jueves, 19 de diciembre de 2019

COMIDAS CON RECUERDO II


ACEITE, VINAGRE Y SAL EN EL TARRO


           


Quizá las mejores evocaciones sean aquellas que nada significan o cuentan, hechos intrascendentes que no tienen valor si no es para los protagonistas y en distinta medida. Aquellos viajes en carro de madera trotón y a veces doloroso tirado por dos mulas. A la vuelta, las calabazas también votando como nosotros sobre ellas y aquella rana que escondimos al final del verano, única superviviente de un charco agotado, en el fondo del carro. No pasó la prueba de sobrevivir bajo el peso de la carga.
          Esos viajes eran a la Argamasa, tierra de mi abuelo con arroyo, llano y mínimos cerros de encinas. Del arroyo sólo recuerdo las piedras y los charcos que desecábamos para conseguir un cubo de ranas. Del llano, las calabazas grandes, redondas y blancas; las sandías que sonaban ya maduras como los golpes en la garganta; los melones de esos amarillos olorosos y los cardos borriqueros con flores purpúreas en cabezuelas terminales. También había un pozo rodeado de juncos como único oasis verde del amarillo agosto.
            Mi hermano y yo jugábamos, corríamos detrás de las perdices, cargábamos alguna calabaza de menor peso, o melón o sandía. Seguíamos a las ranas y a algún pobre pato salvaje medio extinto. Comíamos alguna zarzamora. Metíamos palos en las conejeras y esperábamos sin prisas la hora de comer bajo una de las encinas del llano. Sus ramas eran tupidas y salvaban de las peores horas del día cuando el sol reclamaba como nunca su poder perdido en los días de invierno. Hacíamos recuento de bichos conseguidos y observábamos el tarro misterioso que sobresalía siempre del mochilón de campo donde se amontonaba la comida. Aquel recipiente mágico con dos líquidos de distintos colores separados por sí mismos, uno flotaba sobre el otro. Lo agitábamos y volvía a su posición cada una de las gotas revueltas por nuestro movimiento. El proceso no tardaba en volver las cosas a su sitio. Además podíamos hacerlo una y otra vez sin que ninguna de las gotas se cansase de subir o bajar. Sabían perfectamente cuál era su lugar. Sólo la magia desaparecía cuando el abuelo, una vez cortados los pepinos, tomates y lechuga, derramaba el caldo sobre la sopera. Quedaba algún reducto aislado, flotando separadamente. El aceite y el vinagre se hermanaban a duras penas. Añadíamos después las patatas fritas, uno de los condimentos propios y raros del gazpacho de aquella zona. Esperábamos el nuevo viaje para ver otra vez el tarro mágico. Mientras, hacíamos tiempo persiguiendo a las hormigas grandes, casi gigantes y de color rojo que escalaban por la encina o descendían. No eran negras y de líneas suaves como las de la era.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Comidas con recuerdo I

Voy a poner una selección de algunos relatos que escribí hace un tiempo. al hilo de una comida aparece un recuerdo personal, a veces con tinte divertido, otras nostálgico. Os dejo el primero.


LAS CIRUELAS VERDES


El día de todos los Santos salíamos de Calbote, quizá fuera una costumbre ancestral o de pocos años ha, sin embargo, se olvidaba su origen en nuestro escaso tiempo de edad y muy seguramente se trataba de una práctica anterior a nuestro nacimiento. Todos los años queríamos y teníamos como objetivo alcanzar los Riscos Altos, sierra de Altamira para los mapas. Llevaba al menos una jornada subir y bajar, eso sí, si no olvidábamos nuestra meta por el camino y comenzábamos a jugar de forma irregular al principio y constante y en un lugar fijo al final. Algunas veces no pasábamos del depósito de agua donde aún flotaban las olivas y no se atisbaba ni media cuesta o algún castaño o nogal que justificase la subida a la sierra. Era la otra finalidad de la excursión, coger frutos secos.

Un año, todos estábamos seguros de que ya éramos lo suficientemente mayores y maduros para no sucumbir en el camino ante los encantos de cualquier entretenimiento. No era el día de los Santos, sino verano, principio o final, no recuerdo, sólo sé que las ciruelas aún estaban verdes. Superamos el depósito de agua, blanco calafeteado, a unos quinientos metros del pueblo, los olivares, llegamos a los primeros pinos, la primera huerta. Alguien dijo que merecíamos un descanso y tuvimos que votar. Algunos dudaban de que aquella parada fuera momentánea. Nos convenció un ciruelo. Sus frutos aún verdes parecían irresistibles ante el paso apresurado de la media mañana. Algunos trepamos y recogimos lo que nunca pensábamos que fuera de otra persona sino de aquella que lo recolectara, es decir, nosotros. Comimos y comimos, diez, algunos doce o trece. Era la hora de partir y así lo hicimos. Poco tiempo pasó y la sed nos devoraba. Sólo uno de nosotros, siempre el mismo, el más precavido llevaba su cantimplora de hojalata repleta de agua. Hubo algunos intentos de que la compartiera, pero era realmente precavido y no sería suficiente para nosotros y él. Siempre acabábamos resolviendo la situación con maniobras de entretenimiento y acción por detrás. La cantimplora no duró ni para los que se dedicaron a entretenerlo. Allí nos la bebimos los que actuamos. Si hubiera compartido a lo mejor hubiera podido beber un trago. Fue el primero en abandonar la misión de escalada a los Riscos altos. Sin agua él no seguía, además, estaba ligeramente mosqueado. Le vimos desaparecer cuesta abajo en la primera curva del camino.

Ahora ya lo sabemos, pero en aquella época no. Sin duda, gracias a la experiencia, no se nos olvidará. No es conveniente beber agua tras una gran ingesta de ciruelas verdes. Todo se licua en el estómago y las paradas se hacen cada dos o tres minutos para desaguar. Nuestro destino, una vez más, era inalcanzable. Sólo los que no bebieron agua se encontraban mejor, algo mejor solamente, pues tenían bastante sed. Parecía que no podía suceder nada más pero no era cierto. Apareció un señor que no estaba muy conforme con que uno de nosotros desaguara cerca de él lo que había sido suyo y debía madurar aún en su huerta. Blandía la garrota y la hacía girar sobre su cabeza. Fue la segunda baja del día pues todos salimos corriendo como si necesitáramos descargar en lugar seguro, es decir, nuestra casa, lo que habíamos sustraído. Tardamos muy poco en llegar al pueblo, y eso que parecía que estábamos por fin muy cerca de nuestro destino final. Algún día lo conseguiremos.