Capítulo V Año 1361 Burgos, en la plaza mayor.
El
gran maestro de obras cruzaba la plaza en el mismo momento en que pasó el
caballero con su tétrico mensaje. Aparicio se doblaba cada vez más sobre su
espinazo, igual que un tejado que va cediendo con los años, aunque aquello
había sucedido más deprisa en los últimos meses. Sentía el final de su propia
obra cada vez más cercano. Una gran vara de madera de nogal le servía para
levantar la vista del suelo y ver aún el cielo, que era lo que más deseaba
encontrar. Su salud se había resquebrajado rápidamente, como si fuera un
cimiento mal amasado. Pero aún se movía con rapidez y llegó hasta Mauro. Su voz
no había menguado en absoluto, resonaba aún con fuerza.
-
¿Qué le has hecho al chaval? –dijo sin
preámbulos- Iba llorando como alma que lleva el diablo.
El
viajero mantenía su mirada en la bocacalle por la que despareció el mensajero a
toda velocidad. Aún se podía oler el sudor del caballo y oír sus resoplidos.
Las palabras de su maestro lo despertaron.
-
¿Qué chaval? – se preguntó a sí mismo mientras
volvía a la realidad-. ¡Ah! Sí, cosas de chiquillos. Nada de importancia.
-
Pues iba con un buen disgusto –aseveró con tono
grave Aparicio-. No le hagas daño. Es tu único amigo y, en estos tiempos, los
amigos son tan apreciados como el oro.
Aparicio
rodeó su cabeza y miró de forma instintiva hacia el castillo que todo lo
dominaba. Después añadió una frase que solo él entendía.
-
Además, él es especial.
- ¿Hacia dónde se dirigía el mensajero? – Mauro
ni siquiera había oído a su maestro, solo deseaba saber lo que preguntaba.
- Hacia el castillo. Es evidente. Traerá malas
noticias. Estas siempre llegan tan veloces como el viento frío del invierno– el
maestro cortó la conversación, tenía prisa-. En fin, veamos esos planos que me
querías enseñar.
El
aprendiz se adelantó de forma apresurada y entró en la casa a la carrera. Tenía
que hacer algo antes. Sin dudar un instante, se dirigió al fondo de la estancia
y cogió la máscara que había dejado bajo las mantas raídas para que no se viera.
Con ella en la mano, rastreó durante unos segundos un nuevo escondite. Recordó
las tablas del suelo que se movían, pero no había tiempo. La guardó bajo la
mesa de los planos, cubriéndola con una cesta rota. El polvo allí posado invadió
la habitación y el viejo encorvado tosió con fuerza nada más atravesar la
puerta de la entrada.
-
No sé qué me matará antes, si la humedad y el
frío de esta ciudad o la suciedad de tu casa. Enciende alguna luz, no sea que
me tropiece.
La
noche estaba cayendo con rapidez y él no había visto nada. Se acercó sin dilación a la mesa detrás de un
candelabro recién encendido para desenrollar los planos que le acercaba su aprendiz.
Mauro comenzó su explicación, parecía saber más que él. Todo se debía leer en
la catedral, aunque los feligreses no supieran hacerlo. Los hombres debían ir
allí a aprender sin palabras. El edificio sería una gran catequesis visual.
Aquellas frases de Mauro rejuvenecían al maestro, que medía con su cuerda de
doce nudos las líneas rectas que había trazado su avezado discípulo. Se
emocionaba, aunque sabía perfectamente que ni él, ni nadie, ni siquiera aquel
chiquillo que había huido con lágrimas en los ojos verían en su vida todo
terminado. Pasarían generaciones, reyes y obispos, maestros y aprendices, hasta
que el gran libro del saber se completara. Ese era el secreto, el mayor
sacrificio de un artista. Ellos formaban parte de un todo que no tenía fin.
-
Aquí irá el nuevo claustro. ¿Qué te parece?
–dijo Mauro.
-
Bien.
Aparicio
nunca había visto tanto detalle en unos planos. Le sorprendía tanta precisión,
minuciosidad y dominio de aquel arte tan difícil. Cada vez entendía menos sobre
la procedencia de su ayudante y esta vez no pudo sujetar más su lengua.
-
¿Quién eres? Llevas casi un año aquí y no te
conocemos.
Hubo
un silencio que solo rompían los ruidos de la calle. Una delgada mula que
pasaba por allí, el dueño que voceaba su mercancía de lechugas ya pasadas y
casi negras, los golpes rítmicos de un picapedrero de la catedral…
-
Ya lo sabes, me llamo Mauro.
- ¿De dónde vienes? Habrás nacido en algún sitio…
Todo el mundo tiene su apellido.
Otra
vez el silencio. El extranjero se sintió incómodo, como muchas otras veces al
notar el intento de acercamiento de alguien. Su pasado era suyo, de nadie más,
aparte de los que lo vivieron junto con él y de aquellos a los que no deseaba
ver más. El dolor apareció de nuevo en sus ojos. El recuerdo le desgarraba el
corazón y se lo partía como una cuña mojada. Ni siquiera haberlo convertido en
piedra lo libraba ahora de aquel ataque. Cogió los papeles y los guardó bajo su
brazo.
-
Si no te interesa el claustro, me iré a otro
lugar donde sirvan mis planos.
-
No he dicho eso –dijo Aparicio mientras fijaba
sus ojos en los de aquel hombre de hierro-. Solo quiero saber qué te sucede.
Ayudarte si es posible.
-
No he pedido que lo hagas –cortó Mauro.
La
tensión de la sala descendió cuando una campana hueca comenzó a sonar una y
otra vez. Algo grave ocurría. Sin ninguna duda, el mensajero había provocado
esa llamada de alarma. El conde anunciaría con toda seguridad una mala noticia
a los hombres más importantes de la ciudad.
Al día
siguiente, el pueblo sabría de qué se trataba.
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