jueves, 25 de abril de 2024

 


capítulo VII  Año 1361 Burgos, en la casa de Mauro.

Mauro de Messina se despertó totalmente enrollado en la vieja manta de lana de oveja que le cubría por las noches. La arrojó con miedo hacia un lado. Había dado tantas vueltas que le aprisionaba el cuello y sudaba como si tuviera fiebres. Por la ventana entraba un color rojizo que anunciaba el alba, aunque todavía nadie se había movido para atravesar la plaza fría. De nuevo su pesadilla le alcanzaba como un halcón a su presa. Le apretaba con sus garras hasta verse lleno de bubas negras y horribles a punto de explotar después de hincharse. La maldita enfermedad lo perseguía desde los años felices. Buscó a su alrededor alguna oveja o alguna vaca, pero estaba su caballo, nada más. Iba a resoplar de alivio, pero luego se dio cuenta de que hubiera sido una suerte tener aquellos animales junto a él y así retroceder en el tiempo.

Se levantó con sueño, pero sabía que ya no podría cerrar los ojos sin ver la muerte. Al instante se dirigió hacia la ventana. Desde allí se veía la puerta principal de la catedral. Se puso de rodillas y rezó en voz baja. Todas las mañanas se obligaba a hacerlo, aunque casi nunca lo deseaba. Se había impuesto aquella disciplina por encima de su fe endurecida. Durante unos minutos recordaba, forzándose a sí mismo, a sus seres queridos para pedir por ellos.

-          Bien, Mauro –se dijo mientras se ponía en pie-. En marcha.

Estaba tiritando. El sudor se había convertido en frío húmedo, como el de aquella ciudad que le albergaba. Aún se quedó contemplando el edificio en construcción. Aquello era lo único permanente, lo único que duraría por los siglos de los siglos. Los hombres pasaban, pero las piedras pulidas y asentadas unas sobre otras vigilarían que nadie fuera eterno como ellas. Se encargarían de salvaguardar la inmortalidad del alma, pero no la del cuerpo. Ellas no enfermaban a pesar del musgo o el verde que las coloreaba. Por un instante deseó escapar del mundo. No. Aún quedan muchas cosas por hacer.

-          Daré alcance a la muerte negra y me vengaré –susurró entre dientes.

Una palabra griega le vino a la cabeza: “tanatonauta”, como otras veces. Alguien la gritó muchos años atrás para insultarle cuando se colocó la careta del pico. Aún no había descubierto su significado. Con seguridad, tenía que ver con la muerte.

Utilizó su tiempo para poner orden. Era temprano y podía aprovecharlo. Así, avivó el fuego casi apagado de su chimenea, calentó un poco de leche que tenía del día anterior, comió pan mohoso y por último colocó sus planos. Se entretuvo en algunos que aún no había terminado. Sacó la pluma y la tinta. Sus conocimientos habían progresado mucho desde que rompía piedras en su ciudad natal. Aquello mantenía su mente ocupada. Justo cuando estaba más ensimismado, una campana rompió el laberinto de pensamientos que lo alejaban de su mayor dolor. Sin duda, los golpes rápidos tocaban a arrebato.

            La gente comenzó a agolparse en la plaza de la catedral. Allí convergían todas las calles y era el lugar más amplio de toda la ciudad. Venían de todas partes y la mayoría con algún instrumento en la mano que formaba parte de su apero profesional: un bieldo de madera, un hacha, un trozo de barro… Desde el lugar más lejano se oían las campanas y nadie quería perderse la noticia que se iba a anunciar. No les movía la curiosidad, sino la preocupación y el deseo de saber cuanto antes qué nueva desgracia se cernía sobre ellos ahora que había pasado un poco el mal tiempo.

Mauro se quedó atónito ante el silencio que reinaba en la plaza. El aire olía a miedo y a recelo. Los burgaleses se habían agrupado por oficios como acostumbraban en estas ocasiones. Se veía a los alfareros con sus manos rojizas y llenas de barro que apenas intercambiaban un breve saludo al reconocerse. Los picapedreros también habían dejado sus golpes, igual que los herradores. En ese gélido ambiente, pronto se escucharon los sonidos de los cascos de un caballo. Por una esquina apareció el mismo mensajero que había volado el día anterior. Ahora caminaba despacio, al mínimo trote, y se notaba que no deseaba hablar. Maldecía el encargo que le habían dado. No hubo necesidad de apartar a nadie. Los hombres y mujeres llenos de inquietud dejaban el paso libre en una vereda humana de nerviosismo. Llegó al centro y no lo demoró más. Gritó con todas sus fuerzas, como si aquello le fuera a liberar de su pesada carga. No había rodeos para el sufrimiento, pues de ninguna forma lo haría disminuir.

-          ¡Ciudadanos! Debo comunicaros una de las peores noticias. Muy cerca de nosotros ha llegado la peste. Preparémonos para lo peor.

Hubo un murmullo de terror, intenso, grave, duro, lleno de horribles recuerdos. Había pasado algo más de una década desde la última muerte negra y todavía muchos la tenían justo delante de su retina. Familiares, amigos, vecinos que habían dejado aquella ciudad y que apenas habían podido enterrar pues los tuvieron que incinerar en fosas comunes.

