CAPÍTULO X EL CAZADOR DE LA MUERTE NEGRA
10 Año 1347 En casa de
Mauro de Messina
Había
tenido una hija. La pequeña, nada más nacer, lloró con fuerza y alegró el aire
pestilente de la ciudad. Aquel llanto significaba vida. Por unos instantes,
tres mujeres y un hombre olvidaron lo que había más allá de la puerta de la
casa. Como si todo el mundo se agrupara en torno a aquel cuerpo pequeño e
indefenso, como si toda la esperanza de las personas que enfermaban y morían se
encontrara en aquella recién llegada. Una bocanada de aire fresco inundó el
corazón dolorido de Mauro. Aquello era realmente una catedral hecha carne. Esa
piedra creada y moldeada por Dios valía más que cualquier escultura o gárgola.
Más que toda la construcción de la catedral.
Mauro
se acercó despacio y se atrevió a coger a la niña antes de que la lavaran. No
podía esperar. La alzó con sus dos brazos en una especie de ofrenda personal a
Dios. El cordón umbilical recién cortado quedó suspendido en el aire.
-
Por favor…sálvala de todos los peligros de ahí
fuera.
Vino a
su mente todo el mal del exterior y la puso en el regazo de su madre, donde
estaría más protegida. El hombre, que había vuelto a la realidad, le dio un triste
beso a su mujer en la mejilla.
-
¿Estás bien? –preguntó por fin.
-
Muy cansada. Peor que la otra vez. Necesito
dormir. Dame un poco de agua.
Una de
las mujeres que habían asistido al parto llevó un vaso enseguida. Después
volvió a coger a la niña.
-
Hay que lavarla.
Mauro
miró a su mujer mientras bebía con sorbos cortos. Estaba demacrada por el
esfuerzo. Las gotas de sudor se habían condensado en la frente y resbalaban por
su rostro hasta mojar los mechones de pelo negro que asomaban a ambos lados.
Imposible
plantear la idea que se apuntalaba en su cerebro como el punzón de un
picapedrero, golpe a golpe. Un viaje sería un gran riesgo, al menos hasta que
pasara una semana o más. Estaba tan seguro de que en el campo aquella
enfermedad no tenía poder…, aunque también llegaban malas noticias desde allí.
Quizás mucho más allá, en las ciudades como Roma. Mejor, un barco los alejaría
de la muerte en busca de nuevas tierras y el agua salada quemaría las patas del
caballo negro de la peste. No los atraparía.
-
Deberíamos irnos de aquí –sugirió a su mujer.
Ella
ya no lo oyó. Se había quedado dormida. Las ojeras tenían un color azulado que
tardarían en alejarse de aquel bello rostro. Cuando desaparecieran, saldrían a
la carrera de Messina en busca de nuevas catedrales que construir. Con su
trabajo nunca le faltaría comida para la familia. Se acordó de su hijo.
-
¿Dónde está Beppo? –preguntó a la matrona.
-
No lo sé. Tu mujer dijo que había salido por la
mañana a jugar.
-
Debería estar ya en casa –Mauro se preocupó-.
Es la hora de comer. No sé si es pedir demasiado. ¿Podríais cuidar de mi casa
mientras lo busco?
-
Ve en paz y no te preocupes, buen vecino.
Dio
las gracias mientras salía por la puerta. Antes echó un vistazo a su mujer y a
la niña, colocada en la vieja cuna de madera que le regaló su suegra unos años
atrás. Ahora no quedaba ningún familiar que se alegrara con ellos del nuevo
nacimiento. Todos habían muerto, hasta su hermano mayor.
-
Beppo, Beppo –comenzó a gritar afuera–. Seguro
que estará en casa de su amigo.
Hacia
allí se dirigió de inmediato. La verdad es que tenía unas ganas enormes de
darle la nueva noticia. Intentó no ver a su alrededor, aunque mirara, pues en
la calle el olor a la tragedia se masticaba por todas partes. Llegó hasta su
destino. En la puerta había una señal de pintura negra. Estaba señalada por la
muerte.
-
¡Maldita sea! –gritó con rabia.
Tardó
unos instantes en repetir el nombre de nuevo, esta vez con desesperación.
Siguió callejeando mientras se chocaba con los hombres y mujeres que había por
en medio. Ellos se apartaban con reparo en un intento de no tocarle. Pensaban
que estaría enfermo, enloquecido por la enfermedad de la peste.
Fueron
unos minutos interminables hasta que llegó a un descampado. Había unos niños
jugando con un viejo aro de hierro. Allí estaba su hijo.
-
Gracias, Dios mío –murmuró en voz baja.
Se
acercó hasta él y lo cogió con suavidad del brazo. Había recordado por qué lo
buscaba. Le dio un abrazo.
-
Ha nacido tu hermana. Ven a verla.