martes, 22 de abril de 2025




Os dejo un relato mío, esta vez en formato de audio. Gracias a José María Galindo por poner su voz, todo un experto.


Se puede, se hace




lunes, 24 de marzo de 2025

 


Edith Stein Camino de Auschwitz. Biografía joven. Ed. Casals. María Mercedes Álvarez Pérez. !76 págs. Se trata de una biografía ágil sobre una mujer muy interesante. Es el camino de conversión y de conocimiento de una joven judía. Además, se abordan sus ideas políticas donde pretendía la igualdad total entre el hombre y la mujer. No llegó a alcanzar su máxima aspiración por el hecho de ser mujer, pero llevó a cabo una importante labor intelectual junto a otros filósofos de su época, ligados  ala Fenomenología. El libro es un buen testimonio resumido de la vida de la santa carmelita, que acabará en el campo de concentración de Auschwitz. Nunca renegó de su raza judía y murió por esa causa.

lunes, 17 de febrero de 2025

      

                                        EL MUERTO PROFESIONAL

“Si puedes soñarlo, puedes lograrlo."  Walt Disney

“Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte, los valientes gustan de la muerte una única vez.”  William Shakespeare.

     Su carrera profesional no daba ese salto que siempre había soñado. Por más pruebas que realizaba, nunca llegaba hasta el final. Siempre había otro al que cogían para el papel. Estaba desesperado, pero como decían en las películas motivacionales que tanto le gustaban, “querer es poder”. “Si cierras los ojos y aprietas muy, muy fuerte, cuando los abras, lo habrás conseguido”. “Todo lo que desees, lo conseguirás, si lo deseas con mucha fuerza”. Aquello le movía a seguir intentándolo con todas sus fuerzas. Estaba solo en la vida, pues el afán por su carrera le había llevado a aislarse de todo el mundo, para que nada ni nadie lo entretuviera en sus ansias de triunfo.

     Por fin llegó el momento deseado y se le abrió una puerta. No muy grande, pero le dio acceso a entrar en los estudios de rodaje. Allí vio en funcionamiento las cámaras, los focos, a los actores tan conocidos por él, al director de producción, al director, a los electricistas, a los maquilladores. Estos últimos se encargaron de prepararle. Le tumbaron en una camilla, con una toalla como vestimenta. Fueron dos largas horas en las que aguantó estoicamente mientras le pintaban de blanco color muerte. Después, varias heridas rojas en el cuerpo, así como golpes azules, morados, violetas. En la cara le pusieron un líquido rojo mezclado con otro gris que escapaba desde su cuero cabelludo. Le tumbaron en una fría camilla.

     - Ya está. Ahora, cuando empiecen a rodar, debes dejar de respirar. Serán un par de minutos mientras los protagonistas te observan.

     Estaba muy nervioso, pero no les defraudaría. Aguantó la respiración. Todo iba bien hasta que le empezó a picar la nariz.

     - Corten. Se ha movido el cadáver. Maldita sea.

     Le picaba la nariz como nunca y movió un poco la mejilla en busca de alivio. No pasó desapercibido para el script. Debía velar porque todo fuera bien.

     - Estos aficionados. Otra vez a repetir.

     La protagonista lo dijo con verdadero desprecio. El cadáver se vio afectado, pero no protestó. Se rascó la nariz y dio permiso para que comenzaran de nuevo a rodar.

     Esta vez aguantó el minuto cuarenta segundos sin moverse, incluso cuando le tocaron con un bisturí para abrirle una herida de la cabeza, perfectamente dibujada y cortoneada con un plástico que imitaba perfectamente la piel.

     - Muy bien. Vale la toma -gritó el director.

     Todos los actores de la escena se alejaron de él. El encargado del pago le dio un cheque.

     - Ahí tienes, ya puedes ir a lavarte.

     Tuvo que coger el autobús con todo aquel maquillaje encima, pues apenas consiguió quitárselo. Fue muy desagradable, sobre todo para los demás compañeros de viaje, pero iba feliz. Su primer papel. A partir de ahí comenzaría su carrera meteórica. Se convirtió en un muerto experto. Ensayaba horas y horas, inmóvil, aguantando la respiración todo lo que podía. Fue a cursos de submarinismo. Se hizo un experto como estatua viviente de color del bronce en el parque próximo a su casa. Ni siquiera se movía cuando le daban monedas. Consiguió permanecer días enteros sin rascarse. Batió el récord nacional de apnea. Lo dejó en siete minutos y medio.

     - Llamad al cadáver. Ya está lista la morgue.

     Lo sacaron de la cámara frigorífica y, ayudados con la sábana que tenía debajo, lo levantaron entre dos para colocarlo en la camilla. Esta vez la escena iba a durar. Le habían avisado. Unos siete minutos sin cortes. Llegaron los actores. Empezaron a discutir, como marcaba el guion.  Tres minutos. El médico forense esperaba que dejaran de hacerlo para dar una larga explicación de las causas de la muerte. La cara del cuerpo estaba irreconocible bajo una gran manta de maquillaje, más que nunca. Cuatro minutos. Hacía un calor ya ligeramente insoportable cuando encendieron el foco sobre él. La temperatura ascendió. Una gota de sudor corrió por la sien. No se notaba. Cinco minutos. Esta vez no había cogido bien el aire necesario para la apnea dentro de la cámara frigorífica y comenzaba a faltarle. Seis minutos. No podía más. Su reloj mental le avisaba de que quedaba poco. Le tocaron con un bisturí. Siete minutos. Cerró los ojos con más fuerza, sin que se notase. Deseó con todas sus energías que aquello acabara. Ocho minutos.

