domingo, 10 de noviembre de 2013

El cazador de la muerte negra

Este es el título de un nueva novela que empecé hace un tiempo. Parece que va hacia delante, que ha cobrado vida aún en las circunstancias en las que se desarrolla la acción. Estamos en pleno estallido de la peste negra, en 1348. Hay dos historias, una en el pasado y otra 14 años después. Al final, se unirán y el presente del protagonista se entenderá a la luz de los hechos anteriores. Os dejo el primer capítulo.

1 Año 1361 abril, muy cerca de Burgos
Un jinete embozado recorría muy despacio el bosque nevado, tanto como se lo permitía la profundidad del manto blanco. Una capucha marrón le protegía la cabeza y la cara. Apenas sus ojos oscuros le asomaban lo suficiente para ver el camino resplandeciente a causa de los escasos rayos de sol. Le hacían daño y sabía por experiencia que le podían ocasionar quemaduras. Aún así, continuaba su viaje hacia Burgos. No sabía muy bien la fecha, pero por aproximación, debía haber comenzado abril. El tiempo estaba loco. Los últimos años desde 1340 más o menos había llovido, nevado y helado como nunca. Al menos eso decían los hombres que conseguían llegar a los cuarenta. El hambre se había instalado en todas partes y los campos apenas tenían unas pocas espigas de trigo. Las semillas se habían anegado o podrido con el agua. Él comía los frutos y las hierbas que encontraba en el campo. Sabía reconocer las hierbas silvestres, las raíces más tiernas, las setas no venenosas y todo aquello comestible que le rodeaba en cada estación. También conocía los poderes curativos y algo de medicina.
En cada lugar se presentaba como médico, juglar, mendigo o aprendiz de maestro de obras, según la conveniencia de los habitantes. Llegaba, observaba y decidía. Cantaba, sanaba, construía, enseñaba a contar…En sus alforjas portaba los instrumentos necesarios y algo de comida húmeda y con moho. Por un lateral asomaba una especie de pico de madera fina, pintado de color blanco. Tenía dos agujeros en el extremo más grueso, cubiertos de una especie de cristal muy rudimentario de color rojo. Era una máscara. Parecía un buhonero o incluso uno de esos locos que se azotaban por las calles ante la nueva enfermedad. Su ropa no estaba muy limpia y se había llenado de rotos a causa de los enganchones del camino. Llevaba demasiado tiempo en marcha.
Pero solo él sabía lo que buscaba y lo que pretendía. Iba más allá de lo normal. Se había convertido en cazador de la muerte aunque siempre llegaba tarde. Esta vez notaba que no sería así. Lo presentía y lo había soñado varias veces. Una plaga se aproximaba.

Un lobo aulló muy cerca de donde se encontraba. Sintió debajo de sus piernas los músculos en tensión de la cabalgadura. El caballo estiró las orejas y bufó con miedo. Por un momento se detuvo, sin embargo, su dueño lo espoleó deprisa con los tacones. Siguió muy a su pesar. Con toda probabilidad en su mente asomaría el último ataque de aquellos lobos hambrientos a los que se notaba las costillas. Si hubieran tenido más fuerza habrían acabado con los dos. Alguna de sus coces y la buena puntería del hombre con las flechas los habían salvado. El animal agachó la cabeza y notó al instante las correas que tiraban de su cuello. Su amo también tenía memoria. Notaba sus movimientos medidos y lentos. Notó la mano en las crines. Pretendía hacerle olvidar su instinto.

-          Giraremos un poco y así evitaremos a los lobos. Con el viento a favor no nos olerán.

El jinete movió la brida para indicar el nuevo camino. El animal se mostró obediente, se fiaba de él. El siguiente aullido se oyó más lejos. Además, el bosque se había cerrado y los árboles unían sus ramas húmedas en el cielo. Todo olía a podrido en los últimos tiempos. Los líquenes y el musgo invadían los troncos hasta en el lado más seco. Se deberían oír los cantos de los jilgueros, los colorines, los gritos de las abubillas y sin embargo la primavera no había llegado. Nadie parecía feliz.

