jueves, 16 de mayo de 2024

 


CAPÍTULO X EL CAZADOR DE LA MUERTE NEGRA

10 Año 1347 En casa de Mauro de Messina

Había tenido una hija. La pequeña, nada más nacer, lloró con fuerza y alegró el aire pestilente de la ciudad. Aquel llanto significaba vida. Por unos instantes, tres mujeres y un hombre olvidaron lo que había más allá de la puerta de la casa. Como si todo el mundo se agrupara en torno a aquel cuerpo pequeño e indefenso, como si toda la esperanza de las personas que enfermaban y morían se encontrara en aquella recién llegada. Una bocanada de aire fresco inundó el corazón dolorido de Mauro. Aquello era realmente una catedral hecha carne. Esa piedra creada y moldeada por Dios valía más que cualquier escultura o gárgola. Más que toda la construcción de la catedral.

Mauro se acercó despacio y se atrevió a coger a la niña antes de que la lavaran. No podía esperar. La alzó con sus dos brazos en una especie de ofrenda personal a Dios. El cordón umbilical recién cortado quedó suspendido en el aire.

-          Por favor…sálvala de todos los peligros de ahí fuera.

Vino a su mente todo el mal del exterior y la puso en el regazo de su madre, donde estaría más protegida. El hombre, que había vuelto a la realidad, le dio un triste beso a su mujer en la mejilla.

-          ¿Estás bien? –preguntó por fin.

-          Muy cansada. Peor que la otra vez. Necesito dormir. Dame un poco de agua.

Una de las mujeres que habían asistido al parto llevó un vaso enseguida. Después volvió a coger a la niña.

-          Hay que lavarla.

Mauro miró a su mujer mientras bebía con sorbos cortos. Estaba demacrada por el esfuerzo. Las gotas de sudor se habían condensado en la frente y resbalaban por su rostro hasta mojar los mechones de pelo negro que asomaban a ambos lados.

Imposible plantear la idea que se apuntalaba en su cerebro como el punzón de un picapedrero, golpe a golpe. Un viaje sería un gran riesgo, al menos hasta que pasara una semana o más. Estaba tan seguro de que en el campo aquella enfermedad no tenía poder…, aunque también llegaban malas noticias desde allí. Quizás mucho más allá, en las ciudades como Roma. Mejor, un barco los alejaría de la muerte en busca de nuevas tierras y el agua salada quemaría las patas del caballo negro de la peste. No los atraparía.

-          Deberíamos irnos de aquí –sugirió a su mujer.

Ella ya no lo oyó. Se había quedado dormida. Las ojeras tenían un color azulado que tardarían en alejarse de aquel bello rostro. Cuando desaparecieran, saldrían a la carrera de Messina en busca de nuevas catedrales que construir. Con su trabajo nunca le faltaría comida para la familia. Se acordó de su hijo.

-          ¿Dónde está Beppo? –preguntó a la matrona.

-          No lo sé. Tu mujer dijo que había salido por la mañana a jugar.

-          Debería estar ya en casa –Mauro se preocupó-. Es la hora de comer. No sé si es pedir demasiado. ¿Podríais cuidar de mi casa mientras lo busco?

-          Ve en paz y no te preocupes, buen vecino.

Dio las gracias mientras salía por la puerta. Antes echó un vistazo a su mujer y a la niña, colocada en la vieja cuna de madera que le regaló su suegra unos años atrás. Ahora no quedaba ningún familiar que se alegrara con ellos del nuevo nacimiento. Todos habían muerto, hasta su hermano mayor.

-          Beppo, Beppo –comenzó a gritar afuera–. Seguro que estará en casa de su amigo.

Hacia allí se dirigió de inmediato. La verdad es que tenía unas ganas enormes de darle la nueva noticia. Intentó no ver a su alrededor, aunque mirara, pues en la calle el olor a la tragedia se masticaba por todas partes. Llegó hasta su destino. En la puerta había una señal de pintura negra. Estaba señalada por la muerte.

-          ¡Maldita sea! –gritó con rabia.

Tardó unos instantes en repetir el nombre de nuevo, esta vez con desesperación. Siguió callejeando mientras se chocaba con los hombres y mujeres que había por en medio. Ellos se apartaban con reparo en un intento de no tocarle. Pensaban que estaría enfermo, enloquecido por la enfermedad de la peste.

Fueron unos minutos interminables hasta que llegó a un descampado. Había unos niños jugando con un viejo aro de hierro. Allí estaba su hijo.

-          Gracias, Dios mío –murmuró en voz baja.

