ACEITE, VINAGRE Y SAL EN EL TARRO
Quizá las mejores evocaciones sean
aquellas que nada significan o cuentan, hechos intrascendentes que no tienen
valor si no es para los protagonistas y en distinta medida. Aquellos viajes en
carro de madera trotón y a veces doloroso tirado por dos mulas. A la vuelta,
las calabazas también votando como nosotros sobre ellas y aquella rana que
escondimos al final del verano, única superviviente de un charco agotado, en el
fondo del carro. No pasó la prueba de sobrevivir bajo el peso de la carga.
Esos viajes eran
a la Argamasa, tierra de mi abuelo con arroyo, llano y mínimos cerros de
encinas. Del arroyo sólo recuerdo las piedras y los charcos que desecábamos
para conseguir un cubo de ranas. Del llano, las calabazas grandes, redondas y
blancas; las sandías que sonaban ya maduras como los golpes en la garganta; los
melones de esos amarillos olorosos y los cardos borriqueros con flores
purpúreas en cabezuelas terminales. También había un pozo rodeado de juncos
como único oasis verde del amarillo agosto.
Mi hermano y yo jugábamos, corríamos
detrás de las perdices, cargábamos alguna calabaza de menor peso, o melón o
sandía. Seguíamos a las ranas y a algún pobre pato salvaje medio extinto.
Comíamos alguna zarzamora. Metíamos palos en las conejeras y esperábamos sin prisas
la hora de comer bajo una de las encinas del llano. Sus ramas eran tupidas y
salvaban de las peores horas del día cuando el sol reclamaba como nunca su
poder perdido en los días de invierno. Hacíamos recuento de bichos conseguidos
y observábamos el tarro misterioso que sobresalía siempre del mochilón de campo
donde se amontonaba la comida. Aquel recipiente mágico con dos líquidos de
distintos colores separados por sí mismos, uno flotaba sobre el otro. Lo
agitábamos y volvía a su posición cada una de las gotas revueltas por nuestro
movimiento. El proceso no tardaba en volver las cosas a su sitio. Además
podíamos hacerlo una y otra vez sin que ninguna de las gotas se cansase de
subir o bajar. Sabían perfectamente cuál era su lugar. Sólo la magia desaparecía
cuando el abuelo, una vez cortados los pepinos, tomates y lechuga, derramaba el
caldo sobre la sopera. Quedaba algún reducto aislado, flotando separadamente.
El aceite y el vinagre se hermanaban a duras penas. Añadíamos después las
patatas fritas, uno de los condimentos propios y raros del gazpacho de aquella
zona. Esperábamos el nuevo viaje para ver otra vez el tarro mágico. Mientras,
hacíamos tiempo persiguiendo a las hormigas grandes, casi gigantes y de color
rojo que escalaban por la encina o descendían. No eran negras y de líneas
suaves como las de la era.
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