Si alguien se pregunta si es
posible que una zapatilla verde pase a ser naranja para siempre, le puedo
contestar sin ninguna duda que eso es posible.
Uno de los peores servicios que
te podía tocar era el de cocina. Aquel día por la noche el cabo furrier leyó mi
nombre y el de otros de la batería. Por la mañana debíamos acercarnos a la
cocina, muy temprano, antes que nadie nos levantaríamos para preparar el
desayuno, al servicio de los peores veteranos. Nos colocamos nuestro chándal del
ejército y allí entramos todavía cuando era de noche. Comenzamos a comentar
entre nosotros los aparatos culinarios, unas cacerolas donde cabíamos por
completo, tipo poblado caníbal. Allí movíamos con cucharones también enormes la
leche que se iba calentando con ese cacao instantáneo de olor tan
característico. La mañana acabó limpiando esas cacerolas, las bandejas, lavando
de todo durante unas tres horas. Comenzaba el trabajo de la comida.
Nos ordenaron a unos cuantos
descargar un camión que llegaba por la puerta de atrás. Comenzamos a descargar
una y otra bandeja de croquetas congeladas. Mi espalda no podía más. Las
metíamos en un macro frigorífico y allí fue donde una de las cajas cayó al
suelo. Unos palees de madera protegían el suelo y entre sus tablas fueron
rodando las croquetas hasta que caían por entre sus ranuras. Quizá el motivo
del sobresuelo era la suciedad del de abajo y el ahorro de limpiarlo. Mi
compañero, el de la gran hazaña de esparcir no sé cuantas croquetas, me miró
con aire interrogativo. Ante la difícil misión de elegir entre un arresto y la
futura salud de los demás habitantes de aquel microcosmos, salió ganando la
mayor posibilidad de que sucediera lo primero a al menor de que sucediera lo
segundo. Nuestros largos dedos fueron atrapando el cuerpo del delito entre las
finas ranuras, a toda velocidad. Recogimos las que estaban visibles y la
bandeja medio vacía fue a parar debajo de otras tres, ocultando las pruebas.
Habíamos salido de ésta, pero aún nos quedaban más pruebas.
Poco después me encontraba
repartiendo el bacalao a la vizcaína. Un cazo, dos cazos...no paraban de pasar
con sus bandejas. El madrugón comenzaba a afectarme, aún no habíamos comido,
nuestro turno era el de después de todos. Un cazo de bacalao falló su destino y
cayó en una de mis zapatillas verdes del ejército, de ese verde ejército. Ante
mis ojos, cada vez que conseguía mirar hacia esa zapatilla, su color iba
variando hacia un naranja que ni siquiera era el color de la salsa del bacalao.
Se estaba produciendo un prodigio nuca visto, el color verde del ejército,
mezclado con la salsa del bacalao producía un naranja digno de la mezcla de un
gran pintor, digno de su paleta. Si a alguien le interesa el dato, nunca fue
posible, ni con el mejor detergente, que ese color abandonara mi zapatilla;
así, el resto de la mili tuve una zapatilla naranja y otra verde.
Por fin comimos y desgraciado
el momento en el que lo hicimos. Cuando creíamos que comenzaba un breve pero
fructífero periodo de descanso tras la comida, nos llamaron para la peor de las
labores. Debíamos tirar los cubos de basura, grandes y enormes, llenos de
bacalao y demás restos de la tropa. Los debíamos cargarlos en los cubos, ni
siquiera, gracias a Dios, debíamos descargarlos. Nos organizamos en parejas de
trabajo y cada uno agarraba de un asa. Pesaban casi más que el olor que
emanaban. Mi compañero de fatigas comenzó a ponerse de un color blanco aguado,
en contraste con el negro del cubo. Comenzó al instante a desaguar más bacalao,
esta vez por la boca. Yo aguanté algún atisbo de seguir los pasos de mi
acompañante. Tuve suerte, sin pareja dejé de cargar, incluso conseguí, casi sin
ser visto, alejarme lo suficiente de la escena para no seguir exhalando
aquellos vapores mortales.
Aquello acabó cerca de las 12
de la noche, un brigada tuvo compasión de nosotros y nos mandó a dormir, creo
que no me quité ni las zapatillas de doble color para meterme en la cama.
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