Se acercó hasta él y lo cogió con suavidad del brazo. Había recordado por qué lo buscaba. Le dio un abrazo.

-          Ha nacido tu hermana. Ven a verla.


viernes, 10 de mayo de 2024


 Capítulo IX El cazador de la muerte negra

 Año 1361 Al lado de la catedral de Burgos

Mauro de Messina no se movía del camastro. Se había vuelto a dormir de nuevo a pesar de sus intentos por permanecer en vela. El miedo a la pesadilla recurrente le mantenía despierto casi todas las noches, pero esa mañana no soportó el peso de los párpados húmedos.

Allí estaba su mujer con la mano extendida. El rostro de súplica horrorizaba al maestro de la piedra. Si alguien inmortalizara ese gesto en una escultura, esta petrificaría a quien la mirara. Con él funcionaba. Cuanto más dolor, menos movimiento.

Pero esta vez era diferente. Ella se dirigió hacia él. Su cara estaba llena de color y de vida. Las mejillas rojizas parecían un campo de amapolas de pétalos suaves. Sus vestiduras blancas brillaban sin que molestaran a la vista. Tenía los brazos abiertos y mientras sonreía, le decía en su interior que debía salvar a todas las personas que pudiese.

-          Es tu oportunidad, Mauro –sopló en su oído aquel ángel bajado del cielo.

El hombre despertó de sus sueños con el espíritu menos atormentado que de costumbre. Por un instante había viajado al mundo del perdón. Sin embargo, el ánimo se desvaneció al sentir el peso de la penitencia. Debía salvar a aquellas gentes de la muerte negra. Había ido en busca de la cruel guadaña que cortaba y sesgaba las vidas de todos, sin importarle la dignidad, la clase social o el dinero, y ahora la tenía delante. Se levantó con energía y abrió una ventana. Le llegó el olor del aliento fétido de aquel esqueleto. Seguro que revoloteaba por los campanarios de las iglesias y entre las gárgolas de la catedral. Miró al cielo y las nubes oscuras le ofrecieron un mal presagio. De derecha a izquierda recorrieron el aire cinco grajos negros. Bajó la vista hacia el suelo de la plaza. Había cinco niños que jugaban sin ninguna preocupación, aunque el aire les anunciaba la desolación de sus casas. Los hombres y mujeres ya habían abandonado aquel lugar con la terrible noticia incrustada en su vida.

-          ¡Juanillo! –gritó el maestro de la piedra.

El chico levantó la cara y miró con recelo. Aún recordaba el último suceso de la máscara. Giró la cabeza como lo hacen los perros increpados por su amo. No sabía si iniciar la huida, aunque estaba en la plaza por un claro motivo: reconciliarse con su amigo. Por fin, se acercó despacio hacia la ventana. Buscó con sus ojos, de forma disimulada, el artilugio de terror que había provocado el altercado. No lo vio sobre la viga, lo cual le alegró sobremanera. Seguro que lo había cambiado de lugar. Ahora sentía mayor curiosidad, pero ni por todas las sopas de tomate del mundo con un huevo encima se atrevería a preguntarle por aquel instrumento de tortura. Había oído de castillos repletos de moros donde se arrojaba a los enemigos cristianos y se los atemorizaba durante años para que renegaran de Jesús. ¿Habría sacado de allí aquella diabólica careta?

-          Ven, Juan, no temas. Ya he guardado lo que te hizo pasar tanto miedo. Algún día te explicaré para qué sirve. Confía en mí.

El hombre acariciaba la cabeza casi rapada del joven. Después, lo agarró con fuerza para abrazarlo. Aquello resultaba extraño, pero necesitaba hacerlo. La última vez que quiso rodear con sus brazos a alguien no fue capaz. El frío y el pánico se lo impidieron. Pero no había excusa posible ni solución. Tenía que haberlo hecho en aquel momento, pues ahora era tarde.

Soltó al chiquillo y en seguida se unió a los juegos junto con los demás. El maestro dirigió sus ojos cansados hacia el castillo. Allí iría de inmediato. Llevaba años preparando la batalla. Cada uno de los lugares que había visitado tenía un sentido. En ellos aprendió, investigó, buscó respuestas más profundas, por lo menos diferentes a la maldición divina.

