capítulo VII Año 1361 Burgos, en la casa de Mauro.
Mauro
de Messina se despertó totalmente enrollado en la vieja manta de lana de oveja
que le cubría por las noches. La arrojó con miedo hacia un lado. Había dado
tantas vueltas que le aprisionaba el cuello y sudaba como si tuviera fiebres.
Por la ventana entraba un color rojizo que anunciaba el alba, aunque todavía
nadie se había movido para atravesar la plaza fría. De nuevo su pesadilla le
alcanzaba como un halcón a su presa. Le apretaba con sus garras hasta verse
lleno de bubas negras y horribles a punto de explotar después de hincharse. La
maldita enfermedad lo perseguía desde los años felices. Buscó a su alrededor
alguna oveja o alguna vaca, pero estaba su caballo, nada más. Iba a resoplar de
alivio, pero luego se dio cuenta de que hubiera sido una suerte tener aquellos
animales junto a él y así retroceder en el tiempo.
Se
levantó con sueño, pero sabía que ya no podría cerrar los ojos sin ver la
muerte. Al instante se dirigió hacia la ventana. Desde allí se veía la puerta
principal de la catedral. Se puso de rodillas y rezó en voz baja. Todas las
mañanas se obligaba a hacerlo, aunque casi nunca lo deseaba. Se había impuesto
aquella disciplina por encima de su fe endurecida. Durante unos minutos
recordaba, forzándose a sí mismo, a sus seres queridos para pedir por ellos.
-
Bien, Mauro –se dijo mientras se ponía en pie-.
En marcha.
Estaba
tiritando. El sudor se había convertido en frío húmedo, como el de aquella
ciudad que le albergaba. Aún se quedó contemplando el edificio en construcción.
Aquello era lo único permanente, lo único que duraría por los siglos de los
siglos. Los hombres pasaban, pero las piedras pulidas y asentadas unas sobre
otras vigilarían que nadie fuera eterno como ellas. Se encargarían de
salvaguardar la inmortalidad del alma, pero no la del cuerpo. Ellas no
enfermaban a pesar del musgo o el verde que las coloreaba. Por un instante
deseó escapar del mundo. No. Aún quedan muchas cosas por hacer.
-
Daré alcance a la muerte negra y me vengaré
–susurró entre dientes.
Una
palabra griega le vino a la cabeza: “tanatonauta”, como otras veces. Alguien la
gritó muchos años atrás para insultarle cuando se colocó la careta del pico.
Aún no había descubierto su significado. Con seguridad, tenía que ver con la
muerte.
Utilizó
su tiempo para poner orden. Era temprano y podía aprovecharlo. Así, avivó el
fuego casi apagado de su chimenea, calentó un poco de leche que tenía del día
anterior, comió pan mohoso y por último colocó sus planos. Se entretuvo en
algunos que aún no había terminado. Sacó la pluma y la tinta. Sus conocimientos
habían progresado mucho desde que rompía piedras en su ciudad natal. Aquello
mantenía su mente ocupada. Justo cuando estaba más ensimismado, una campana
rompió el laberinto de pensamientos que lo alejaban de su mayor dolor. Sin
duda, los golpes rápidos tocaban a arrebato.
La gente comenzó a agolparse en la plaza de la catedral.
Allí convergían todas las calles y era el lugar más amplio de toda la ciudad.
Venían de todas partes y la mayoría con algún instrumento en la mano que formaba
parte de su apero profesional: un bieldo de madera, un hacha, un trozo de barro…
Desde el lugar más lejano se oían las campanas y nadie quería perderse la
noticia que se iba a anunciar. No les movía la curiosidad, sino la preocupación
y el deseo de saber cuanto antes qué nueva desgracia se cernía sobre ellos
ahora que había pasado un poco el mal tiempo.
Mauro
se quedó atónito ante el silencio que reinaba en la plaza. El aire olía a miedo
y a recelo. Los burgaleses se habían agrupado por oficios como acostumbraban en
estas ocasiones. Se veía a los alfareros con sus manos rojizas y llenas de
barro que apenas intercambiaban un breve saludo al reconocerse. Los
picapedreros también habían dejado sus golpes, igual que los herradores. En ese
gélido ambiente, pronto se escucharon los sonidos de los cascos de un caballo.
Por una esquina apareció el mismo mensajero que había volado el día anterior. Ahora
caminaba despacio, al mínimo trote, y se notaba que no deseaba hablar. Maldecía
el encargo que le habían dado. No hubo necesidad de apartar a nadie. Los
hombres y mujeres llenos de inquietud dejaban el paso libre en una vereda
humana de nerviosismo. Llegó al centro y no lo demoró más. Gritó con todas sus
fuerzas, como si aquello le fuera a liberar de su pesada carga. No había rodeos
para el sufrimiento, pues de ninguna forma lo haría disminuir.
-
¡Ciudadanos! Debo comunicaros una de las peores
noticias. Muy cerca de nosotros ha llegado la peste. Preparémonos para lo peor.
Hubo
un murmullo de terror, intenso, grave, duro, lleno de horribles recuerdos.
Había pasado algo más de una década desde la última muerte negra y todavía muchos
la tenían justo delante de su retina. Familiares, amigos, vecinos que habían
dejado aquella ciudad y que apenas habían podido enterrar pues los tuvieron que
incinerar en fosas comunes.
Mauro
se metió a toda prisa en la casa de madera. Su sufrimiento volvió de nuevo.
Estrujó su corazón en un intento de detener la veloz carrera, pero éste siguió
bombeando sangre de forma frenética. Se tumbó en el jergón y se agarró las
sienes con las palmas. Iba a morir de dolor. Su mujer se hizo presente envuelta
en una niebla negra. Alargaba la blanca mano hacia él, como un ahogado que
busca escapar de las aguas turbulentas de un remolino oscuro y frío en lo más
profundo del Hades. Esta vez ni siquiera intentó alcanzarla. Ya había fallado tantas
veces…