jueves, 25 de abril de 2024

 


capítulo VII  Año 1361 Burgos, en la casa de Mauro.

Mauro de Messina se despertó totalmente enrollado en la vieja manta de lana de oveja que le cubría por las noches. La arrojó con miedo hacia un lado. Había dado tantas vueltas que le aprisionaba el cuello y sudaba como si tuviera fiebres. Por la ventana entraba un color rojizo que anunciaba el alba, aunque todavía nadie se había movido para atravesar la plaza fría. De nuevo su pesadilla le alcanzaba como un halcón a su presa. Le apretaba con sus garras hasta verse lleno de bubas negras y horribles a punto de explotar después de hincharse. La maldita enfermedad lo perseguía desde los años felices. Buscó a su alrededor alguna oveja o alguna vaca, pero estaba su caballo, nada más. Iba a resoplar de alivio, pero luego se dio cuenta de que hubiera sido una suerte tener aquellos animales junto a él y así retroceder en el tiempo.

Se levantó con sueño, pero sabía que ya no podría cerrar los ojos sin ver la muerte. Al instante se dirigió hacia la ventana. Desde allí se veía la puerta principal de la catedral. Se puso de rodillas y rezó en voz baja. Todas las mañanas se obligaba a hacerlo, aunque casi nunca lo deseaba. Se había impuesto aquella disciplina por encima de su fe endurecida. Durante unos minutos recordaba, forzándose a sí mismo, a sus seres queridos para pedir por ellos.

-          Bien, Mauro –se dijo mientras se ponía en pie-. En marcha.

Estaba tiritando. El sudor se había convertido en frío húmedo, como el de aquella ciudad que le albergaba. Aún se quedó contemplando el edificio en construcción. Aquello era lo único permanente, lo único que duraría por los siglos de los siglos. Los hombres pasaban, pero las piedras pulidas y asentadas unas sobre otras vigilarían que nadie fuera eterno como ellas. Se encargarían de salvaguardar la inmortalidad del alma, pero no la del cuerpo. Ellas no enfermaban a pesar del musgo o el verde que las coloreaba. Por un instante deseó escapar del mundo. No. Aún quedan muchas cosas por hacer.

-          Daré alcance a la muerte negra y me vengaré –susurró entre dientes.

Una palabra griega le vino a la cabeza: “tanatonauta”, como otras veces. Alguien la gritó muchos años atrás para insultarle cuando se colocó la careta del pico. Aún no había descubierto su significado. Con seguridad, tenía que ver con la muerte.

Utilizó su tiempo para poner orden. Era temprano y podía aprovecharlo. Así, avivó el fuego casi apagado de su chimenea, calentó un poco de leche que tenía del día anterior, comió pan mohoso y por último colocó sus planos. Se entretuvo en algunos que aún no había terminado. Sacó la pluma y la tinta. Sus conocimientos habían progresado mucho desde que rompía piedras en su ciudad natal. Aquello mantenía su mente ocupada. Justo cuando estaba más ensimismado, una campana rompió el laberinto de pensamientos que lo alejaban de su mayor dolor. Sin duda, los golpes rápidos tocaban a arrebato.

            La gente comenzó a agolparse en la plaza de la catedral. Allí convergían todas las calles y era el lugar más amplio de toda la ciudad. Venían de todas partes y la mayoría con algún instrumento en la mano que formaba parte de su apero profesional: un bieldo de madera, un hacha, un trozo de barro… Desde el lugar más lejano se oían las campanas y nadie quería perderse la noticia que se iba a anunciar. No les movía la curiosidad, sino la preocupación y el deseo de saber cuanto antes qué nueva desgracia se cernía sobre ellos ahora que había pasado un poco el mal tiempo.

Mauro se quedó atónito ante el silencio que reinaba en la plaza. El aire olía a miedo y a recelo. Los burgaleses se habían agrupado por oficios como acostumbraban en estas ocasiones. Se veía a los alfareros con sus manos rojizas y llenas de barro que apenas intercambiaban un breve saludo al reconocerse. Los picapedreros también habían dejado sus golpes, igual que los herradores. En ese gélido ambiente, pronto se escucharon los sonidos de los cascos de un caballo. Por una esquina apareció el mismo mensajero que había volado el día anterior. Ahora caminaba despacio, al mínimo trote, y se notaba que no deseaba hablar. Maldecía el encargo que le habían dado. No hubo necesidad de apartar a nadie. Los hombres y mujeres llenos de inquietud dejaban el paso libre en una vereda humana de nerviosismo. Llegó al centro y no lo demoró más. Gritó con todas sus fuerzas, como si aquello le fuera a liberar de su pesada carga. No había rodeos para el sufrimiento, pues de ninguna forma lo haría disminuir.

-          ¡Ciudadanos! Debo comunicaros una de las peores noticias. Muy cerca de nosotros ha llegado la peste. Preparémonos para lo peor.

Hubo un murmullo de terror, intenso, grave, duro, lleno de horribles recuerdos. Había pasado algo más de una década desde la última muerte negra y todavía muchos la tenían justo delante de su retina. Familiares, amigos, vecinos que habían dejado aquella ciudad y que apenas habían podido enterrar pues los tuvieron que incinerar en fosas comunes.

Mauro se metió a toda prisa en la casa de madera. Su sufrimiento volvió de nuevo. Estrujó su corazón en un intento de detener la veloz carrera, pero éste siguió bombeando sangre de forma frenética. Se tumbó en el jergón y se agarró las sienes con las palmas. Iba a morir de dolor. Su mujer se hizo presente envuelta en una niebla negra. Alargaba la blanca mano hacia él, como un ahogado que busca escapar de las aguas turbulentas de un remolino oscuro y frío en lo más profundo del Hades. Esta vez ni siquiera intentó alcanzarla. Ya había fallado tantas veces…

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