Un lujo, eso es lo primero que me viene a la cabeza recordando algunos cumpleaños de amigos infantiles. Eran escasos, claro. Antes no cumplíamos años con tanta frecuencia como ahora, mejor dicho, no se celebraban anualmente. Mucho ánimo económico era necesario por parte de los padres, tanto de los celebrantes como de los invitados, aunque el regalo era algo del todo prescindible. Hasta con cinco grapadoras menudas me junté una vez que mis padres se decidieron a celebrar mi cumpleaños y el de mi hermano a la vez. Ellos tenían suerte pues apenas un año y cinco días nos separaba el tiempo.
Los refrescos eran el plato fuerte. Aquellos gases burbujeantes rozaban
nuestros gaznates algún domingo con una Fanta para dos o el día de un
cumpleaños. Recuerdo los vasos de plástico de los cumpleaños de mis primos.
Tenían, también de plástico y formando parte de la estructura vasal, una pajita
mordida por el paso de los niños que conduraba el líquido azucarado de la
Coca-Cola. Lo mejor llegaba después, cuando el primero de los expertos en
celebraciones iniciaba el rito inexcusable de untar las patatas fritas en el
vaso. Las burbujas quedaban adheridas para nuestra mejor observación. Tras el
ritual comenzábamos a tirarnos todo aquello que éramos incapaces ya de digerir.
Era el anuncio del final de ese cumpleaños y el de los próximos cuatro del
pobre celebrante.
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