El hombre embozado bajó del caballo y se quitó el arco que portaba en la espalda. Se ayudó de él para partir con toda facilidad algunos pequeños troncos que se encontraba a su paso. Allí no había camino y miró hacia el cielo en busca del sol. Se había alejado un poco de su destino, pero más adelante rectificaría. Al menos ya no se oía a los lobos.
              Las pisadas del caballo y del hombre embozado dejaban embarrada la nieve. De ambos surgía el vapor que confirmaba la baja temperatura del día. Además, pronto llegaría la noche. Debían apresurarse. El rodeo se estaba convirtiendo en una gran vuelta. El sol bajaba muy deprisa. Por suerte, el bosque se despejaba a cada paso y enseguida se atisbó a lo lejos un claro. El jinete utilizó un tronco del suelo para subir de nuevo al caballo. Lo arreó con fuerza. Necesitaba llegar a Burgos cuanto antes para buscar un alojamiento o al menos un lugar donde calentarse frente a una buena hoguera.

-          Allí está la ciudad –dijo en voz alta.

El caballo no le entendió, pero notó que la tensión se relajaba. A lo lejos asomaban algunas hileras de humo y pequeños tejados de color negro. En medio, un enorme montón de piedras ordenadas y relucientes se erigía por encima de todos una catedral nueva, aunque no terminada, lucía con el color dorado del atardecer. ¿Se terminarían algún día aquellas grandes edificaciones? Se preguntó el jinete. No tenían fin y siempre se sumaban más y más mejoras. Sin duda, las tres catedrales que había visto en su vida eran para él una muestra segura de que dios existía. Con los medios de la época, los conocimientos y los inexpertos trabajadores que iban y venían, se levantaban unas enormes paredes sujetas por arcos voladores y cimientos exagerados. Ni siquiera había dinero suficiente para avanzar cada mes.

Alcanzó las casas que rodeaban la muralla de la ciudad cuando el sol buscaba su descanso. Nunca se acostumbraría al hedor que acompañaba a aquellas familias que sobrevivían día a día. Se mezclaba la pestilencia a verduras podridas, gallináceas secas, aguas sucias, algo de estiércol de bueyes y cerdos y por supuesto el olor a hombres y mujeres que se lavaban una vez al año. Ni siquiera el frío evitaba aquellos efluvios. Por un momento, el cazador estuvo a punto de ponerse la máscara, pero sabía muy bien el efecto que tendría entre aquella pobre gente.

El caballo chapoteaba sobre el barrizal, pues la nieve desaparecía con rapidez de aquellas calles hediondas. Él también tenía prisa por abandonar el lugar. Tanta, que pisó una gallina. Se dio a la fuga cacareando y con una pata casi desprendida de su cuerpo redondo y desplumado. El escándalo apenas inquietó a los habitantes, que miraron con desgana al hombre que tenía cabalgadura. Sin duda, estaría muy por encima de ellos y nadie se atrevería a pedirle explicaciones aunque hubiera matado con saña a todos sus animales. Solo un niño siguió con atención los pasos del jinete. El pico que sobresalía de las alforjas le dejó inmóvil. Había oído algunas historias sobre el hombre pájaro que traía mal agüero. Un pescozón de su padre lo despertó.

-          No seas insolente. Ese caballero podría darse la vuelta y tomar justicia sobre ti por tu atrevimiento.

El chico no dijo nada. Salió corriendo en busca de una carretilla, pues debía acarrear algo de paja para la burra. Por la noche, recordaría la máscara en un sueño nervioso e intranquilo.
            El hombre del caballo entró por la puerta de la muralla cuando estaban a punto de cerrarla. Los dos soldados que la custodiaban lo miraron con desgana. Uno de ellos golpeó el lomo del animal para que se apresurara. Estaban a deseo de abandonar su puesto. No le preguntaron nada y el jinete se dirigió enseguida hacia la catedral a través de las estrechas calles. Allí el olor no mejoraba. Un pequeño reguero de color marrón corría por mitad y exhalaba un vapor fétido al contacto con el aire frío.