Mauro se metió a toda prisa en la casa de madera. Su sufrimiento volvió de nuevo. Estrujó su corazón en un intento de detener la veloz carrera, pero éste siguió bombeando sangre de forma frenética. Se tumbó en el jergón y se agarró las sienes con las palmas. Iba a morir de dolor. Su mujer se hizo presente envuelta en una niebla negra. Alargaba la blanca mano hacia él, como un ahogado que busca escapar de las aguas turbulentas de un remolino oscuro y frío en lo más profundo del Hades. Esta vez ni siquiera intentó alcanzarla. Ya había fallado tantas veces…

miércoles, 17 de abril de 2024


 CAPÍTULO VI  
Año 1347 La ciudad de Mesina, en la isla de Sicilia

En Messina había muchas historias que corrían por las calles de boca en boca, pero casi todas apuntaban a unos culpables muy concretos: tres marineros genoveses que habían llegado a la isla un par de meses atrás procedentes de Caffa. Ya no quedaba ninguno, pues yacían muertos en el cementerio en una fosa común y anónima. Ellos habían traído la muerte negra, sin duda, pues fueron los primeros en enfermar. Nada más atracar en el puerto, el más grande de los marineros comenzó a temblar. Después, cayó al suelo atrapado por una fiebre que le producía escalofríos. Al día siguiente, todo acabó para él.

También se comentaba que había unas ratas negras nunca vistas en la ciudad. Debían de estar enfermas, pues se las encontraba muertas en los regueros de las calles. Nadie se preocupaba de recogerlas, si acaso las mujeres que limpiaban el umbral de su puerta para arrojarlas en el gallinero, basurero de cada casa.

Un niño que jugaba frente a su casa cogió una de ellas y la sostuvo de la cola. Los pelos negros estaban mojados y erizados por la última lluvia. Era pequeña y los dientes afilados y blancos sobresalían de su boca apretada y medio podrida por la muerte. De los ojos escapaban pequeñas hormigas de color anaranjado. Aún tenía el animal en la mano cuando fue sorprendido por su padre. Este perdió la risa que traía y que pocas veces abandonaba su rostro.

-          Deja eso, Beppo –le ordenó muy serio.

El chico lanzó el asqueroso cuerpo por encima de una tapia para que aterrizara en la huerta de su vecino. Sería un buen abono para los árboles frutales. Después, salió a la carrera en busca de los brazos de su padre. A este le regresó la sonrisa y lo levantó hacia el cielo. Traía malas noticias, pero ese instante no se lo iba a perder por nada. Dejó al chico en el suelo y entró en la casa. Su mujer asistía al ganado que dormía con ellos; dos ovejas y una vaca. Ella también se apresuró a recibir al hombre de barba espesa y negra para que la abrazara con las manos blancas y endurecidas por el trabajo con el mármol. Desde unos años atrás, su marido trabajaba en la nueva catedral y realmente estaba enamorado de su oficio de picapedrero. Le permitían crear sus propias gárgolas e incluso había aprendido a elaborar planos sencillos y a escala con la cuerda de nudos.

Pero ese día, aquel joven picapedrero tenía una sombra en la cabeza que no podía alejar. Era demasiado feliz y eso no se podía perdonar. Esperaba un nuevo hijo que nacería en breve, justo cuando la muerte negra se apoderaba de la ciudad lentamente como un vapor oscuro que reptara agarrado al barro de las calles. Al principio lo presentía y cada día lo veía más. Unos minutos antes, en la gran plaza, se había chocado con un carro lleno hasta arriba de cadáveres con manchas negras por todo el cuello. A pesar de la manta que los cubría, la imagen de la enfermedad era patente. Por un momento, en lugar del guía del carro, se le había aparecido en su mente un esqueleto con una guadaña enorme en una mano y el ramal de las mulas en la otra.

Sacudió la cabeza con un gesto apenas perceptible mientras abrazaba a su esposa a distancia. La barriga ya lo impedía, pues se acercaba la hora de dar a luz. Él también tenía miedo al parto. Bastantes mujeres perecían en ese momento tan difícil.

-          ¡Maldita carreta de cadáveres! –se dijo en voz baja, apenas audible.

Aquella pesadilla a la que había asistido despierto le amargaba la tarde. Esta vez golpeó su frente con ímpetu, como si de esa forma el clavo de los malos augurios fuera a escapar de su cabeza, dejando en su lugar solamente un pequeño agujero de incertidumbre. No fue así. Durante la cena se acompañó junto con el pan duro de los peores presagios negros.

Algunos mercaderes procedentes de Constantinopla ya habían prevenido en la plaza mayor contra la muerte negra y ahora estaba muy cerca de ellos. No había duda.

-          Mauro de Messina, pareces muy lejos de aquí – dijo casi a voces su mujer.

-          Perdona –se disculpó con la mejor de sus sonrisas, aunque bastante forzada.

Dio una palmada fuerte con sus endurecidas manos y pinchó a su hijo con el dedo índice en el costado. Comenzó un pequeño juego que acabó con un vaso de madera en el suelo. Las dos ovejas se revolvieron por el ruido. Continuaron con su pelea de mentira hasta que el niño acabó en la cama, muy cerca de la mesa.

-          ¡A dormir, pequeño caballero!

Dejaron que pasara el tiempo suficiente para que Beppo se durmiera, mientras acababan de recoger los cacharros y se sentaban después en dos sillas para charlar tranquilamente. No tardaba en caer en manos del sueño profundo, pues los días del chico iban de carrera en carrera con los demás amigos de la barriada.

-          ¿Qué te pasa, Mauro? –preguntó al cabo su mujer.

Su marido dejó un palo que afilaba con una piedra de pedernal sobre su pierna para hablar despacio, paladeando las palabras, pues temía el efecto que pudieran tener.

-          He visto una carreta llena de…muertos. Ha llegado una enfermedad… terrible a la ciudad. Me asusta que nos alcance…

Se detuvo, ya que Beppo comenzó a llorar. Su madre se acercó hasta el jergón que había en el suelo. Era una tela rellena de paja.

