CAPÍTULO VIII
Año 1347 Al lado de la
catedral de Messina
Mauro
labraba una pequeña figura en la madera de una viga. Nadie la vería nunca, pues
iría en lo más alto y pegada al tejado de la nueva capilla de la catedral. Era
su petición silenciosa a Dios. Solo Él la contemplaría, el que merecía toda la
gloria. En un marco ovalado muy simple había grabado la figura de su hijo y de
su mujer embarazada. Pensaba en su interior que aquello los protegería de la
muerte negra. Habían pasado algunos días desde que vio la carreta repleta de
cadáveres y en ningún momento había dejado de tenerlos presentes en su cabeza,
como un retornelo perverso del demonio que había provocado aquella enfermedad.
Uno de
sus compañeros lo sorprendió en aquel trabajo miniaturista. Con el poco tiempo
que tenían para picar piedras y serrar vigas, le molestó e intentó detenerle,
sin más explicaciones. En su impulso lo lanzó al suelo, pues Mauro estaba en
cuclillas. Los ánimos en la ciudad se habían caldeado con la epidemia y nadie dormía
demasiado bien. Se notaba en el aire el vapor espeso de la preocupación. Muy
cerca de cada uno de ellos acampaba de repente la peste negra. Las familias
vecinas morían uno a uno.
Se
puso de pie y apartó al otro picapedrero de un empujón. Tampoco iba a permitir
que no le respetaran. Era joven y orgulloso para dejarse pisotear de esa
manera, aunque quien le sujetaba el brazo ese momento llevaba muchos años al
frente de aquellos maestros de la piedra. El hombre cayó al suelo golpeándose
con la viga de madera. Al instante un chorro de sangre muy aparatoso brotó de
su frente. La brecha le cruzaba de un lado a otro como si fuera una línea recta
hecha con la cuerda de nudos. Aún de rodillas, el herido se llevó la mano a la
cabeza y perdió el conocimiento al instante. El joven no acertaba a pedir
disculpas mientras levantaba el cuerpo inerte con gesto estúpido en su mirada.
Muy pronto estaban rodeados por los demás trabajadores que le acusaban con la
mirada.
El
arquitecto tardó un rato en llegar hasta allí, alarmado por el tumulto
silencioso. Apartó de su camino a quien rodeaba la escena. Había que preguntar
poco, no era necesario. El aprendiz de picapedrero no podría volver más a la
obra. El asunto tenía bastante gravedad, pero se resolvería sin la necesidad de
más intervenciones. Una mirada y al instante Mauro salió a la carrera calle
abajo, tras soltar al compañero que aún tenía en brazos. El trabajo que amaba
se había esfumado de golpe, como la vida de tantas personas en aquellos tiempos
infernales.
Estaba
ya muy cerca de su casa, a dos manzanas de su destino. No se había detenido ni
un segundo para atravesar las calles estrechas de la ciudad. Algunos miraban
con curiosidad su rostro contraído por el tormento, aunque la indiferencia se
había apoderado de aquellos hombres y mujeres que solo veían la destrucción
delante de sus ojos.
Aquella
muchedumbre ni siquiera se detuvo más de la cuenta cuando salieron de una
bocacalle unos cuantos hombres vestidos de sayales. Los sacos de tela dura y
áspera iban manchados de sangre. Un ruido monótono los acompañaba. Mauro se
frenó para no chocar contra ellos. Se quedó de frente, en medio. Apenas tuvo
tiempo para echarse a un lado. Un látigo le rozó la cara y le manchó de rojo.
Aquellas personas se golpeaban en la espalda los unos a los otros con dureza.
El color marrón claro de las ropas se diluía con las paredes y el suelo de
barro. Llamaban la atención por los rostros secos y enjutos, por los huesos que
se podían contar de las costillas que asomaban por los laterales desnudos.
Llevaban las cabezas peladas para mostrar aún más las junturas del cráneo. La
piel se pegaba a él como si la carne nunca hubiera intermediado allí.
Una
cuerda de esparto sujetaba los sacos. Recitaban una salmodia monofónica
repetitiva. Cada uno tenía una frase que declamaba cuando le tocaba.
-
Hay que sacrificarse para acabar con esta
maldición del demonio.
-
Es la única solución. Morir un poco para vivir.
-
Rezad y convertíos a Dios. Redimid vuestros
pecados.
-
Acompañadnos, pecadores. Pedid perdón y se irá
la muerte negra.
-
Dios nos ha enviado un castigo a causa de
nuestra maldad.
Las
voces y los golpes se fueron igual que llegaron, de repente. Parecía una breve
aparición. Había visto el infierno en una carreta y ahora el purgatorio. Sólo
le quedaba el cielo, pero sabía que en la tierra sería imposible. Lo más
cercano que lo tuvo fue en el trabajo de la catedral. Varias veces subió a lo
más alto y desde allí, tumbado, había mirado hacia el azul perpetuo. También lo
rozaba cuando su hijo o su mujer le acariciaban la barba o le daban un beso.
Fue en busca de aquel remedio que le devolviera un poco de ilusión.
Inició
otra vez la carrera. Una manzana después tuvo que detenerse de nuevo. Desde la
ventana más alta de una casa cayó al suelo un baúl que se reventó al chocar
contra el suelo. De allí escaparon unos cuantos vestidos que se desperdigaron
como la sangre de un vaso roto. Mauro se quedó quieto frente a la puerta.
Alguien había arrancado unas maderas que tapiaban la entrada de la vivienda. A
un lado había una cruz gruesa y negra. Aquello significaba que toda la familia
había fallecido a causa de la peste. Los ladrones no respetaban nada. No tenían
miedo a la muerte.
-
¡Aparta de ahí, hijo de mala madre! –sonó desde
arriba.
El
grito lo despertó a tiempo de esquivar una silla que también volaba hasta
abajo. Se rompió, pero no importaba, pues se trataba de tener madera para el
invierno. El ladrón de arriba bajó precipitadamente por las escaleras del
interior de la casa. Recogió los tablones del suelo y después de atarlos, se
los colocó sobre la espalda. Había realizado la acción delante de unas cuantas
personas. Nadie dijo nada. Los bajos ánimos pesaban más que la moral. ¿A quién
le podría preocupar que se desvalijara una casa por completo? Estaban muertos,
como uno de cada cinco habitantes de la ciudad. Y allí no se detendría la vieja
calavera que cortaba vidas con su guadaña afilada.
Mauro
ya no corría, todas las preocupaciones de su trabajo habían pasado a ocupar un
lugar muy recóndito en su cabeza. Una carreta de muertos junto a una triste
procesión de flagelantes habían pasado por encima del golpe que le había dado a
su compañero. Como si el accidente de la plaza hubiera sucedido cien años
atrás.
Por
fin llegó a su destino. Iba cabizbajo y pensativo. Ya no le importaba que fuera
media mañana. Las explicaciones sobraban. Solo deseaba comunicar la decisión
que había tomado. Seguro que su mujer la apoyaría. Debían salir de la ciudad
cuanto antes. Según algunos, en el campo la enfermedad no segaba tantas vidas.
Incluso había pueblos donde no se había oído hablar nunca de ella. Ya nada le
ataba a aquel sitio.
Abrió
la puerta con determinación. El espectáculo que encontró lo dejó en silencio. Dos
mujeres se movían de forma acelerada, desde el jergón hasta la cocina, con
paños hervidos al fuego. Un ruido de jadeos y gritos le hizo reaccionar. Su
nuevo hijo estaba a punto de ver aquel mundo maldecido y señalado por la peste negra.
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