miércoles, 20 de marzo de 2024

 


Capítulo III El cazador de la muerte negra.

3 Septiembre del año 1361. Burgos

La plaza seguía igual de sucia y apenas pasaban los habitantes por ella. Casi todos daban rodeos por las callejuelas colindantes para evitarla. No era agradable el ruido de los instrumentos o los gritos de los obreros. Incluso se convertía en peligroso para quien no estuviera  acostumbrado a los movimientos de andamios, piedras que rodaban sobre troncos redondos que a veces saltaban por el aire, pues se detenían con brusquedad ante algún obstáculo. Si los accidentes constituían un verdadero problema para los propios trabajadores, más aún para los curiosos. Apenas había culto en la catedral y las otras iglesias se llenaban de fieles.

Entre todo aquel tumulto de materiales y hombres, Mauro golpeaba un bloque de piedra con una enorme maza de hierro. Las grises astillas saltaban y rebotaban sobre el grueso mandil de cuero que le protegía. La peor parte se la llevaban los ojos en muchos casos y había bastantes picapedreros ciegos. Otros perdían algún dedo por aplastamiento. Él se protegía como podía. A veces entornaba los ojos, a veces miraba a un lado soltando golpes imprecisos al vacío. Pretendía partir el gran bloque en dos partes. Para ello, había introducido unas cuñas de madera gracias a unos escoplos hechos con anterioridad. Después las había regado durante unos cuantos días para que se hincharan. Ahora solo quedaba golpear con tesón sobre ellas. La piedra ya se había resquebrajado por dentro.

Olvidándose del peligro evidente de aquel lugar, unos niños se acercaron y el aprendiz de cantero dejó el pesado instrumento a un lado. Era la hora de descansar. Aquellos curiosos debían apartarse, pero les fascinaba cada uno de los trabajos que se hacían para la ampliación de la catedral. Deseaban saber más y en el extranjero habían encontrado un ameno aliado. Les trataba con paciencia, no como los demás trabajadores que se los quitaban de encima como quien sacude un mantel lleno de migas.

-          Bueno, hoy por fin partiremos la gran piedra. Nos ha estado esperando durante mucho tiempo. Es posible que salga algo interesante de dentro.

Los niños se asomaron para ver el interior de la grieta. No se apreciaba nada, por eso, uno de ellos se atrevió a replicar.

-          Ahí no hay nada, nos quieres engañar.

-          Si tú supieras…- explicó con un gesto gracioso- dentro, en cada mitad de la piedra, hay una gárgola. Tardarán en aparecer, pero al final se animarán y subirán hasta allí arriba para veros crecer a vosotros y vuestros hijos, nietos…

-          A mí me dan miedo esos bichos–dijo una pequeña de pelo negro y sucio.

Mauro la miró con cariño. Por un momento, una imagen se atravesó en su cabeza y en sus ojos apareció una sombra de dolor, de angustia, igual que alfileres clavados en su iris. A esa sombra se añadió otra idea casi igual de triste. Muchos de aquellos niños no llegarían a cumplir ni los veinte años, arrastrados por los miles de maneras de morir en aquellos tiempos. Se rehízo al tragar saliva y aspirar aire con fuerza.

-          ¿Sabes para qué sirven las gárgolas? –no esperó la respuesta- Se ponen para alejar al demonio. Por eso son más aterradoras y horribles que él.

Algunos se rieron, pero el primer chico que preguntó volvió a la carga. Él quería llegar  a ser maestro de obra.

-          Según el cura, son las almas de los pecadores, que no llegan nunca a entrar en el cielo y menos en la catedral. Por eso son tan feos.

El obrero acarició el pelo del joven. A él le tenía especial cariño. Algunas veces le había subido a lo alto del tejado en aquellos seis meses para enseñarle toda la construcción. Le respondió al oído.

-          Puede que el cura tenga razón, Juanillo. Anda, ven conmigo. Es la hora de dejar el trabajo.

Una campana lejana corroboró sus palabras, pues tocó a misa vespertina, cuando todos los que podían dejaban sus faenas.