-          ¿Estás bien? –la voz de la mujer se notaba nerviosa al imaginarse la carreta de muertos.

-          Me pica mucho, mamá –dijo mientras señalaba un grano en su brazo desnudo.

-          Es solamente una picadura de pulga –le tranquilizó a la vez que suspiraba con alivio-. Tendrás que dormirte otra vez y mañana la buscamos. Te cambiaremos la paja y la ropa enseguida que te levantes.

Le dio un beso en la cara y volvió junto con su marido. Este intentó sonreír. Debían descansar. Aquellas muertes se quedarían en eso y pasarían al fondo de su memoria. Todavía eran jóvenes para morir y más aún su hijo. Se levantó y fue hacia su lecho. Le dolía la espalda. Aquella tarde había levantado demasiadas piedras él solo. Eso le salvaría de las posibles pesadillas que a veces le asaltaban en sus noches más terribles. Se dormiría rápidamente a causa del cansancio.

viernes, 12 de abril de 2024

 


Capítulo V Año 1361 Burgos, en la plaza mayor.

El gran maestro de obras cruzaba la plaza en el mismo momento en que pasó el caballero con su tétrico mensaje. Aparicio se doblaba cada vez más sobre su espinazo, igual que un tejado que va cediendo con los años, aunque aquello había sucedido más deprisa en los últimos meses. Sentía el final de su propia obra cada vez más cercano. Una gran vara de madera de nogal le servía para levantar la vista del suelo y ver aún el cielo, que era lo que más deseaba encontrar. Su salud se había resquebrajado rápidamente, como si fuera un cimiento mal amasado. Pero aún se movía con rapidez y llegó hasta Mauro. Su voz no había menguado en absoluto, resonaba aún con fuerza.

-          ¿Qué le has hecho al chaval? –dijo sin preámbulos- Iba llorando como alma que lleva el diablo.

El viajero mantenía su mirada en la bocacalle por la que despareció el mensajero a toda velocidad. Aún se podía oler el sudor del caballo y oír sus resoplidos. Las palabras de su maestro lo despertaron.

-          ¿Qué chaval? – se preguntó a sí mismo mientras volvía a la realidad-. ¡Ah! Sí, cosas de chiquillos. Nada de importancia.

-          Pues iba con un buen disgusto –aseveró con tono grave Aparicio-. No le hagas daño. Es tu único amigo y, en estos tiempos, los amigos son tan apreciados como el oro.

Aparicio rodeó su cabeza y miró de forma instintiva hacia el castillo que todo lo dominaba. Después añadió una frase que solo él entendía.

-          Además, él es especial.

-       ¿Hacia dónde se dirigía el mensajero? – Mauro ni siquiera había oído a su maestro, solo deseaba saber lo que preguntaba.

-    Hacia el castillo. Es evidente. Traerá malas noticias. Estas siempre llegan tan veloces como el viento frío del invierno– el maestro cortó la conversación, tenía prisa-. En fin, veamos esos planos que me querías enseñar.

El aprendiz se adelantó de forma apresurada y entró en la casa a la carrera. Tenía que hacer algo antes. Sin dudar un instante, se dirigió al fondo de la estancia y cogió la máscara que había dejado bajo las mantas raídas para que no se viera. Con ella en la mano, rastreó durante unos segundos un nuevo escondite. Recordó las tablas del suelo que se movían, pero no había tiempo. La guardó bajo la mesa de los planos, cubriéndola con una cesta rota. El polvo allí posado invadió la habitación y el viejo encorvado tosió con fuerza nada más atravesar la puerta de la entrada.

-          No sé qué me matará antes, si la humedad y el frío de esta ciudad o la suciedad de tu casa. Enciende alguna luz, no sea que me tropiece.

La noche estaba cayendo con rapidez y él no había visto nada.  Se acercó sin dilación a la mesa detrás de un candelabro recién encendido para desenrollar los planos que le acercaba su aprendiz. Mauro comenzó su explicación, parecía saber más que él. Todo se debía leer en la catedral, aunque los feligreses no supieran hacerlo. Los hombres debían ir allí a aprender sin palabras. El edificio sería una gran catequesis visual. Aquellas frases de Mauro rejuvenecían al maestro, que medía con su cuerda de doce nudos las líneas rectas que había trazado su avezado discípulo. Se emocionaba, aunque sabía perfectamente que ni él, ni nadie, ni siquiera aquel chiquillo que había huido con lágrimas en los ojos verían en su vida todo terminado. Pasarían generaciones, reyes y obispos, maestros y aprendices, hasta que el gran libro del saber se completara. Ese era el secreto, el mayor sacrificio de un artista. Ellos formaban parte de un todo que no tenía fin.

-          Aquí irá el nuevo claustro. ¿Qué te parece? –dijo Mauro.

-          Bien.

Aparicio nunca había visto tanto detalle en unos planos. Le sorprendía tanta precisión, minuciosidad y dominio de aquel arte tan difícil. Cada vez entendía menos sobre la procedencia de su ayudante y esta vez no pudo sujetar más su lengua.

-          ¿Quién eres? Llevas casi un año aquí y no te conocemos.

Hubo un silencio que solo rompían los ruidos de la calle. Una delgada mula que pasaba por allí, el dueño que voceaba su mercancía de lechugas ya pasadas y casi negras, los golpes rítmicos de un picapedrero de la catedral…

-          Ya lo sabes, me llamo Mauro.

-       ¿De dónde vienes? Habrás nacido en algún sitio… Todo el mundo tiene su apellido.