A su mente llegaban esos recuerdos cuando un fraile le tocó en el brazo. Tiró de su manga para despertarle del letargo. Mauro no le había visto llegar. Menos mal que tenía confianza con aquel hombre menudo y casi enano de metro y poco. El sayal ancho y blanco le hacía aún más diminuto, pues le sobraba de las mangas y gracias al cinturón no lo pisaba de continuo. Sobre los hombros llevaba una capa muy corta de color negro, igual que los de su orden. Se quitó el capuchón y dejó al descubierto una amplia sonrisa de dientes más limpios que los del resto, aunque sin dejar el amarillo por completo. En lo alto de la cabeza relumbró una calva rapada a modo de enorme tonsura y con ribetes de pelo canoso a los lados. Su amigo fray Domingo lo saludó. Tenía el mismo nombre que el fundador de su convento.

-          Buenos días, gran hombre. ¿Cómo va la catedral hoy? Puede ser un buen día para ti, pues se ve poca gente en la plaza. Despejado y libre para que trabajes. Qué raro, ¿no? –el pequeño fraile se llevó la mano a la barbilla.

Su actitud pensativa duró aún un tiempo, lo suficiente para que Mauro tomara aire y llenara sus pulmones con el fin de darle las malas nuevas. Antes le invitó a sentarse en los escalones de la entrada. Allí platicaban numerosas veces.

-          ¿No sabe lo de la muerte negra? –dijo sin más dilación. Nunca había sido hombre de muchas palabras y menos en ese momento –. Ha vuelto y está muy cerca de la ciudad.

El fraile se santiguó despacio. Después, dirigió la mirada hacia el cielo, por encima del tejado de la catedral.

-          Dios nos libre de semejante mal, pero hágase su voluntad.

No, que no se hiciera. Mauro ahogó en su interior un grito de rabia. Eso sucedió en Messina. Se cumplió su voluntad. Si aquel fraile vislumbrara el dolor que albergaba su corazón…pero nadie lo sabría jamás. Nunca lo diría, no podía mostrar su alma negra y triste.

lunes, 6 de mayo de 2024


 CAPÍTULO VIII 

Año 1347 Al lado de la catedral de Messina

Mauro labraba una pequeña figura en la madera de una viga. Nadie la vería nunca, pues iría en lo más alto y pegada al tejado de la nueva capilla de la catedral. Era su petición silenciosa a Dios. Solo Él la contemplaría, el que merecía toda la gloria. En un marco ovalado muy simple había grabado la figura de su hijo y de su mujer embarazada. Pensaba en su interior que aquello los protegería de la muerte negra. Habían pasado algunos días desde que vio la carreta repleta de cadáveres y en ningún momento había dejado de tenerlos presentes en su cabeza, como un retornelo perverso del demonio que había provocado aquella enfermedad.

Uno de sus compañeros lo sorprendió en aquel trabajo miniaturista. Con el poco tiempo que tenían para picar piedras y serrar vigas, le molestó e intentó detenerle, sin más explicaciones. En su impulso lo lanzó al suelo, pues Mauro estaba en cuclillas. Los ánimos en la ciudad se habían caldeado con la epidemia y nadie dormía demasiado bien. Se notaba en el aire el vapor espeso de la preocupación. Muy cerca de cada uno de ellos acampaba de repente la peste negra. Las familias vecinas morían uno a uno.

Se puso de pie y apartó al otro picapedrero de un empujón. Tampoco iba a permitir que no le respetaran. Era joven y orgulloso para dejarse pisotear de esa manera, aunque quien le sujetaba el brazo ese momento llevaba muchos años al frente de aquellos maestros de la piedra. El hombre cayó al suelo golpeándose con la viga de madera. Al instante un chorro de sangre muy aparatoso brotó de su frente. La brecha le cruzaba de un lado a otro como si fuera una línea recta hecha con la cuerda de nudos. Aún de rodillas, el herido se llevó la mano a la cabeza y perdió el conocimiento al instante. El joven no acertaba a pedir disculpas mientras levantaba el cuerpo inerte con gesto estúpido en su mirada. Muy pronto estaban rodeados por los demás trabajadores que le acusaban con la mirada.

El arquitecto tardó un rato en llegar hasta allí, alarmado por el tumulto silencioso. Apartó de su camino a quien rodeaba la escena. Había que preguntar poco, no era necesario. El aprendiz de picapedrero no podría volver más a la obra. El asunto tenía bastante gravedad, pero se resolvería sin la necesidad de más intervenciones. Una mirada y al instante Mauro salió a la carrera calle abajo, tras soltar al compañero que aún tenía en brazos. El trabajo que amaba se había esfumado de golpe, como la vida de tantas personas en aquellos tiempos infernales.

Estaba ya muy cerca de su casa, a dos manzanas de su destino. No se había detenido ni un segundo para atravesar las calles estrechas de la ciudad. Algunos miraban con curiosidad su rostro contraído por el tormento, aunque la indiferencia se había apoderado de aquellos hombres y mujeres que solo veían la destrucción delante de sus ojos.

