martes, 3 de marzo de 2020

Comidas con recuerdo X

POLLO A LA MORUNA

Las medicinas del ejército lo curan todo, además, en décimas de segundo.

Llevábamos allí, fuera de casa, poco tiempo. Apenas un par de meses. Todavía algunos esperaban contra toda esperanza que sus alegaciones de retorno fueran escuchadas. Las más comunes eran por exceso de peso o por falta de altura. Aquellos vivían sus días paseando por las mañanas hacia el dispensario, donde eran pesados y medidos, y las tardes intentando engordar o recogerse los bajos de los pantalones gigantes de la manera más digna posible. Hasta siete vueltas conseguía uno hacia arriba para rematar el apaño con un imperdible en cada pata. Pretendía no pisar sus propios pantalones al andar. He de reconocer que todos teníamos envidia de ellos, no trabajaban en el cuartel y aún conservaban cierta ilusión por acabar su mili antes de tiempo.

Uno de aquellos con exceso de peso resultaba de trato simpático, rubio y con la cabeza achatada, poco proporcionada con el resto del cuerpo, llegaba al límite de lo permitido, solía sentarse en el comedor y devorar todo lo que pillaba. Yo, lleno de misericordia, le pasaba mis salsas para que terminara con ellas untando todo el pan posible. Antes de terminar de limpiar todos nuestros platos añadía su ya célebre frase. “No sé, pero no lo consigo”.

Una noche, como tantas otras, después de cenar, allí estábamos frente a la batería, en formación, esperando ser contados y repasados por el cabo cuartel. Después nos leía la minuta y los servicios. Allí apareció por primera vez y sin que ninguno de nosotros se percatara el plato que nunca olvidaré: pollo a la moruna, muy típico para recordarnos el lugar donde nos hallábamos.

            Nunca lo había probado y sólo lo volví a hacer en otra ocasión, pasados los años, y por hacer gusto a un gran amigo amante de las lenguas árabes. No estaba malo, la grasa rebosaba por aquellos muslos y caía en grandes gotas sobre el plato, hasta salpicaba el traje militar que absorbía toda la suciedad en cuestión de segundos. Mi amigo el rubio se bebía uno y otro recipiente culinario sin prisas. Pensábamos que de esta no pasaba, sobrepasaría el peso fijado y sería el día siguiente cuando le dijéramos adiós para siempre. La tarde terminó pasando con la instrucción en los cañones, uno de los peores momentos dado el peso de estos y la necesidad de sujetar sus barras enormes antes de que te cayeran en la cabeza en su despliegue, lanzadas por uno de los viejos del de lugar.

Sólo a la mañana siguiente el pollo comenzó a surtir efecto, el estómago no podía más, la formación se fue deshaciendo buscando el baño del fondo de la batería. Corríamos de forma atropellada y por unos momentos no se respetaban ni las más estrictas normas acerca del uso preeminente por parte de los “abuelos”, es decir por los que llevaban más tiempo en el ejército. El sargento intentó poner orden aunque pronto se vio desbordado por los hechos, bastantes nos encontrábamos intoxicados sin remedio. La enfermería se llenó, allí encontré, tumbado en una camilla a mi amigo el rubio, su cara lo decía todo, “maldito pollo a la moruna”. Pronto una ambulancia se lo llevó al hospital. Los demás nos conformamos con unas pastillas que debíamos tomar cada seis horas. La primera la tomé en la litera. Antes sin embargo, de que hiciera efecto, tuve que ir a evacuar lo que ya no quedaba. Ni las circunstancias más adversas cambian las reglas. El cuarto de baño de la batería estaba cerrado, tal era la norma, mientras la instrucción matinal. Tuve que salir a pesar de los consejos de los demás convalecientes. Nadie podía andar por el cuartel a su aire. Conseguí llegar escondido hasta la parte alta de los barracones. Me agaché de dolor y por la necesidad de no ser descubierto más de una vez. Corrí ya sin esperanza de acabar limpiamente mi excursión a través de los antiguos cañones ya inutilizados, el mejor chatarrero hubiera deseado estar allí. Me agaché por última vez y sentí un alivio que bien hubiera valido cualquier arresto. Abandoné el lugar del crimen con más miedo, una vez remediado mi problema. Poco tardé sin embargo en llegar a mi litera y abandonarme en un sueño reparador. A las seis horas, como un reloj, desperté para tomar la segunda pastilla. Así sucesivamente hasta que llegué a la cuarta y decidí leer la composición de aquel elemento soporífero antes de perder la conciencia de nuevo. Sí, aquello consistía en varios elementos que provocaban un sueño ineludible, qué mejor forma para evitar ir al servicio que la falta de entendimiento.

Pasados unos días los convalecientes, reintegrados de nuevo a la vida militar, esperábamos con ansiedad alguna noticia de nuestro amigo el rubio. Estaba con suero en el hospital y tuvo que pasar casi un mes hasta que le vimos el pelo. Allí bajó de la ambulancia un nuevo personaje, estilizado, tan alto como antes. Su peso había bajado increíblemente. Así, no sólo tuvo que terminar el servicio militar completo, sino que además acabó en el cuerpo de zapadores, aquellos que desfilaban elegantemente por delante del resto, moviendo su cetme, haciéndolo bailar sobre sus cabezas. Eran los elegidos por su altura y elegancia. Seguro que su madre estaba muy orgulloso de él. No hay nada como el pollo a la moruna para recuperar la figura.

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