Otra vez el silencio. El extranjero se sintió incómodo, como muchas otras veces al notar el intento de acercamiento de alguien. Su pasado era suyo, de nadie más, aparte de los que lo vivieron junto con él y de aquellos a los que no deseaba ver más. El dolor apareció de nuevo en sus ojos. El recuerdo le desgarraba el corazón y se lo partía como una cuña mojada. Ni siquiera haberlo convertido en piedra lo libraba ahora de aquel ataque. Cogió los papeles y los guardó bajo su brazo.

-          Si no te interesa el claustro, me iré a otro lugar donde sirvan mis planos.

-          No he dicho eso –dijo Aparicio mientras fijaba sus ojos en los de aquel hombre de hierro-. Solo quiero saber qué te sucede. Ayudarte si es posible.

-          No he pedido que lo hagas –cortó Mauro.

La tensión de la sala descendió cuando una campana hueca comenzó a sonar una y otra vez. Algo grave ocurría. Sin ninguna duda, el mensajero había provocado esa llamada de alarma. El conde anunciaría con toda seguridad una mala noticia a los hombres más importantes de la ciudad.

Al día siguiente, el pueblo sabría de qué se trataba.

miércoles, 3 de abril de 2024


 CAPÍTULO IV el cazador de la muerte negra. Nueva entrega

Año 1347 Constantinopla

Al puerto de Constantinopla llegaban barcos de todas las procedencias posibles. El movimiento continuo apenas permitía que los esclavos descansaran en todo el día. Alguno moría entre la vorágine de los grandes fardos que contenían trigo, telas, o bajo el peso del marfil y de las piedras de las canteras que colgaban de las grúas de madera. A veces cedían las cuerdas tras tanto trabajo. No era como en los antiguos tiempos, pero el dinero todavía se movía de una mano a otra con rapidez.

A un lado del puerto natural, llamado desde siempre el cuerno de oro, se encontraba la ciudad vieja, completamente amurallada. Había resistido a varias enfermedades, sobre todo mil años antes, cuando la peste casi terminó con la ciudad, pero también a ataques de numerosos pueblos, incluso al paso del tiempo. Las enormes cúpulas de las iglesias y los edificios públicos hablaban de un lugar especial, único, lleno de historia en cada esquina.

La procedencia de las naves era variada; desde el Mediterráneo, llegaban de Venecia, Génova o desde el Mar Negro por la otra parte del estrecho del Bósforo. La mayoría de las veces solo se trataba de una escala, pero también servía como negocio para los comerciantes. Desde hacía tiempo se colocó una cadena que protegía el estuario. Permanecía siempre sumergida y solo se tensaba cuando se acercaba algún enemigo. Por suerte, aquello llevaba algún tiempo sin suceder.

Pero aquel día de primavera de 1347, a media tarde, cuando el sol estaba a punto de quemar el agua, se avistaron a lo lejos tres barcos procedentes de Caffa, la bandera así lo señalaba. El último de ellos estaba atado al segundo y claramente iba a la deriva, sin mando. Eso fue lo primero que miró el vigía del puerto, si había alguien en el timón. Nadie. Después, dirigió su vista hacia la cubierta. La tripulación parecía dormida sobre la borda. No había ningún movimiento. El hombre se secó el sudor de la frente y volvió a echar un vistazo. El barco ya se había acercado demasiado y distinguió enseguida los cuerpos ennegrecidos. En un instante se precipitó sobre el cuerno que tenía al lado. Casi se cae desde el faro. Estaba nervioso. Había oído muchas historias sobre la muerte negra. Habían pasado muchísimos años, siglos, pero aún se hablaba de ella con temor. Dejó una gran huella en aquella ciudad. Tocó tres veces casi sin pausa entre cada una de ellas. Alarma total sin lugar a dudas.

Apenas acabó de retumbar el agudo sonido sobre la ciudad, cuando comenzó otro canto. Una gigantesca cadena se elevó de debajo del mar enseguida que fue tensada. Quedó extendida en la entrada del puerto para evitar que alguien entrara. A la vez, numerosas barcazas con hombres armados y antorchas atadas en la borda, se dirigieron hacia los tres barcos que estaban a punto de llegar. Los soldados llevaban antorchas en sus manos. Sabían muy bien qué debían hacer. Aun así, también tenían los nervios a flor de piel. El guía de la primera embarcación miraba una y otra vez al navío fantasma, como si en cualquier momento aquellos cadáveres fueran a saltar por la borda encima de ellos. Un aire fétido, donde se mezclaba el vinagre y la putrefacción, se sobrepuso al olor salado del mar. Allí había anidado la muerte hacía tiempo.

Llegaron a la altura del primer barco. Un hombre desgreñado y con un vestido de buena seda, aunque arrugado y con jirones en las mangas, le hizo señas al guía. Este maldijo su suerte. Llevaba pocos días en el cargo de oficial del puerto y le faltaba la experiencia que tenían sus compañeros de expedición. Le observaban y notó la animadversión que desprendían sus miradas llenas de envidia. Todo porque tenía familia lejana en el castillo y le hicieron un favor con aquel maldito nombramiento. Se tocó la capa nueva que lo arropaba con las yemas de los dedos. Aún no se había manchado ni de agua del mar ni de aceite y su tacto suave le tranquilizaba.

-          ¿Qué sucede, viejo mercader? –gritó con energía.

-          Buscamos cobijo, nada más. El otro barco es mío y deseo enterrar a los muertos para buscar nueva tripulación. Ha habido una enfermedad, pero ya está todo resuelto.

La ciudad no estaba en muy buena posición. Los otomanos apretaban cada vez más y las luchas internas debilitaban a todos los nobles. Las tierras tampoco daban mucha cosecha con el frío de los últimos años. El joven guía se preguntó si podrían permitirse alejar de allí a los mercaderes y perder un buen negocio. Incluso algunos habitantes encontrarían trabajo en aquel formidable barco ahora vacío y a la deriva.

