Las medicinas del ejército lo curan todo, además, en décimas de segundo.
Llevábamos allí, fuera de casa,
poco tiempo. Apenas un par de meses. Todavía algunos esperaban contra toda
esperanza que sus alegaciones de retorno fueran escuchadas. Las más comunes
eran por exceso de peso o por falta de altura. Aquellos vivían sus días
paseando por las mañanas hacia el dispensario, donde eran pesados y medidos, y
las tardes intentando engordar o recogerse los bajos de los pantalones gigantes
de la manera más digna posible. Hasta siete vueltas conseguía uno hacia arriba
para rematar el apaño con un imperdible en cada pata. Pretendía no pisar sus
propios pantalones al andar. He de reconocer que todos teníamos envidia de
ellos, no trabajaban en el cuartel y aún conservaban cierta ilusión por acabar
su mili antes de tiempo.
Uno de aquellos con exceso de
peso resultaba de trato simpático, rubio y con la cabeza achatada, poco
proporcionada con el resto del cuerpo, llegaba al límite de lo permitido, solía
sentarse en el comedor y devorar todo lo que pillaba. Yo, lleno de
misericordia, le pasaba mis salsas para que terminara con ellas untando todo el
pan posible. Antes de terminar de limpiar todos nuestros platos añadía su ya
célebre frase. “No sé, pero no lo consigo”.
Una noche, como tantas otras,
después de cenar, allí estábamos frente a la batería, en formación, esperando
ser contados y repasados por el cabo cuartel. Después nos leía la minuta y los
servicios. Allí apareció por primera vez y sin que ninguno de nosotros se
percatara el plato que nunca olvidaré: pollo a la moruna, muy típico para
recordarnos el lugar donde nos hallábamos.
Sólo a la mañana siguiente el
pollo comenzó a surtir efecto, el estómago no podía más, la formación se fue
deshaciendo buscando el baño del fondo de la batería. Corríamos de forma
atropellada y por unos momentos no se respetaban ni las más estrictas normas
acerca del uso preeminente por parte de los “abuelos”, es decir por los que
llevaban más tiempo en el ejército. El sargento intentó poner orden aunque
pronto se vio desbordado por los hechos, bastantes nos encontrábamos
intoxicados sin remedio. La enfermería se llenó, allí encontré, tumbado en una
camilla a mi amigo el rubio, su cara lo decía todo, “maldito pollo a la
moruna”. Pronto una ambulancia se lo llevó al hospital. Los demás nos
conformamos con unas pastillas que debíamos tomar cada seis horas. La primera
la tomé en la litera. Antes sin embargo, de que hiciera efecto, tuve que ir a
evacuar lo que ya no quedaba. Ni las circunstancias más adversas cambian las
reglas. El cuarto de baño de la batería estaba cerrado, tal era la norma,
mientras la instrucción matinal. Tuve que salir a pesar de los consejos de los
demás convalecientes. Nadie podía andar por el cuartel a su aire. Conseguí llegar
escondido hasta la parte alta de los barracones. Me agaché de dolor y por la
necesidad de no ser descubierto más de una vez. Corrí ya sin esperanza de
acabar limpiamente mi excursión a través de los antiguos cañones ya
inutilizados, el mejor chatarrero hubiera deseado estar allí. Me agaché por
última vez y sentí un alivio que bien hubiera valido cualquier arresto.
Abandoné el lugar del crimen con más miedo, una vez remediado mi problema. Poco
tardé sin embargo en llegar a mi litera y abandonarme en un sueño reparador. A
las seis horas, como un reloj, desperté para tomar la segunda pastilla. Así
sucesivamente hasta que llegué a la cuarta y decidí leer la composición de
aquel elemento soporífero antes de perder la conciencia de nuevo. Sí, aquello
consistía en varios elementos que provocaban un sueño ineludible, qué mejor
forma para evitar ir al servicio que la falta de entendimiento.
Pasados unos días los
convalecientes, reintegrados de nuevo a la vida militar, esperábamos con
ansiedad alguna noticia de nuestro amigo el rubio. Estaba con suero en el
hospital y tuvo que pasar casi un mes hasta que le vimos el pelo. Allí bajó de
la ambulancia un nuevo personaje, estilizado, tan alto como antes. Su peso
había bajado increíblemente. Así, no sólo tuvo que terminar el servicio militar
completo, sino que además acabó en el cuerpo de zapadores, aquellos que
desfilaban elegantemente por delante del resto, moviendo su cetme, haciéndolo
bailar sobre sus cabezas. Eran los elegidos por su altura y elegancia. Seguro que
su madre estaba muy orgulloso de él. No hay nada como el pollo a la moruna para
recuperar la figura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario