierta. Las abrió con sus dedos y
comenzó a rellenarlas de ensalada que sacaba de debajo del mostrador. Cada vez
que veía sus movimientos lentos mi aguante psíquico disminuía a raudales. Nunca
me comería esa pita, yo lo sabía, quizá él también. Sacó un sobre amarillo y
metió dentro de él la pita rellena de verdura, sin carne. Me la ofreció con
desgana y como tanteando el precio de ese desayuno. llegó la hora de mi
venganza.
-
Quiero huevo cocido en mi pita.
-
No.
De nuevo comenzaba un tira y
afloja que nadie podía entender. Aquello era entre él y yo. Decididamente no le
pagaría aquella maravillosa estancia sin mi huevo cocido. Voceaba mientras yo
negaba una y otra vez con mi cabeza. Todos estaban contra mí. Tenían unas ganas
terribles de coger su pita y tirarla en el primer cubo de basura que vieran. Yo
haría lo mismo, pero la mía iría con huevo cocido incluido. Estaba decidido. El
jordano seguía gritando mientras sacaba una especie de camping gas de debajo
del mostrador. Lo encendió y colocó en él un pequeño recipiente con agua y un
huevo. Lo tenía todo preparado, sólo necesitaba discutir un poco para sentirse
bien. Todos mirábamos el huevo mientras se preparaba.
-
No me lo peles, ya lo haré yo.
Aquel día, el único que
desayunó un maravilloso huevo cocido fui yo. Además, para mí solo, nadie
me pidió. Sólo por la tarde, después de comer una pita en el mercado, me
hablaron de nuevo.
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