-          ¿Qué mercancía llevas? –preguntó para alargar la hora de su decisión.

-          Telas finas y preciosas. Podría daros algunas –el mercader temía lo peor y quiso comprar la voluntad del novato oficial.

Aquel hombre taimado, vestido de telas de seda y acostumbrado a negociar no se había repuesto de la fatalidad que acechó a sus tres barcos. Cuando murieron los primeros marineros, dejó que todos los hombres de la nave infectada murieran poco a poco. Desde el barco fantasma, algunos se arrojaron en busca de salvación, pero las otras dos tripulaciones, aún sanas, se defendieron para que no subieran con ellos. Ni siquiera se atrevieron a arrojar los cadáveres al mar cuando ya no quedó nadie vivo. Eso detendría la muerte negra y el contagio a otros marineros. El mercader pensaba que en el puerto lo harían los esclavos por muy poco dinero y de ningún modo iba a renunciar a la mercancía que trasportaban los muertos y mucho menos al barco.

El joven miró a sus soldados. Necesitaba escrutar en sus ojos la respuesta. No había forma, no adivinaba la solución, solo había desdén y rencor por su buen sueldo. Hasta él llegaron las otras barcazas. Por un instante, vio la imagen de sus subordinados con pústulas negras en el cuello y con un brillo mortal en la frente, tal y como le había descrito su abuela a los enfermos de años atrás. Pero podría ganar mucho dinero con las telas que le ofrecía el mercader. El mar se movía de un lado a otro igual que sus pensamientos. Dudó hasta que las historias del pasado le devolvieron al presente.

-          ¡Quemad el barco abandonado!–ordenó sin más contemplaciones.

-          ¡No! –gritó el dueño sin ninguna esperanza.

Los remos golpearon el mar con furia. Había acertado, pues hubo un alarido de júbilo entre los hombres. Sin más dilación, se arrimaron al buque fantasma y lanzaron las antorchas que iluminaban la tarde noche. Aún se oyeron voces con escasa fuerza encima de la cubierta. Quedaba algún moribundo, pero pronto estaría muerto. El fuego se apoderó de la parte de debajo de las velas y subieron con hambre hasta la punta del palo mayor. El viento echó una mano para que la gigantesca hoguera se devorara a sí misma. Parecía el amanecer de un nuevo día en medio de la noche.

Bajo el crepitar de las llamas y los alaridos afónicos del mercader, comenzó a oírse un murmullo estridente y molesto, como de cadenas destempladas. Cada vez sonaba más fuerte, como si aún quedara alguien con vida en el barco. Un ejército de soldados desconocidos aparecería por las troneras de la nave, no había duda por el ruido que crecía y aumentaba anunciando una feroz batalla. Los remeros de las barcazas prepararon sus flechas rodeados de un miedo tembloroso. El guía levantó la mano para dar orden de disparar si era necesario, que seguro que lo era. También el temor inundaba su cabeza. Quizás los fantasmas de los muertos buscaban vengarse de los vivos que les mandaban a aquel infierno de llamas.

Una rata negra saltó por una tronera y alcanzó una barcaza. El guía mandó a los arqueros disparar sobre los diminutos blancos erizados y rabiosos. Los malditos animales abandonaban la nave y buscaban salvar desesperadamente la vida. Al menos había unas cien. La lluvia de flechas no hacía nada y la situación empeoró. En los sudorosos rostros de los marineros asomó el color rojo del fuego. Estaban demasiado cerca del barco casi hundido. Debían separarse y dejaron los arcos para coger los remos. Golpearon la borda de la enorme nave que los atraía también con parecido ánimo de venganza. A sus pies se escondían las ratas negras, pero al menos se habían quedado quietas, como si comprendieran que era su única forma de salvación. Aquellos hombres nunca habían visto un bicho de ese aspecto. Les daba más repugnancia que las de color marrón con las que convivían en las calles. Por fin, se alejaron de la nave roja como un tizón, ya casi consumida.

-          ¡Fuera de aquí, maldito mercader! ¡Como te acerques a la ciudad, mandaré que tus otros dos barcos sean quemados! –gritó el joven con todas sus fuerzas, mientras buscaban la seguridad de la ciudad.

Los soldados remaron en dirección al puerto con toda la prisa posible. El guía hizo la señal al vigía para que destensaran la cadena. Se encogió después con un temblor involuntario. Tenía la sensación de que una rata se había escondido entre su estupenda capa. Notó un picotazo, como un leve mordisco.

-          ¡Odio las pulgas! –dijo entre dientes- También este asqueroso trabajo.

El barco fantasma se hundió rápidamente en las aguas azules, entre una nube de humo negro que ascendió hacia el cielo tapando por un instante los rayos de la luna. Las otras dos naves cambiaron el rumbo y se dirigieron hacia el Mediterráneo. En Génova, en su tierra natal, le dejarían descansar. El mercader tenía fiebre y estaba muy cansado. Rezó para que la peste no lo hubiera alcanzado. Murió a los tres días, mucho antes de que pudieran llegar a Messina.

Más tarde, una semana después del incidente, el joven guía de la capa nueva reposaba en su cama, rodeado de su familia. Unas pústulas negras le brotaban en el cuello y no se iban ni con las diez sangrías que le habían aplicado los mejores médicos de la ciudad. También murió a los pocos días. A Constantinopla  había llegado la muerte negra y eso que él había cumplido con su deber.


miércoles, 20 de marzo de 2024

 


Capítulo III El cazador de la muerte negra.

3 Septiembre del año 1361. Burgos

La plaza seguía igual de sucia y apenas pasaban los habitantes por ella. Casi todos daban rodeos por las callejuelas colindantes para evitarla. No era agradable el ruido de los instrumentos o los gritos de los obreros. Incluso se convertía en peligroso para quien no estuviera  acostumbrado a los movimientos de andamios, piedras que rodaban sobre troncos redondos que a veces saltaban por el aire, pues se detenían con brusquedad ante algún obstáculo. Si los accidentes constituían un verdadero problema para los propios trabajadores, más aún para los curiosos. Apenas había culto en la catedral y las otras iglesias se llenaban de fieles.

Entre todo aquel tumulto de materiales y hombres, Mauro golpeaba un bloque de piedra con una enorme maza de hierro. Las grises astillas saltaban y rebotaban sobre el grueso mandil de cuero que le protegía. La peor parte se la llevaban los ojos en muchos casos y había bastantes picapedreros ciegos. Otros perdían algún dedo por aplastamiento. Él se protegía como podía. A veces entornaba los ojos, a veces miraba a un lado soltando golpes imprecisos al vacío. Pretendía partir el gran bloque en dos partes. Para ello, había introducido unas cuñas de madera gracias a unos escoplos hechos con anterioridad. Después las había regado durante unos cuantos días para que se hincharan. Ahora solo quedaba golpear con tesón sobre ellas. La piedra ya se había resquebrajado por dentro.

Olvidándose del peligro evidente de aquel lugar, unos niños se acercaron y el aprendiz de cantero dejó el pesado instrumento a un lado. Era la hora de descansar. Aquellos curiosos debían apartarse, pero les fascinaba cada uno de los trabajos que se hacían para la ampliación de la catedral. Deseaban saber más y en el extranjero habían encontrado un ameno aliado. Les trataba con paciencia, no como los demás trabajadores que se los quitaban de encima como quien sacude un mantel lleno de migas.

-          Bueno, hoy por fin partiremos la gran piedra. Nos ha estado esperando durante mucho tiempo. Es posible que salga algo interesante de dentro.

Los niños se asomaron para ver el interior de la grieta. No se apreciaba nada, por eso, uno de ellos se atrevió a replicar.

-          Ahí no hay nada, nos quieres engañar.

-          Si tú supieras…- explicó con un gesto gracioso- dentro, en cada mitad de la piedra, hay una gárgola. Tardarán en aparecer, pero al final se animarán y subirán hasta allí arriba para veros crecer a vosotros y vuestros hijos, nietos…

-          A mí me dan miedo esos bichos–dijo una pequeña de pelo negro y sucio.

Mauro la miró con cariño. Por un momento, una imagen se atravesó en su cabeza y en sus ojos apareció una sombra de dolor, de angustia, igual que alfileres clavados en su iris. A esa sombra se añadió otra idea casi igual de triste. Muchos de aquellos niños no llegarían a cumplir ni los veinte años, arrastrados por los miles de maneras de morir en aquellos tiempos. Se rehízo al tragar saliva y aspirar aire con fuerza.

-          ¿Sabes para qué sirven las gárgolas? –no esperó la respuesta- Se ponen para alejar al demonio. Por eso son más aterradoras y horribles que él.

Algunos se rieron, pero el primer chico que preguntó volvió a la carga. Él quería llegar  a ser maestro de obra.

-          Según el cura, son las almas de los pecadores, que no llegan nunca a entrar en el cielo y menos en la catedral. Por eso son tan feos.

El obrero acarició el pelo del joven. A él le tenía especial cariño. Algunas veces le había subido a lo alto del tejado en aquellos seis meses para enseñarle toda la construcción. Le respondió al oído.

-          Puede que el cura tenga razón, Juanillo. Anda, ven conmigo. Es la hora de dejar el trabajo.

Una campana lejana corroboró sus palabras, pues tocó a misa vespertina, cuando todos los que podían dejaban sus faenas.

El aprendiz de maestro le llevó hasta el lugar donde dormía, porque vivir y comer lo hacía en la plaza. Quería enseñarle algunos secretos de la catedral que tenía guardados en el interior de aquella nave desordenada y desastrosa. Aquel lugar no se podía llamar casa y menos aún visto desde fuera, pensó Juanillo. Mauro abrió la puerta de madera y chirriaron los trozos de cuero clavados al marco que servían de bisagra. El techo de unos tres metros estaba lleno de vigas cuadradas y en ellas habitaban todas las arañas de la ciudad. Seguro que se comían unas a otras para no morir de inanición. El chico dejó de mirar hacia arriba enseguida, pues las telarañas le daban asco. Sus ojos se dirigieron hacia el fondo, hacia un jergón y unas alforjas que había tiradas en el suelo. Muy cerca, un caballo delgadísimo lamía el suelo en busca de alguna brizna de paja. La cosecha había sido otra vez mala y escasa. El animal se aproximó a su dueño con gozo, hacía lo posible por encontrar con el hocico la mano que otras veces le daba alguna golosina. Esta vez no había nada. Se dio la vuelta cabizbajo, enseñando su lomo huesudo mientras tropezaba con algunas herramientas que poblaban la superficie de la triste vivienda.

En medio de la estancia se encontraba la mesa con los dibujos y planos de la catedral. Aquellos manuscritos tenían muchos años y pertenecían a bastantes manos. Unos cuantos maestros habían iniciado y continuado la obra interminable. Siempre se podría mejorar y en ello trabajaban. Mauro se había constituido en guardián de aquel verdadero tesoro.

