viernes, 12 de abril de 2024

 


Capítulo V Año 1361 Burgos, en la plaza mayor.

El gran maestro de obras cruzaba la plaza en el mismo momento en que pasó el caballero con su tétrico mensaje. Aparicio se doblaba cada vez más sobre su espinazo, igual que un tejado que va cediendo con los años, aunque aquello había sucedido más deprisa en los últimos meses. Sentía el final de su propia obra cada vez más cercano. Una gran vara de madera de nogal le servía para levantar la vista del suelo y ver aún el cielo, que era lo que más deseaba encontrar. Su salud se había resquebrajado rápidamente, como si fuera un cimiento mal amasado. Pero aún se movía con rapidez y llegó hasta Mauro. Su voz no había menguado en absoluto, resonaba aún con fuerza.

-          ¿Qué le has hecho al chaval? –dijo sin preámbulos- Iba llorando como alma que lleva el diablo.

El viajero mantenía su mirada en la bocacalle por la que despareció el mensajero a toda velocidad. Aún se podía oler el sudor del caballo y oír sus resoplidos. Las palabras de su maestro lo despertaron.

-          ¿Qué chaval? – se preguntó a sí mismo mientras volvía a la realidad-. ¡Ah! Sí, cosas de chiquillos. Nada de importancia.

-          Pues iba con un buen disgusto –aseveró con tono grave Aparicio-. No le hagas daño. Es tu único amigo y, en estos tiempos, los amigos son tan apreciados como el oro.

Aparicio rodeó su cabeza y miró de forma instintiva hacia el castillo que todo lo dominaba. Después añadió una frase que solo él entendía.

-          Además, él es especial.

-       ¿Hacia dónde se dirigía el mensajero? – Mauro ni siquiera había oído a su maestro, solo deseaba saber lo que preguntaba.

-    Hacia el castillo. Es evidente. Traerá malas noticias. Estas siempre llegan tan veloces como el viento frío del invierno– el maestro cortó la conversación, tenía prisa-. En fin, veamos esos planos que me querías enseñar.

El aprendiz se adelantó de forma apresurada y entró en la casa a la carrera. Tenía que hacer algo antes. Sin dudar un instante, se dirigió al fondo de la estancia y cogió la máscara que había dejado bajo las mantas raídas para que no se viera. Con ella en la mano, rastreó durante unos segundos un nuevo escondite. Recordó las tablas del suelo que se movían, pero no había tiempo. La guardó bajo la mesa de los planos, cubriéndola con una cesta rota. El polvo allí posado invadió la habitación y el viejo encorvado tosió con fuerza nada más atravesar la puerta de la entrada.

-          No sé qué me matará antes, si la humedad y el frío de esta ciudad o la suciedad de tu casa. Enciende alguna luz, no sea que me tropiece.

La noche estaba cayendo con rapidez y él no había visto nada.  Se acercó sin dilación a la mesa detrás de un candelabro recién encendido para desenrollar los planos que le acercaba su aprendiz. Mauro comenzó su explicación, parecía saber más que él. Todo se debía leer en la catedral, aunque los feligreses no supieran hacerlo. Los hombres debían ir allí a aprender sin palabras. El edificio sería una gran catequesis visual. Aquellas frases de Mauro rejuvenecían al maestro, que medía con su cuerda de doce nudos las líneas rectas que había trazado su avezado discípulo. Se emocionaba, aunque sabía perfectamente que ni él, ni nadie, ni siquiera aquel chiquillo que había huido con lágrimas en los ojos verían en su vida todo terminado. Pasarían generaciones, reyes y obispos, maestros y aprendices, hasta que el gran libro del saber se completara. Ese era el secreto, el mayor sacrificio de un artista. Ellos formaban parte de un todo que no tenía fin.

-          Aquí irá el nuevo claustro. ¿Qué te parece? –dijo Mauro.

-          Bien.

Aparicio nunca había visto tanto detalle en unos planos. Le sorprendía tanta precisión, minuciosidad y dominio de aquel arte tan difícil. Cada vez entendía menos sobre la procedencia de su ayudante y esta vez no pudo sujetar más su lengua.

-          ¿Quién eres? Llevas casi un año aquí y no te conocemos.

Hubo un silencio que solo rompían los ruidos de la calle. Una delgada mula que pasaba por allí, el dueño que voceaba su mercancía de lechugas ya pasadas y casi negras, los golpes rítmicos de un picapedrero de la catedral…

-          Ya lo sabes, me llamo Mauro.

-       ¿De dónde vienes? Habrás nacido en algún sitio… Todo el mundo tiene su apellido.

Otra vez el silencio. El extranjero se sintió incómodo, como muchas otras veces al notar el intento de acercamiento de alguien. Su pasado era suyo, de nadie más, aparte de los que lo vivieron junto con él y de aquellos a los que no deseaba ver más. El dolor apareció de nuevo en sus ojos. El recuerdo le desgarraba el corazón y se lo partía como una cuña mojada. Ni siquiera haberlo convertido en piedra lo libraba ahora de aquel ataque. Cogió los papeles y los guardó bajo su brazo.

-          Si no te interesa el claustro, me iré a otro lugar donde sirvan mis planos.

-          No he dicho eso –dijo Aparicio mientras fijaba sus ojos en los de aquel hombre de hierro-. Solo quiero saber qué te sucede. Ayudarte si es posible.

-          No he pedido que lo hagas –cortó Mauro.

La tensión de la sala descendió cuando una campana hueca comenzó a sonar una y otra vez. Algo grave ocurría. Sin ninguna duda, el mensajero había provocado esa llamada de alarma. El conde anunciaría con toda seguridad una mala noticia a los hombres más importantes de la ciudad.

Al día siguiente, el pueblo sabría de qué se trataba.

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