 - Corten. Esto se ha alargado mucho. Repetiremos. Colocad al figurante de nuevo en la cámara.

     Lo levantaron y nadie lo apreció. Aquel muerto estaba muy muerto. En la segunda toma hizo el papel más realista de su vida ya acabada.

     - Felicidades, haces muy bien de muerto -le dijo el director.

lunes, 20 de enero de 2025

Los pitidos de la mañana


 


¡Dios mío! ¡Qué solos se quedan los muertos!

Gustavo Adolfo Bécquer

 

El policía ya retirado solía levantarse tarde, pues se pasaba las horas de la madrugada escuchando la radio del Cuerpo de forma clandestina. Era incapaz de olvidar aquellos sonidos y los números convertidos en códigos que resumían un asesinato, un robo o un atraco. Tantos años de trabajo nocturno dejaban huella.

 Pero aquella mañana el ruido de la calle lo despertaría sin remedio. Los pitidos de los coches se metían por entre las mínimas rendijas de la habitación. Se dio la vuelta con la intención de continuar con su sueño. Nuevos pitidos. Enrolló el almohadón sobre su cabeza para esconder las dos orejas. El claxon del autobús atravesó la gomaespuma sin problemas. Gruñó e insultó a todo aquel que madrugaba y se exasperaba a esas horas de la mañana. Siempre había sido un lugar tranquilo donde la circulación no se detenía más de lo que el semáforo de abajo ordenaba.

 Por fin se levantó con los ojos endurecidos por el sueño. Se había enfadado. Incluso hizo un amago de coger la vieja escopeta de caza. Mala idea. A esas horas y sin dormir no razonaba con lucidez.

 Subió la persiana con brusquedad, lo cual provocó que bajara casi hasta la mitad otra vez. Un nuevo pitido se clavó en su mente, acompañado de un “hijodeputa” tan rápido que sonó como una sola palabra. Luego un “cabróóón” con triple acentuación. Este provenía de otra boca. Ahora una mujer increpaba con algo más de educación. “¿Nos hemos dormido, imbécil?”

 La escena que el policía jubilado contempló desde su primer piso se podía resumir en pocas palabras. De los dos carriles, uno estaba ocupado, justo el que servía para girar cuando aparecía el color ámbar. Un viejo Renault 12 amarillo, casi blanco por el paso del tiempo, se había detenido. El conductor estaba medio inclinado hacia la radio y no le interesaba nada de lo exterior. Parecía buscar las emisoras muy despacio.

         -          ¡Desgraciado! ¡Sal de ahí!

             Otro coche giraba en el último momento para cambiar al carril central y sobrepasar al culpable del atasco. El copiloto lo amenazó con el puño en alto mientras surgía del cielo un nuevo grito.

 -          ¡Que alguien llame a la policía!

         Esa voz era reconocible. La vecina de arriba siempre se había llevado mal con él y pretendía molestarlo con aquellas palabras. Entró dentro y se fue a por la ropa. La justa y necesaria para tapar el pijama que no se quitó. Más pitidos le hicieron arrugar el ceño. Había un desquicio en el ambiente que se había colado en su propia casa.

 Bajó las escaleras de dos en dos. Seguía en forma, no había duda, pues tardó poquísimo en alcanzar la calle. Otro claxon con voz aguda e intolerante. Un camión se había quedado atascado e intentaba subirse a la acera mientras esquivaba los pivotes de hierro. Más palabras malsonantes y con una fuerza tremenda. Por suerte, el paso no era para peatones y pocos estaban cerca de allí como para correr peligro.

 El hombre del Renault seguía inmóvil. Menuda sangre fría, pensó el policía. El problema es que ahora debía esperar a que pasara el camión. Más pitidos añadidos.

 -          ¡Desgraciado, mamón, imbécil, hijo de puta, cabrón!

     Todo eso salía de la boca del camionero. Había movido algo el semáforo con el parachoques de delante. Frenó y un silbido escapó por entre las ruedas. El hombre bajó con los puños cerrados. Su furia le encogía los labios y agachaba sus cejas.

 -          ¡Alto ahí! – le gritó con todas sus fuerzas el viejo policía.

         No podía permitir que se cometiera un delito delante de su casa. Corrió hacia él y lo detuvo justo cuando abría la puerta del Renault amarillo. Detrás había ya una fila interminable de pitidos insistentes. Nadie podía moverse ya, ni por un lado, ni por otro. Los pitos de los coches sonaban de forma ininterrumpida.

 -          ¡Soy policía! ¡Apártese!

         Aunque no pudo enseñar una placa, estaba tan acostumbrado a ser lo que había anunciado que el camionero no lo dudó. Este se quitó de en medio para observar con cara de pocos amigos al hombre inclinado sobre la radio. Le insultaría cuando viera su cara. Un bocinazo de autobús sonó a lo lejos. El viejo policía abrió la puerta del Renault amarillo.

 -          ¿Qué sucede? ¿No ve la que ha armado? – le preguntó al conductor que continuaba agachado.

         Un hombre mayor de escaso pelo blanco cayó al suelo al perder el apoyo.

 -          Imbécil, gilipollas, cabrón –añadió el camionero según vio el rostro amarillo del anciano.

-         ¡Dios! ¿No ve que está muerto? Ha fallecido entre insultos –corroboró el viejo policía.

         No hubo ningún silencio ni ningún respeto. Los estruendos de los pitos y bocinas que inundaban ya tres o cuatro calles impedían cualquier recogimiento por el difunto. Aún sonaban insultos entre medias del enorme ruido.

     -          Y digo yo…habrá que quitar el coche para que aparte mi camión. ¿No?