El chico se quedó asombrado ante el espectáculo que le ofrecía el recinto cerrado. No era muy diferente a su casa, pero él no tenía caballo dentro de ella, solo una vieja burra y una oveja. Se dirigió hacia el animal con la intención de acariciarlo, tuvo lástima de su hambre, cuando algo que colgaba de una viga de madera le dejó paralizado.

Una máscara con forma de pájaro y ojos enormes, profundos y de color rojizo le observaban. Creyó que aquel monstruo se abalanzaba sobre él. Fue una sensación tan real que se tapó la cara con los brazos para protegerse.

-          ¡Maldita sea! –gritó Mauro muy molesto cuando se dio cuenta de lo que sucedía.

Juan oyó el ruido de un golpe seco. Sin duda, su amigo se enfrentaba a aquella terrible aparición, aunque él no se atrevía a mirar qué sucedía delante de sus narices, anunciado por un torbellino de aire. Después solo hubo silencio. Sonaron otra vez las campanas a lo lejos y decidió retirar lentamente el brazo que tapaba su vista. Tenía miedo de que el monstruo hubiera acabado con el maestro. Su propio cuello encogido mientras miraba poco a poco, indicaba que esperaba de un momento a otro un golpe mortal.

Sus ojos chocaron con los de Mauro, que se movía de forma apresurada por la estancia, revolviendo un puñado de mantas viejísimas. No parecía contento.

-          ¡Debes olvidar lo que has visto! –le dijo con un tono de reproche-. Será mejor que te vayas ahora mismo. ¡Venga!

El chico corrió hacia la puerta muy dolido. No deseaba volver allí nunca más. Al final, los adultos iban a lo suyo, a sobrevivir, como todos, y él no le importaba a nadie. De eso ya se había percatado en su propia casa.

Salió a la calle a toda velocidad, como desbocado, de tal modo que casi cae a los pies de un caballo que giró a tiempo para evitarlo. El mensajero iba a la carrera en busca del señor de la ciudad. Hubiera sido un fastidio matar a aquel chiquillo que se le atravesó. Su anuncio debía llegar enseguida. Aún se podrían poner a salvo de lo que se avecinaba en los próximos tiempos.

Los cascos del animal retumbaban en el suelo. Los habitantes se quedaban extrañados ante el paso apresurado de aquel hombre desconocido al atardecer de un día de trabajo. No solían encontrarse aquellas prisas en ningún caballero. Debía suceder algo fuera de lo normal. Incluso Mauro se asomó a la puerta y olvidó a su pequeño amigo que ya había desaparecido para poner su vista en el mensajero. Una idea terrible, igual que un presagio, le vino a la cabeza, como el brillo mortal del hacha afilada de un verdugo. La movió para negarse a sí mismo la posibilidad de que aquello le alcanzara de nuevo.

Aún no lo había olvidado.

miércoles, 13 de marzo de 2024

Nuevo capítulo (II) de El cazador de la muerte negra

2 Año 1346 Caffa, colonia genovesa

Tan solo unos años antes, en la ciudad de Caffa, los genoveses intentaban sobrevivir al ataque de los tártaros. Los europeos habían llegado hasta el mar Negro en su expansión comercial y los mongoles deseaban echarlos fuera de sus tierras. Aquel lugar se mostraba propicio para el intercambio y los negocios con Asia.

Las murallas de la ciudad defendían a los genoveses del ejército del kan Jani Beg. Este pertenecía a la Horda de Oro y se desesperaba dentro de su tienda, la mayor entre todas las que poblaban la llanura. Sus generales no  podían ni siquiera dirigirle la palabra. Le tenían miedo y los gritos casi se oían en la ciudad. El cerco que comenzó hace tiempo no tenía el éxito deseado. Algunos barcos habían entrado sin problemas en el puerto de la ciudad y el abastecimiento de los genoveses aseguraba más días de asedio para los mongoles. Estaban fracasando, como ocurrió la vez anterior. Además, les había surgido un nuevo enemigo que aún no conocían los jefes de los sitiadores. Pronto lo descubrirían.

Un esclavo entró en la tienda con la cabeza agachada formando un perfecto ángulo recto, con el miedo de un pequeño animal bajo las poderosas garras de un león. El gorro lo sostenía sobre su mano temblorosa. Hablaba de forma apresurada mientras se inclinaba una y otra vez con movimientos nerviosos llenos de angustia. Sabía que su delgado cuello corría peligro, pero obedecía las órdenes de su amo, que le había obligado a estar allí. Nadie se atrevía a dar la noticia. Solo lo haría él, el más insignificante de los siervos que poblaban el campamento. Tras unos cuantos rodeos, que aún exasperaron más al gran kan, la frase salió de aquellos labios blanquecinos y asustados.

-          La muerte negra ha llegado a tu campamento, mi señor.

Jani Beg sacó su espada curvada y sin más dilación cortó la cabeza del pobre esclavo. La noticia no merecía otro premio distinto que la muerte. No era la primera vez que mataba fuera de la batalla. Muchos creían que había asesinado a sus dos hermanos mayores para lograr el poder. La sangre roja empapó el suelo y la manga del ejecutor. Los generales no se inmutaron ante la ejecución, pero sí ante el anuncio de la destrucción, de la enfermedad que no dejaba a casi nadie vivo. Alguno la había visto con anterioridad. Unas bubas negras se hinchaban en el cuello y bajo las axilas. Se extendía de un hombre a otro con rapidez y estos morían con la nariz y los dedos ennegrecidos por la gangrena. Uno de los dos soldados que protegía la entrada se palpó el cuello y se tocó la frente en busca de la fiebre mortal. Estaba temblando de miedo.

- Aprovecharemos esta desgracia –dijo el gran kan-. La maldita ciudad sufrirá nuestros propios males y será su fin.

