martes, 6 de julio de 2010

Un mundo infeliz

He terminado una novela de ciencia ficción, sobre el futuro. Aún debo retocarla, pero os dejo el primer capítulo para que os hagáis una idea.


1
- Desconexión inmediata del hombre trescientos treinta y cuatro. Posibilidad de dolor próximo.
Una voz metálica sonó en aquella sala H, blanca y enorme que resultaba de lo más inhumano, a pesar de los miles de hombres y mujeres que la abarrotaban. Sentados en sillas de diminutas ruedas, con un diseño en aluminio claro, permanecían inmóviles, completamente inertes e inactivos. Ni un leve movimiento, ni una tos o un sonido rompía la simulada paz. Parecerían muertos, si el cuadro con sus constantes vitales no se figurara en el aire, delante de cada uno y con una luz difusa. Mostraban una respiración mansa y monótona, un latido lento y relajado. Vestían con una túnica roja de suave seda. De entre los pliegues, surgían unos tubos que servían de sonda para los excrementos. Se colaban por el suelo hacia un sistema de alcantarillado.
Su cabeza se coronaba con un casco verde con gafas azules que les introducía en mundos inimaginables, llenos de sensaciones falsas. Desde el viaje a las últimas estrellas conocidas del firmamento hasta las selvas más vírgenes o los desiertos amarillos con su fina arena perdiéndose entre los dedos de los pies. Caminaban sin moverse, comían sin masticar. Y no sentían ni calor, ni frío, ni un solo picor, porque el menor indicio se detenía con los impulsos eléctricos mandados al cerebro por el ordenador central Ram. Adormecía su consciencia. Éste lo controlaba todo, cada uno de los hombres que había a su cargo, treinta mil en aquel pabellón. Se encargaba de que la felicidad y el placer fueran exactos, de que ninguno tuviera un solo atisbo de aburrimiento o desencanto, de que en absoluto padecieran dolor físico o moral.
A las diez en punto, una mampara del techo se descorría para que el sol de la mañana golpeara los cuerpos inmóviles. Necesitaban la luz para su correcto desarrollo. También los cambiaban de postura de vez en cuando para evitar heridas, aunque se les hidrataba por vena. De uno en uno, les sacaban de la sala y recibían masajes tonificadores. Les movían las articulaciones, todo lo necesario para mantener el tono muscular y evitar las enfermedades provocadas por la inactividad.
Por la sala H avanzaba uno de los robots, perteneciente a la clase de los cuidadores. Tenía forma humana de cintura para arriba, aunque su rostro era similar al de todos los demás autómatas, inexpresivo. Ninguno tenía pelo en la cabeza y su recubrimiento metálico semejaba el color de la piel. En la cintura, una bola giratoria permitía el movimiento de trescientos sesenta grados. En lugar de piernas, un solo bloque sin divisiones finalizaba con unas ruedas pequeñas. Ahora recorría uno de los pasillos centrales. Las constantes vitales del número trescientos treinta cuatro habían bajado hasta niveles peligrosos. Una luz roja intermitente situada en lo alto de su casco lo anunciaba. Cuando el androide llegó hasta allí, en el panel holográfico se reflejaban las palabras “desconexión inmediata”.
- Hemos tenido que dar de baja al humano trescientos treinta y cuatro, ordenador central Ram, por fallo multiorgánico que podría haberle provocado dolor. Actuamos de inmediato y evitamos el sufrimiento. Debemos reemplazarlo –dijo en voz alta el robot.
Mientras, arrancaba de la nariz del fallecido la sonda gástrica que bajaba desde el techo y los demás tubos de expulsión de excrementos. En uno de ellos había restos de sangre.
- Adelante, androide H-35, proceda –se oyó en el recinto.
Los hombres allí presentes no escuchaban nada, no sabían nada, su mundo se limitaba a la realidad virtual. El número trescientos treinta tres, vecino durante ochenta años del defenestrado, paseaba en esos momentos por una playa de arenas blancas y limpias, sentía en sus pies el agua salina que los mojaba con las olas azules. Lo acompañaba una bella melodía. Si supiera sonreír, mover los músculos atrofiados del rostro por la inactividad, lo haría en esos momentos, totalmente ajeno a la muerte cercana.
H-35 salió de la nave empujando la silla de ruedas. El humano trescientos treinta y cuatro llevaba la cabeza descubierta, inclinada sobre su hombro derecho. El rostro inexpresivo parecía relajado, como si un sueño hubiera enlazado con otro. Sus ojos abiertos apuntaban al infinito y se clavaban en el suelo reseco y árido, de color amarillo. Por encima del quicio de la puerta, un letrero obsoleto con luces de neón, que a ningún androide podía interesar, decía así: “Centro de felicidad ilimitada”. Debajo se dibujaba una sonrisa roja tan estúpida como innecesaria en esos tiempos.
Las sombras recorrían una avenida bordeada de naves como la H, señaladas con otras letras. Todas tenían el mismo tamaño descomunal, el número exacto de humanos y el mismo color grisáceo apagado en sus paredes. Sólo al final, el androide giró a la derecha y llegó a un lugar distinto, escondido a la vista, de paredes oscuras. Contrastaba con las murallas de oro de la ciudad que asomaban tras él. No había ningún cartel o indicación. Por encima de la techumbre de cristal se distinguía el humo negro que arrojaba una chimenea larga como un sinfín. De allí, surgían también cenizas que se llevaba el viento hacia ningún lugar. Si algún hombre se hubiera acercado, el olor a carne quemada lo habría hecho retroceder al instante. Aquel aroma repulsivo recordaba a la misma muerte.
Muy cerca, trabajaban sin pausa otros robots, encargados del mantenimiento de la ciudad. Pertenecían a la clase de los peones. Parcheaban el solado gris y antiguo de una pequeña calle, ajenos a todo lo que les rodeaba. Se intercambiaban pequeñas frases que servían para sincronizar su labor.
El crematorio funcionaba las veinticuatro horas del día. Con una población de tantos miles de hombres, se formaba una fila larga donde los androides esperaban mudos su turno, acompañando a su desconectado en un último viaje sin lágrimas y lamentos.
H-35 esperó en silencio su turno. Cuando llegó su momento, volcó el vehículo de ruedas y arrojó a trescientos treinta y cuatro por un ventanal con una cortina de plástico duro y sucio. El cuerpo sin vida rodó al interior por un tobogán. Salió una pequeña llamarada como bienvenida del nuevo alimento. El androide se dio la vuelta para dejar la silla en la fila, junto con las demás. Otro robot-peón se encargaría de recogerlas. Con las manos vacías, buscó de nuevo la gran avenida. Aún le quedaba una tarea. Pasó al lado de los encargados de mantenimiento sin mirarlos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siempre es una buena noticia haber acabado una novela.
¡Enhorabuena!
La historia promete y tiene interés.
Seguro que pronto verá la luz en alguna editorial.
Un abrazo y Feliz Verano