Francis se disponía a entrar en casa armado con el paraguas, para él, gran espada de hoja finísima. En la otra mano sostenía la mochila, su mejor escudo ante los posibles ataques. Su mente se encontraba en tensión. No le cogerían desprevenido. Si la visión de la otra noche no fue un sueño, como a veces deseaba pensar, necesitaba tomar precauciones.
Abrió la puerta con la llave, muy despacio. Intentaba hacer el menor ruido. Las bisagras oxidadas le delataron.
- ¡Buenas tardes! –gritó su madre desde la cocina. Su voz se diluía entre el fuerte sonido de la Termomix.
Otra vez puré, pensó el joven. En quince años no se había acostumbrado ni al olor ni al sabor. Un aroma empalagoso y caliente envolvía el aire de la casa.
- Hola, mamá.
En dos segundos atravesó el pasillo. Oyó a lo lejos a su madre preguntando por las clases. Mejor no hablar, pensó Francis. Sus compañeros le tachaban de infantil. Si supieran ellos lo que sucedió en su habitación, pero no pensaba contárselo a nadie. Ni siquiera a Alba, quizá la que más se acercaba a él en los recreos.
De nuevo se encontró ante otra puerta. Abrió deprisa. Por unos momentos había olvidado las precauciones. Aunque aún llevaba encima el paraguas, la punta señalaba hacia el suelo. La mochila volaba por los aires hacia su escritorio, gesto que utilizaba para mostrar su cansancio.
Fue en ese momento cuando apareció la avispa. Francis intentó golpearla con su paraguas. Difícil acertarla en pleno vuelo. Abrió la ventana y quiso llevarla hasta allí. Nada.
Comenzó a atacarle y tuvo que coger de nuevo la mochila. El escudo lo protegió del primer golpe. No así del segundo. Sintió que su mejilla ardía. Imposible. La avispa cada vez adquiría un mayor tamaño. Si seguía creciendo alcanzaría el tamaño de un gorrión en segundos.
Un movimiento de su espada barrió la estantería. Los libros arrastraron la hucha de cerámica con forma de vaca y estalló en mil pedazos contra el suelo. Las monedas rodaron por toda la habitación. Algunas se refugiaron bajo la cama nido.
La vista no le engañaba. Se enfrentaba a un dragón del tamaño de una urraca. Lanzó una pequeña llamarada para confirmarlo. Los dibujos que Francis tenía sobre su mesa comenzaron a arder. El aviso que había recibido aquella noche se cumplía. Su misión ahora tenía sentido. Dejó de sentirse como un niño. El paraguas buscaba dar un golpe fatídico a aquella terrible bestia. Falló. Se agachó a tiempo para evitar el fuego del dragón. La mochila recibió el impacto y se ennegreció.
Sus últimas dudas se desvanecieron. En su mano derecha sintió un mayor peso. Una espada de verdad brillaba ante los rayos de sol que entraban por la ventana. Amagó con su escudo, azul como el mar hacia la derecha.
Ante el movimiento del dragón para evitar el golpe, Francis aprovechó para hacer girar su arma describiendo un semicírculo. El filo aguzado cortó en dos a la fiera. Su tamaño alcanzaba al de un conejo. Aún se retorció en el suelo. La cola lo golpeaba una y otra vez. Por fin cesó. Un charco verde consumía el parquet.
1 comentario:
Es genial, podrías hacer una novela a partir de aqui.
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