Aquella muchedumbre ni siquiera se detuvo más de la cuenta cuando salieron de una bocacalle unos cuantos hombres vestidos de sayales. Los sacos de tela dura y áspera iban manchados de sangre. Un ruido monótono los acompañaba. Mauro se frenó para no chocar contra ellos. Se quedó de frente, en medio. Apenas tuvo tiempo para echarse a un lado. Un látigo le rozó la cara y le manchó de rojo. Aquellas personas se golpeaban en la espalda los unos a los otros con dureza. El color marrón claro de las ropas se diluía con las paredes y el suelo de barro. Llamaban la atención por los rostros secos y enjutos, por los huesos que se podían contar de las costillas que asomaban por los laterales desnudos. Llevaban las cabezas peladas para mostrar aún más las junturas del cráneo. La piel se pegaba a él como si la carne nunca hubiera intermediado allí.

Una cuerda de esparto sujetaba los sacos. Recitaban una salmodia monofónica repetitiva. Cada uno tenía una frase que declamaba cuando le tocaba.

-          Hay que sacrificarse para acabar con esta maldición del demonio.

-          Es la única solución. Morir un poco para vivir.

-          Rezad y convertíos a Dios. Redimid vuestros pecados.

-          Acompañadnos, pecadores. Pedid perdón y se irá la muerte negra.

-          Dios nos ha enviado un castigo a causa de nuestra maldad.

Las voces y los golpes se fueron igual que llegaron, de repente. Parecía una breve aparición. Había visto el infierno en una carreta y ahora el purgatorio. Sólo le quedaba el cielo, pero sabía que en la tierra sería imposible. Lo más cercano que lo tuvo fue en el trabajo de la catedral. Varias veces subió a lo más alto y desde allí, tumbado, había mirado hacia el azul perpetuo. También lo rozaba cuando su hijo o su mujer le acariciaban la barba o le daban un beso. Fue en busca de aquel remedio que le devolviera un poco de ilusión.

Inició otra vez la carrera. Una manzana después tuvo que detenerse de nuevo. Desde la ventana más alta de una casa cayó al suelo un baúl que se reventó al chocar contra el suelo. De allí escaparon unos cuantos vestidos que se desperdigaron como la sangre de un vaso roto. Mauro se quedó quieto frente a la puerta. Alguien había arrancado unas maderas que tapiaban la entrada de la vivienda. A un lado había una cruz gruesa y negra. Aquello significaba que toda la familia había fallecido a causa de la peste. Los ladrones no respetaban nada. No tenían miedo a la muerte.

-          ¡Aparta de ahí, hijo de mala madre! –sonó desde arriba.

El grito lo despertó a tiempo de esquivar una silla que también volaba hasta abajo. Se rompió, pero no importaba, pues se trataba de tener madera para el invierno. El ladrón de arriba bajó precipitadamente por las escaleras del interior de la casa. Recogió los tablones del suelo y después de atarlos, se los colocó sobre la espalda. Había realizado la acción delante de unas cuantas personas. Nadie dijo nada. Los bajos ánimos pesaban más que la moral. ¿A quién le podría preocupar que se desvalijara una casa por completo? Estaban muertos, como uno de cada cinco habitantes de la ciudad. Y allí no se detendría la vieja calavera que cortaba vidas con su guadaña afilada.

Mauro ya no corría, todas las preocupaciones de su trabajo habían pasado a ocupar un lugar muy recóndito en su cabeza. Una carreta de muertos junto a una triste procesión de flagelantes habían pasado por encima del golpe que le había dado a su compañero. Como si el accidente de la plaza hubiera sucedido cien años atrás.

Por fin llegó a su destino. Iba cabizbajo y pensativo. Ya no le importaba que fuera media mañana. Las explicaciones sobraban. Solo deseaba comunicar la decisión que había tomado. Seguro que su mujer la apoyaría. Debían salir de la ciudad cuanto antes. Según algunos, en el campo la enfermedad no segaba tantas vidas. Incluso había pueblos donde no se había oído hablar nunca de ella. Ya nada le ataba a aquel sitio.

Abrió la puerta con determinación. El espectáculo que encontró lo dejó en silencio. Dos mujeres se movían de forma acelerada, desde el jergón hasta la cocina, con paños hervidos al fuego. Un ruido de jadeos y gritos le hizo reaccionar. Su nuevo hijo estaba a punto de ver aquel mundo maldecido y señalado por la peste negra.