miércoles, 3 de abril de 2024


 CAPÍTULO IV el cazador de la muerte negra. Nueva entrega

Año 1347 Constantinopla

Al puerto de Constantinopla llegaban barcos de todas las procedencias posibles. El movimiento continuo apenas permitía que los esclavos descansaran en todo el día. Alguno moría entre la vorágine de los grandes fardos que contenían trigo, telas, o bajo el peso del marfil y de las piedras de las canteras que colgaban de las grúas de madera. A veces cedían las cuerdas tras tanto trabajo. No era como en los antiguos tiempos, pero el dinero todavía se movía de una mano a otra con rapidez.

A un lado del puerto natural, llamado desde siempre el cuerno de oro, se encontraba la ciudad vieja, completamente amurallada. Había resistido a varias enfermedades, sobre todo mil años antes, cuando la peste casi terminó con la ciudad, pero también a ataques de numerosos pueblos, incluso al paso del tiempo. Las enormes cúpulas de las iglesias y los edificios públicos hablaban de un lugar especial, único, lleno de historia en cada esquina.

La procedencia de las naves era variada; desde el Mediterráneo, llegaban de Venecia, Génova o desde el Mar Negro por la otra parte del estrecho del Bósforo. La mayoría de las veces solo se trataba de una escala, pero también servía como negocio para los comerciantes. Desde hacía tiempo se colocó una cadena que protegía el estuario. Permanecía siempre sumergida y solo se tensaba cuando se acercaba algún enemigo. Por suerte, aquello llevaba algún tiempo sin suceder.

Pero aquel día de primavera de 1347, a media tarde, cuando el sol estaba a punto de quemar el agua, se avistaron a lo lejos tres barcos procedentes de Caffa, la bandera así lo señalaba. El último de ellos estaba atado al segundo y claramente iba a la deriva, sin mando. Eso fue lo primero que miró el vigía del puerto, si había alguien en el timón. Nadie. Después, dirigió su vista hacia la cubierta. La tripulación parecía dormida sobre la borda. No había ningún movimiento. El hombre se secó el sudor de la frente y volvió a echar un vistazo. El barco ya se había acercado demasiado y distinguió enseguida los cuerpos ennegrecidos. En un instante se precipitó sobre el cuerno que tenía al lado. Casi se cae desde el faro. Estaba nervioso. Había oído muchas historias sobre la muerte negra. Habían pasado muchísimos años, siglos, pero aún se hablaba de ella con temor. Dejó una gran huella en aquella ciudad. Tocó tres veces casi sin pausa entre cada una de ellas. Alarma total sin lugar a dudas.

Apenas acabó de retumbar el agudo sonido sobre la ciudad, cuando comenzó otro canto. Una gigantesca cadena se elevó de debajo del mar enseguida que fue tensada. Quedó extendida en la entrada del puerto para evitar que alguien entrara. A la vez, numerosas barcazas con hombres armados y antorchas atadas en la borda, se dirigieron hacia los tres barcos que estaban a punto de llegar. Los soldados llevaban antorchas en sus manos. Sabían muy bien qué debían hacer. Aun así, también tenían los nervios a flor de piel. El guía de la primera embarcación miraba una y otra vez al navío fantasma, como si en cualquier momento aquellos cadáveres fueran a saltar por la borda encima de ellos. Un aire fétido, donde se mezclaba el vinagre y la putrefacción, se sobrepuso al olor salado del mar. Allí había anidado la muerte hacía tiempo.

Llegaron a la altura del primer barco. Un hombre desgreñado y con un vestido de buena seda, aunque arrugado y con jirones en las mangas, le hizo señas al guía. Este maldijo su suerte. Llevaba pocos días en el cargo de oficial del puerto y le faltaba la experiencia que tenían sus compañeros de expedición. Le observaban y notó la animadversión que desprendían sus miradas llenas de envidia. Todo porque tenía familia lejana en el castillo y le hicieron un favor con aquel maldito nombramiento. Se tocó la capa nueva que lo arropaba con las yemas de los dedos. Aún no se había manchado ni de agua del mar ni de aceite y su tacto suave le tranquilizaba.

-          ¿Qué sucede, viejo mercader? –gritó con energía.

-          Buscamos cobijo, nada más. El otro barco es mío y deseo enterrar a los muertos para buscar nueva tripulación. Ha habido una enfermedad, pero ya está todo resuelto.

La ciudad no estaba en muy buena posición. Los otomanos apretaban cada vez más y las luchas internas debilitaban a todos los nobles. Las tierras tampoco daban mucha cosecha con el frío de los últimos años. El joven guía se preguntó si podrían permitirse alejar de allí a los mercaderes y perder un buen negocio. Incluso algunos habitantes encontrarían trabajo en aquel formidable barco ahora vacío y a la deriva.

-          ¿Qué mercancía llevas? –preguntó para alargar la hora de su decisión.

-          Telas finas y preciosas. Podría daros algunas –el mercader temía lo peor y quiso comprar la voluntad del novato oficial.

