LA LATA DE BERBERECHOS
Siempre
que abro una lata de berberechos recuerdo lo mismo. No puedo impedirlo y
tampoco es que lo desee pues son buenos momentos. Aquellos en que aún no se ha
aprendido a sufrir y los máximos desvaríos llegan ante nuestros primeros amores
platónicos e imposibles. Así la familia Caragafas viene al completo a mi memoria.
En su casa siempre había una lata de berberechos y una cerveza para el
visitante, más si conseguíamos a alguien nuevo en nuestra expedición. La lata
era derramada en un plato semihondo donde el caldo fluía libre y a punto de
desbordarse. Unos palillos lo acompañaban. Yo sólo conseguía pescar uno tras
varios intentos y nunca parecía que fueran a acabar. Se convertía así en la
tapa sempieterna que remataba el padre cuando llegaba la hora de marcharnos.
Era el privilegio de padre. Insertaba uno tras otro en el palillo hasta el
borde de su dedo ante mi mirada atenta. No sobraba ni uno y su dedo nunca se
manchaba. Todo estaba computado pues la familia en pleno era reconocida por su
fervor matemático y calculador.
Aquellos berberechos nos
absorbían, nos atraían hasta el punto de invitar a cualquiera que provocara la
aparición de la preciada lata. Montamos incluso una sesión de sofronización o
hipnotización, como según nuestro invitado se llamaba vulgarmente. Allí
estábamos intentando dejarnos llevar por el arrullo del sueño provocado y la
obnubilación de nuestra voluntad sin que los berberechos abandonaran nuestra
mente. No podíamos concentrarnos al oír bajo un silencio absoluto el chirrido
del palillo que resbalaba por el plato tras atravesar uno de aquellos manjares
arenosos. Se están acabando, se están acabando, sólo quedan los del padre.
Mientras, me hacían fingir que comía aceitunas de aire y tiraba los huesos a
otro hipnotizado que hacía de elefante. Golpeé la lámpara y aproveché para, ya
despierto, lanzarme a por un palillo e insertarlo desde mi posición elevada en
el plato casi vacío. Ni siquiera de pie conseguí más de una pieza. El padre
finalizó el ritual berberechil mientras negaba la existencia de cualquier
posibilidad matemática a esa pseudociencia hipnotizadora.
La siguiente visita con lata de
berberechos me la gané a pulso y a costa de mi dolor. De un puñetazo me habían
provocado una pequeña fisura en el radio. El gran lógico-matemático no daba
crédito al accidente y fuimos más lejos consiguiendo a un profesor que fuera a
dar fe. Allí estábamos de nuevo comiendo berberechos mientras mi compañero de
clase fracturador se sometía a una intensa sesión de pulsos con el padre
Caragafas. Sólo paró para finiquitar los mismos siete berberechos que el día
hipnótico. Mi teoría comenzaba a ser cierta, en aquella casa todo estaba
contado. Cabían exactamente siete en un palillo sin mancharse el dedo gordo y
el índice que sujetaban apenas la punta del instrumento saetador. Aún, y para
despertarme de mi sueño septimal, tuvimos que asistir a una demostración
matemática de consistencia. Se trataba de comparar la dureza de mi hueso con la
de una pobre jamba que adornaba uno de los laterales de la puerta de la cocina.
La madera, obviamente, era menos resistente que mi radio y por lo tanto
soportaría un puñetazo del gigantesco padre, pesaba más de cien quilos, sin
romperse. Sería la demostración definitiva de que habíamos ido a comer
berberechos amparados en una gran mentira. La tabla crujió reventada, aplastada
a lo largo y ancho. Me despedí antes de que mi otro radio, aún en perfecto
estado, sufriera la segunda parte de la prueba. Mientras cogía el ascensor aún
porfiaba diciendo que aunque me diera un puñetazo con todas sus fuerzas mi
brazo izquierdo aún sano no se rompería.
Nunca me han gustado los
berberechos, sobre todo cuando su arena cruje entre mis dientes dándome
dentera, sin embargo todavía tengo que abrir una lata e intentar coger siete
con un palillo sin pan que los empuje y con la mano en la espalda. Quizá nunca
lo consiga por culpa de la fisura en el radio que tuvo hace ya bastantes años.
Mi muñeca no volvió a ser la de antes del puñetazo.
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