El aprendiz de maestro le llevó hasta el lugar donde dormía, porque vivir y comer lo hacía en la plaza. Quería enseñarle algunos secretos de la catedral que tenía guardados en el interior de aquella nave desordenada y desastrosa. Aquel lugar no se podía llamar casa y menos aún visto desde fuera, pensó Juanillo. Mauro abrió la puerta de madera y chirriaron los trozos de cuero clavados al marco que servían de bisagra. El techo de unos tres metros estaba lleno de vigas cuadradas y en ellas habitaban todas las arañas de la ciudad. Seguro que se comían unas a otras para no morir de inanición. El chico dejó de mirar hacia arriba enseguida, pues las telarañas le daban asco. Sus ojos se dirigieron hacia el fondo, hacia un jergón y unas alforjas que había tiradas en el suelo. Muy cerca, un caballo delgadísimo lamía el suelo en busca de alguna brizna de paja. La cosecha había sido otra vez mala y escasa. El animal se aproximó a su dueño con gozo, hacía lo posible por encontrar con el hocico la mano que otras veces le daba alguna golosina. Esta vez no había nada. Se dio la vuelta cabizbajo, enseñando su lomo huesudo mientras tropezaba con algunas herramientas que poblaban la superficie de la triste vivienda.

En medio de la estancia se encontraba la mesa con los dibujos y planos de la catedral. Aquellos manuscritos tenían muchos años y pertenecían a bastantes manos. Unos cuantos maestros habían iniciado y continuado la obra interminable. Siempre se podría mejorar y en ello trabajaban. Mauro se había constituido en guardián de aquel verdadero tesoro.

El chico se quedó asombrado ante el espectáculo que le ofrecía el recinto cerrado. No era muy diferente a su casa, pero él no tenía caballo dentro de ella, solo una vieja burra y una oveja. Se dirigió hacia el animal con la intención de acariciarlo, tuvo lástima de su hambre, cuando algo que colgaba de una viga de madera le dejó paralizado.

Una máscara con forma de pájaro y ojos enormes, profundos y de color rojizo le observaban. Creyó que aquel monstruo se abalanzaba sobre él. Fue una sensación tan real que se tapó la cara con los brazos para protegerse.

-          ¡Maldita sea! –gritó Mauro muy molesto cuando se dio cuenta de lo que sucedía.

Juan oyó el ruido de un golpe seco. Sin duda, su amigo se enfrentaba a aquella terrible aparición, aunque él no se atrevía a mirar qué sucedía delante de sus narices, anunciado por un torbellino de aire. Después solo hubo silencio. Sonaron otra vez las campanas a lo lejos y decidió retirar lentamente el brazo que tapaba su vista. Tenía miedo de que el monstruo hubiera acabado con el maestro. Su propio cuello encogido mientras miraba poco a poco, indicaba que esperaba de un momento a otro un golpe mortal.

Sus ojos chocaron con los de Mauro, que se movía de forma apresurada por la estancia, revolviendo un puñado de mantas viejísimas. No parecía contento.

-          ¡Debes olvidar lo que has visto! –le dijo con un tono de reproche-. Será mejor que te vayas ahora mismo. ¡Venga!

El chico corrió hacia la puerta muy dolido. No deseaba volver allí nunca más. Al final, los adultos iban a lo suyo, a sobrevivir, como todos, y él no le importaba a nadie. De eso ya se había percatado en su propia casa.

Salió a la calle a toda velocidad, como desbocado, de tal modo que casi cae a los pies de un caballo que giró a tiempo para evitarlo. El mensajero iba a la carrera en busca del señor de la ciudad. Hubiera sido un fastidio matar a aquel chiquillo que se le atravesó. Su anuncio debía llegar enseguida. Aún se podrían poner a salvo de lo que se avecinaba en los próximos tiempos.

Los cascos del animal retumbaban en el suelo. Los habitantes se quedaban extrañados ante el paso apresurado de aquel hombre desconocido al atardecer de un día de trabajo. No solían encontrarse aquellas prisas en ningún caballero. Debía suceder algo fuera de lo normal. Incluso Mauro se asomó a la puerta y olvidó a su pequeño amigo que ya había desaparecido para poner su vista en el mensajero. Una idea terrible, igual que un presagio, le vino a la cabeza, como el brillo mortal del hacha afilada de un verdugo. La movió para negarse a sí mismo la posibilidad de que aquello le alcanzara de nuevo.

Aún no lo había olvidado.

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