Aquel hombre taimado, vestido de telas de seda y acostumbrado a negociar no se había repuesto de la fatalidad que acechó a sus tres barcos. Cuando murieron los primeros marineros, dejó que todos los hombres de la nave infectada murieran poco a poco. Desde el barco fantasma, algunos se arrojaron en busca de salvación, pero las otras dos tripulaciones, aún sanas, se defendieron para que no subieran con ellos. Ni siquiera se atrevieron a arrojar los cadáveres al mar cuando ya no quedó nadie vivo. Eso detendría la muerte negra y el contagio a otros marineros. El mercader pensaba que en el puerto lo harían los esclavos por muy poco dinero y de ningún modo iba a renunciar a la mercancía que trasportaban los muertos y mucho menos al barco.

El joven miró a sus soldados. Necesitaba escrutar en sus ojos la respuesta. No había forma, no adivinaba la solución, solo había desdén y rencor por su buen sueldo. Hasta él llegaron las otras barcazas. Por un instante, vio la imagen de sus subordinados con pústulas negras en el cuello y con un brillo mortal en la frente, tal y como le había descrito su abuela a los enfermos de años atrás. Pero podría ganar mucho dinero con las telas que le ofrecía el mercader. El mar se movía de un lado a otro igual que sus pensamientos. Dudó hasta que las historias del pasado le devolvieron al presente.

-          ¡Quemad el barco abandonado!–ordenó sin más contemplaciones.

-          ¡No! –gritó el dueño sin ninguna esperanza.

Los remos golpearon el mar con furia. Había acertado, pues hubo un alarido de júbilo entre los hombres. Sin más dilación, se arrimaron al buque fantasma y lanzaron las antorchas que iluminaban la tarde noche. Aún se oyeron voces con escasa fuerza encima de la cubierta. Quedaba algún moribundo, pero pronto estaría muerto. El fuego se apoderó de la parte de debajo de las velas y subieron con hambre hasta la punta del palo mayor. El viento echó una mano para que la gigantesca hoguera se devorara a sí misma. Parecía el amanecer de un nuevo día en medio de la noche.

Bajo el crepitar de las llamas y los alaridos afónicos del mercader, comenzó a oírse un murmullo estridente y molesto, como de cadenas destempladas. Cada vez sonaba más fuerte, como si aún quedara alguien con vida en el barco. Un ejército de soldados desconocidos aparecería por las troneras de la nave, no había duda por el ruido que crecía y aumentaba anunciando una feroz batalla. Los remeros de las barcazas prepararon sus flechas rodeados de un miedo tembloroso. El guía levantó la mano para dar orden de disparar si era necesario, que seguro que lo era. También el temor inundaba su cabeza. Quizás los fantasmas de los muertos buscaban vengarse de los vivos que les mandaban a aquel infierno de llamas.

Una rata negra saltó por una tronera y alcanzó una barcaza. El guía mandó a los arqueros disparar sobre los diminutos blancos erizados y rabiosos. Los malditos animales abandonaban la nave y buscaban salvar desesperadamente la vida. Al menos había unas cien. La lluvia de flechas no hacía nada y la situación empeoró. En los sudorosos rostros de los marineros asomó el color rojo del fuego. Estaban demasiado cerca del barco casi hundido. Debían separarse y dejaron los arcos para coger los remos. Golpearon la borda de la enorme nave que los atraía también con parecido ánimo de venganza. A sus pies se escondían las ratas negras, pero al menos se habían quedado quietas, como si comprendieran que era su única forma de salvación. Aquellos hombres nunca habían visto un bicho de ese aspecto. Les daba más repugnancia que las de color marrón con las que convivían en las calles. Por fin, se alejaron de la nave roja como un tizón, ya casi consumida.

-          ¡Fuera de aquí, maldito mercader! ¡Como te acerques a la ciudad, mandaré que tus otros dos barcos sean quemados! –gritó el joven con todas sus fuerzas, mientras buscaban la seguridad de la ciudad.

Los soldados remaron en dirección al puerto con toda la prisa posible. El guía hizo la señal al vigía para que destensaran la cadena. Se encogió después con un temblor involuntario. Tenía la sensación de que una rata se había escondido entre su estupenda capa. Notó un picotazo, como un leve mordisco.

-          ¡Odio las pulgas! –dijo entre dientes- También este asqueroso trabajo.

El barco fantasma se hundió rápidamente en las aguas azules, entre una nube de humo negro que ascendió hacia el cielo tapando por un instante los rayos de la luna. Las otras dos naves cambiaron el rumbo y se dirigieron hacia el Mediterráneo. En Génova, en su tierra natal, le dejarían descansar. El mercader tenía fiebre y estaba muy cansado. Rezó para que la peste no lo hubiera alcanzado. Murió a los tres días, mucho antes de que pudieran llegar a Messina.

Más tarde, una semana después del incidente, el joven guía de la capa nueva reposaba en su cama, rodeado de su familia. Unas pústulas negras le brotaban en el cuello y no se iban ni con las diez sangrías que le habían aplicado los mejores médicos de la ciudad. También murió a los pocos días. A Constantinopla  había llegado la muerte negra y eso que él había cumplido con su deber.


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