lunes, 20 de junio de 2011

Primer capítulo de Los guardianes de los sueños






Os dejo el primer capítulo de Los guardianes de los sueños. Me sirve para animarme, pues estoy llegando al final y la cuesta se ha empinado. A veces, la mano corre por el teclado, otras veces, como ahora, el dedo lo golpea tecla a tecla.


Capítulo I

Francis se disponía a entrar en casa armado con el paraguas. Para él, se trataba de una gran espada de hoja finísima. En la otra mano sostenía la mochila, su mejor escudo ante los posibles ataques. Su mente se encontraba en tensión. No le cogerían desprevenido. Si la visión de la otra noche no fue solo un sueño, como a veces deseaba pensar, necesitaba tomar las precauciones necesarias.

Abrió la puerta con la llave, muy despacio. Intentaba hacer el menor ruido posible. Las bisagras oxidadas le delataron.

- ¡Buenas tardes! –gritó su madre desde la cocina. Su voz se diluía ante el estridente sonido de la Termomix.

Otra vez puré, pensó el joven. En quince años no se había acostumbrado ni al olor ni al sabor. Un aroma empalagoso y caliente envolvía el aire de la casa.

- Hola, mamá.

En unos segundos atravesó el pasillo. A lo lejos, oyó a su madre preguntando por las clases. Mejor no hablar, pensó Francis. Sus compañeros le tachaban de infantil. Si supieran ellos lo que sucedió en su habitación la última noche... Pero no pensaba contárselo a nadie. Ni siquiera a Alba, quizá la única que se acercaba a él en los recreos.

De nuevo se encontró ante otra puerta. Abrió deprisa. Por un instante había olvidado las precauciones. Aunque aún llevaba encima el paraguas, este apuntaba hacia el suelo y la mochila ya volaba por los aires hacia su escritorio, gesto que utilizaba para mostrar su cansancio.

Fue en ese momento cuando apareció la avispa. Francis intentó golpearla con su paraguas. Difícil acertarla en pleno vuelo. Abrió la ventana y quiso llevarla hasta allí. Nada. No hubo forma.

Comenzó a atacarle y tuvo que coger de nuevo la mochila. El escudo lo protegió del primer ataque. No así del segundo. Sintió que su mejilla ardía. Imposible. La avispa cada vez adquiría un tamaño mayor. Si seguía creciendo alcanzaría las dimensiones de un gorrión en escasos segundos.

Un movimiento de su improvisada espada barrió la estantería. Los libros arrastraron la hucha de cerámica con forma de vaca y estalló en mil pedazos contra el suelo. Las monedas rodaron por el suelo del parquet de toda la habitación. Algunas se refugiaron bajo la cama nido.

La vista no le engañaba. Se enfrentaba a un dragón del tamaño de una urraca. Su enemigo lanzó una pequeña llamarada para confirmarlo, igual que si fuera un mechero. Los dibujos que Francis tenía sobre su mesa comenzaron a arder. El aviso que había recibido aquella noche se cumplía. Su misión ahora tenía sentido. Dejó de sentirse como un niño. El paraguas buscaba dar un golpe fatídico a aquella terrible bestia. Falló. Se agachó a tiempo para evitar el fuego del dragón. La mochila recibió el impacto y se ennegreció por el fogonazo.

Sus últimas dudas se desvanecieron. En su mano derecha sintió un mayor peso. Una espada de hierro brillaba ante los rayos de sol que entraban por la ventana. Amagó con su escudo, azul como el mar, hacia la derecha.

Ante el movimiento del dragón para evitar el golpe, Francis aprovechó para hacer girar su arma describiendo un semicírculo. El filo aguzado cortó en dos a la fiera. En ese momento, su tamaño alcanzaba al de un conejo. La bestia aún se retorció en el suelo. La cola lo golpeaba una y otra vez. Por fin cesó. Un charco verde consumía el parquet. Dejaba un filo de humo que ascendía lentamente, como los restos de un gran incendio controlado.

La termomix cesó en su ruido estridente. Fue entonces cuando Francis reparó en el desastre de su habitación. Los libros ofrecían sus páginas dañadas hacia el techo de la estancia. Los restos de la hucha se mezclaban con ellos. Las monedas también. El joven intentó amontonarlo todo con su espada. El escudo le servía de recogedor. Intentaba hacerlo guardando el mayor silencio posible.

A pesar de sus cuidados, oyó los pasos de su madre aproximándose por el pasillo. Venía murmurando algunas palabras. Pronto abriría la puerta. El pomo comenzó a girar. No había forma de evitar que descubriera aquella catástrofe. Francis se situó detrás de la puerta para tapar con su cuerpo la mayor parte de la habitación.

- ¿Qué haces, hijo? Espero que hayas empezado ya con los deberes.
- Sí, no te preocupes.

Su madre se puso de puntillas para alcanzar con su vista el escritorio. Vio un libro sobre él, abierto y con un bolígrafo entre sus páginas.

Francis levantó la mano con el ánimo de cubrir más la habitación. El paraguas casi golpea la cabeza de su madre.

- ¿Qué haces con eso en la mano? ¿No sabes dónde está el paragüero?

Francis no podía creérselo, su espada se había transformado de nuevo.

- Déjame pasar, anda, que tengo que sacar la ropa que hay sobre tu cama.

El joven se retiró. Había fracasado. Agachó la cabeza en un último intento de encubrir lo que allí había sucedido.

- Así me gusta que esté tu habitación. Ordenada.

Francis vio con asombro que allí no había sucedido nada, que todo se encontraba en su lugar. La hucha estaba intacta. En el suelo de parquet sólo vio la mochila.

- Mi tiempo me lleva tenerla tan bien, mamá.

Su madre se fue otra vez a la cocina. El chico decidió tumbarse en la cama. Debía ordenar sus ideas. Miles de dudas habían surgido de nuevo en su cabeza.

3 comentarios:

Miguel Luis Sancho dijo...

¿Ya estás llegando al final?
Me alegro mucho, tengo ganas de saber cómo acaba.

julio cesar romano dijo...

Bueno, me faltan dos o tres capítulos, pero como digo, me está costando. Espero que sea cuestión del calor veraniego.

César dijo...

Me gusta el arraque. Promete porque hay un personaje bien definido y entrañable, con el que es fácil identificarse. Venga, ánimo.