Cuando Jani Beg salía de su tienda casi todos los tártaros del campamento lo notaban. En el aire se respiraba el terror. Sus órdenes se cumplían de inmediato y nadie se atrevía a mirar durante más de un segundo a sus ojos. El terrible jefe empujó la piel que cubría la entrada y se dirigió muy deprisa hacia el lugar donde se acomodaba a los heridos. Estaba cerca de la orilla del mar Negro. Allí circulaba la brisa y el aire húmedo ayudaba a la recuperación. También se evitaban de esa manera los malos olores de la putrefacción o la gangrena. Esas eran las indicaciones del único médico y se adecuaban a sus escasos conocimientos. No eran muchos, pero sabía hacer sangrías y torniquetes, como cualquiera que se dedicara al cuidado de los heridos. Incluso había visto en una ocasión la manera de reventar una buba pestilente. Sin embargo, al igual que casi todos los hombres, desconocía cómo se contagiaba aquel mal. Por qué a unos les tocaba el huesudo dedo de la muerte mientras que unos pocos, muy pocos, escapaban de esa señal.

Un grito le despertó de sus pensamientos. Allí, delante de él, se encontraba el kan. Su cabeza redonda y afeitada estaba roja de furia. Su respiración se entrecortaba por la prisa con la que se dirigió hacia la tienda de los enfermos, aunque de su boca salieron las palabras con rapidez y energía.

- Quiero los cadáveres que se haya llevado la muerte negra. Ya, de inmediato.

El pobre médico notó el fétido aliento de su gran jefe en la nariz. Parecía subir desde un profundo pozo negro. Sintió ganas de vomitar, pero tuvo suerte y no lo hizo. Tenía verdadero pánico a aquel hombre que disponía de la vida y de la muerte casi como ella misma. Se lo imaginó con una capa y con el rostro enjuto, como una calavera. En lugar de espada veía una gran guadaña.

- ¿Has oído? –gritó de nuevo con su arma apuntando a la cabeza del médico.

Aún no ha muerto ninguno. Quizás podríamos reventar las bubas negras y salvarlos. En una ocasión...

Jani Beg golpeó con la empuñadura de su espada el mentón del médico y este cayó al suelo. No lo hizo con demasiada fuerza pues no deseaba matarlo. Aun así, comenzó a manar sangre de su rostro amarillento. El gran kan se dio la vuelta y dio órdenes a los soldados que le seguían.

-   Coged a los enfermos y llevadlos adonde yo os diga.

Nadie se movió. Igual que buitres respetuosos y llenos de temor, esperaron que el kan olvidara de forma milagrosa la orden que había dado. Uno de ellos miró al suelo de reojo. Siete moribundos tosían y se retorcían, a la vez que tiritaban por la fiebre. Su color amarillento se mezclaba con el negro en las axilas y el cuello. El más cercano gritaba de dolor. Una de las horribles y negras pelotas reventó en ese momento. Un líquido oscuro se le derramó por el convulso pecho. El olor nauseabundo alcanzó rápidamente su nariz.

¡Cogedlos! –gritó Jani Beg mientras empujaba uno a uno a los soldados hacia dentro.

El más alejado del grupo escapó a la carrera. El gran kan tardó apenas unos segundos en preparar su arco y tensarlo con una flecha. El desertor cayó al suelo con el dardo clavado en su espalda. Algunos sintieron envidia al principio, pero esa señal bastó para que entraran bajo la lona que protegía del sol a los enfermos, como hienas que solo se dejaban llevar por su instinto de protección. Tomaron los cuerpos ennegrecidos ahuyentando los remilgos, solamente para retrasar unas horas su propio final. Y siguieron los pasos de su jefe, que ya marchaba por delante hacia la zona de retaguardia. Allí estaban las catapultas. Lanzaban una y otra vez enormes piedras que golpeaban sobre los muros o saltaban por encima de las murallas, aunque muy pocas veces.

- Esta será vuestra munición –gritó el kan tras soltar una gran risotada-. Es menos pesada y llegará a su destino con más contundencia.

Los cuerpos volaron hacia la ciudad y con ellos la terrible muerte negra. El primer enfermo votó sobre un tejado y se oyó un crujido de huesos. Quedó allí encima, expuesto al sol. Un arroyuelo de sangre corrió por entre las tejas. Después, se vertió poco a poco por la pared igual que una serpiente al acecho. La primera gota mojó la calva de un comerciante de vinos que ofrecía la mercancía bajo el dintel de su puerta. Apenas tenía género, pero lo vendía en pequeños vasos como dosis de medicina altamente curativa. Miró para arriba en busca de las nubes inexistentes. En ese momento cayó un enorme granizo. El cadáver golpeó la enorme cuba casi vacía. Las maderas saltaron en mil pedazos y el vino, junto con la sangre, dejó un charco oscuro y asqueroso en el suelo. Todos los que allí estaban corrieron despavoridos hacia sus casas. Del cielo caían muertos llenos de bultos negros y de muy mal aspecto. No conocían la enfermedad, pero casi todas resultaban mortales en aquellos tiempos.

Aquel día el enterrador tuvo trabajo. Recogió lo que quedaba de los siete cuerpos y los amontonó en una de las plazas más pequeñas. Allí ardieron sumergiendo toda la ciudad en un humo negro y maloliente de carne y pelo abrasado. Anunciaba la destrucción y todos lo intuían con total seguridad.

            En solo tres días, el comerciante de vinos se sintió mal y le dolía todo el cuerpo. Comenzó a temblar y a sentir la muerte en su frente. Pronto le saldrían aquellos bultos negros. Nadie los había visto nunca hasta aquel momento en que llovieron los cadáveres.