martes, 14 de enero de 2020

COMIDAS CON RECUERDO IV


LA LATA DE BERBERECHOS


            Siempre que abro una lata de berberechos recuerdo lo mismo. No puedo impedirlo y tampoco es que lo desee pues son buenos momentos. Aquellos en que aún no se ha aprendido a sufrir y los máximos desvaríos llegan ante nuestros primeros amores platónicos e imposibles. Así la familia Caragafas viene al completo a mi memoria. En su casa siempre había una lata de berberechos y una cerveza para el visitante, más si conseguíamos a alguien nuevo en nuestra expedición. La lata era derramada en un plato semihondo donde el caldo fluía libre y a punto de desbordarse. Unos palillos lo acompañaban. Yo sólo conseguía pescar uno tras varios intentos y nunca parecía que fueran a acabar. Se convertía así en la tapa sempieterna que remataba el padre cuando llegaba la hora de marcharnos. Era el privilegio de padre. Insertaba uno tras otro en el palillo hasta el borde de su dedo ante mi mirada atenta. No sobraba ni uno y su dedo nunca se manchaba. Todo estaba computado pues la familia en pleno era reconocida por su fervor matemático y calculador.

Aquellos berberechos nos absorbían, nos atraían hasta el punto de invitar a cualquiera que provocara la aparición de la preciada lata. Montamos incluso una sesión de sofronización o hipnotización, como según nuestro invitado se llamaba vulgarmente. Allí estábamos intentando dejarnos llevar por el arrullo del sueño provocado y la obnubilación de nuestra voluntad sin que los berberechos abandonaran nuestra mente. No podíamos concentrarnos al oír bajo un silencio absoluto el chirrido del palillo que resbalaba por el plato tras atravesar uno de aquellos manjares arenosos. Se están acabando, se están acabando, sólo quedan los del padre. Mientras, me hacían fingir que comía aceitunas de aire y tiraba los huesos a otro hipnotizado que hacía de elefante. Golpeé la lámpara y aproveché para, ya despierto, lanzarme a por un palillo e insertarlo desde mi posición elevada en el plato casi vacío. Ni siquiera de pie conseguí más de una pieza. El padre finalizó el ritual berberechil mientras negaba la existencia de cualquier posibilidad matemática a esa pseudociencia hipnotizadora.

La siguiente visita con lata de berberechos me la gané a pulso y a costa de mi dolor. De un puñetazo me habían provocado una pequeña fisura en el radio. El gran lógico-matemático no daba crédito al accidente y fuimos más lejos consiguiendo a un profesor que fuera a dar fe. Allí estábamos de nuevo comiendo berberechos mientras mi compañero de clase fracturador se sometía a una intensa sesión de pulsos con el padre Caragafas. Sólo paró para finiquitar los mismos siete berberechos que el día hipnótico. Mi teoría comenzaba a ser cierta, en aquella casa todo estaba contado. Cabían exactamente siete en un palillo sin mancharse el dedo gordo y el índice que sujetaban apenas la punta del instrumento saetador. Aún, y para despertarme de mi sueño septimal, tuvimos que asistir a una demostración matemática de consistencia. Se trataba de comparar la dureza de mi hueso con la de una pobre jamba que adornaba uno de los laterales de la puerta de la cocina. La madera, obviamente, era menos resistente que mi radio y por lo tanto soportaría un puñetazo del gigantesco padre, pesaba más de cien quilos, sin romperse. Sería la demostración definitiva de que habíamos ido a comer berberechos amparados en una gran mentira. La tabla crujió reventada, aplastada a lo largo y ancho. Me despedí antes de que mi otro radio, aún en perfecto estado, sufriera la segunda parte de la prueba. Mientras cogía el ascensor aún porfiaba diciendo que aunque me diera un puñetazo con todas sus fuerzas mi brazo izquierdo aún sano no se rompería.

Nunca me han gustado los berberechos, sobre todo cuando su arena cruje entre mis dientes dándome dentera, sin embargo todavía tengo que abrir una lata e intentar coger siete con un palillo sin pan que los empuje y con la mano en la espalda. Quizá nunca lo consiga por culpa de la fisura en el radio que tuvo hace ya bastantes años. Mi muñeca no volvió a ser la de antes del puñetazo.

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