-          Agua va –gritó una mujer desde una ventana.

Poco faltó para que la suciedad lo alcanzara de lleno. El caballo se notó salpicado y golpeó con fuerza en el empedrado de la calle, sobre la nieve derretida. Los cascos resonaron a modo de queja, como un vecino airado.

-          Tranquilo, tranquilo –le repitió su dueño.

Pronto se abrió aquel pasadizo oscuro a un espacio más amplio. Una plaza que rebosaba piedras, arena y enormes maderos tenía al fondo la catedral. Aunque le edificio se veía terminado con unas enormes puertas de madera talladas en relieve y sus cristaleras llenas de polvo, se había iniciado una nueva obra de mejora. El jinete observó el espectáculo durante un buen rato. Apenas había dos o tres personas que seguramente se encargaban de cuidar los materiales. Las antorchas que colgaban en las paredes se habían encendido y ayudaban a alumbrar el lugar junto con la luz crepuscular de tonos rojizos. Nunca se acostumbraría a la maravilla que suponían aquellas construcciones. Recordó su último trabajo en el tejado. Aquellas finas esculturas y remates que no vería nadie, solo Dios.

Uno de los hombres se acercó a él chapoteando con unas botas de piel de conejo sobre la pequeña capa de nieve que aún quedaba. Llevaba un mandil de cuero y debajo un sayón marrón de tela basta y gruesa. Al jinete le picó todo el cuerpo al ver aquella prenda tosca. Eso sí, no tendría frío. De su boca salió el vapor nada más abrirla para hablar. Aquella lengua castellana le pareció dura y a la vez fuerte, sin duda tenía más energía que la suya. La entendía a la perfección, sobre todo por sus conocimientos de latín.

-          ¿Deseas algo, caballero? –dijo el obrero.

El jinete quiso deshacer el equívoco. Iba a caballo, pero no era noble. La montura la había adquirido como pago por la cura de una grave enfermedad a un príncipe de escaso territorio. No tenía ganas de explicaciones y abrevió su presentación con buenas maneras tras desmontar.

-          Soy Mauro. Voy de aquí para allá ofreciendo mi oficio donde pueda interesar. He aprendido de algunos maestros de obras algunos trucos para construir. Esta es la cuarta catedral que veo y en la que podría trabajar.

El hombre lo miró de arriba abajo mientras paladeaba las palabras del extranjero con ese acento tan musical. El rostro que apenas podía ver le pareció de fiar. Los ojos anunciaban sinceridad, o eso pensó. Miró hacia una casa cercana. Estaba llena de polvo y apenas se libraba el tejado. Aún así, su aspecto anunciaba cierto recogimiento.

-          Yo soy Aparicio, el maestro de obra. Ahora no tenemos mucho trabajo en la catedral. Corren malos tiempos y el dinero escasea, tanto como la comida o la primavera, que ni siquiera desea visitarnos. Aún así, mañana probaremos tus cualidades. De momento te ofrezco que pases la noche en la casa de obras. Está sucia, pero no encontrarás otra mejor a estas horas. Sé bienvenido, extranjero.

            Ofreció su mano descubierta al jinete. Este la apretó, como era costumbre en aquella zona. Después, se dirigió hacia la casa con su caballo del ramal. No le habían ofrecido comida, ni para él ni para su caballo. Tendría que compartir con él algunas hierbas duras pero sustanciosas. Engañaría al gusano que continuamente le apretaba en el estómago ayudado por el jugo áspero y el ejercicio interminable de las mandíbulas.

4 comentarios:

Miguel Luis Sancho dijo...

El arranque de la novela promete.
Tienes un personaje misterioso, que atrae la atracción del lector.
Queremos saber más cosas de él.

julio cesar romano dijo...

Gracias, Miguel. Espero que sea un buen personaje poco a poco durante el resto dela novela.

César dijo...

Buen arranque. Venga, Julio, ánimo y a continuar.

julio cesar romano dijo...

Gracias, César. A ver si el tiempo lo permite y llegamos a buen puerto.