miércoles, 11 de diciembre de 2024


Os dejo un nuevo relato dedicado a los bancarios, que no banqueros.

 
EL BANCO EN TU MÓVIL

“La conectividad es un derecho humano”. Mark Zuckerberg, fundador de Facebook.

 Cuando a Jhon Jeremías Jhonson García le propusieron meterse en la aplicación del banco para móviles, creyó que se trataba de descargársela y hacer una prueba. Siempre había estado dispuesto a todo por mantener su trabajo y aquello no parecía muy complicado. Además, no le llevaría muchas horas de trabajo. Firmó el contrato sin leerlo.

 - Ahora realizaremos la prueba -dijo su jefe mientras doblaba los papeles.

- Como diga, señor director. Nadie me espera en casa.

 Esta frase de subordinación la había espetado tantas veces, que ya le salía como si no fuera él quien la soltaba, sino su yo más humilde y humillado. Salieron los dos, de forma apresurada, para entrar en un salón de actos a rebosar. Nadie quería perderse aquello. Se colocaron en una especie de escenario desmontable para que los vieran bien. El director general se colocó un micrófono inalámbrico en su oreja y comenzó a hablar.

 - Lo primero de todo, dar gracias a la empresa tecnológica Pro-antropos que ha hecho posible esta aplicación de móvil. Se trata de un avance enorme para la atención al cliente de más edad. Estos podrán acceder en cualquier momento y personalizaremos las respuestas para sus dudas. Todo será más humano para ellos. Con esta nueva aplicación -explicaba a todos los altos cargos que allí se habían reunido-, los mayores dejarán de venir a las sucursales. Podremos cerrar todas. Se trata de meter en la aplicación a uno de nuestros empleados, que estará disponible las veinticuatro horas del día. Este será capaz de atender a los posibles problemas de unos mil clientes…esa es nuestra estimación.

         En la pantalla donde se proyectaba la presentación, aparecía la foto de Jhon Jeremías de cuerpo entero. Después, en un pequeño video demostrativo se le realizaba un proceso de deshidratación.

         - Así de sencillo -dictaminó el director general. 

De una puerta blanca salieron dos hombres, también vestidos de blanco, con una especie de bomba de inflar bicicletas, pero que se usaba al revés. Cogieron de los brazos a Jhon Jeremías. Después, le introdujeron varias gomas por todas las aberturas externas de su cuerpo, con mucho pudor, para respetar su intimidad. Una vez unidas aquellas sustractoras a la bomba inversa, comenzaron a sacar todo el aire de su cuerpo. Le succionaron. 

- Esta es la primera fase. Este ejemplar de cajero dejará de necesitar aire para vivir. 

El pobre voluntario no daba crédito a lo que sucedía. Le estaban absorbiendo a toda velocidad. Pensaba que se trataba de usar una aplicación, nada más. No tuvo tiempo de reaccionar cuando se vio muy desmejorado por la succión. 

- Ahora, la deshidratación. Si se hace rápido, a pesar de las altas temperaturas, al hombre no le da tiempo ni a morirse. 

Lo metieron en una cápsula de rayos ultravioletas que lo dejó tan aplastado como una moneda en solo diez segundos. Recogieron del suelo la cinta bidimensional a la que se le había reducido. Parecía un chicle aplastado, pero seco. 

- Ahora se enrolla varias veces y se dobla hasta que alcance el tamaño del icono de una aplicación. Si se hace con cuidado, el rostro quedará ahí, para que todo sea más personal. Después se plancha…-el director ponía palabras al proceso que realizaban los hombres de blanco. 

Todo estaba previsto y el asunto no duró ni 5 minutos. Jhon Jeremías Jhonson García quedó reducido a un pequeño cuadradito de unos pocos píxeles. No pudo decir ni una palabra mientras asistía a su iconización. 

- Y ahora se introduce en el móvil vía cargador- el director general se calló durante unos segundos mientras sujetaba su propio teléfono-…y ahí está. He aquí al hombre dentro. Salude señor Jhonson García.

- Hola. ¿Qué desea señor cliente?

- ¿Tiene alguna duda, nuevo empleado del mes?

. ¿Cómo comeré?

- Tiene al lado una aplicación de supermercado. Compre lo que necesite.

- Vale. Gracias 

Hubo un aplauso general para el Director General. Este sonreía mientras sentenciaba. 

- Otra vez innovando. Las nuevas tecnologías harán más humano nuestro banco y nuestro mundo.

 

jueves, 5 de diciembre de 2024


Os dejo un relato mío de un nuevo proyecto. Espero que os guste.

 EL SÓCRATES MODERNO

 

J. J. J. había tenido una vida perfecta, totalmente perfecta. Ya desde el primer día nació en una familia donde los problemas se reducían a lo mínimo. Tras estudiar todo lo que necesitaba con matrícula de honor, ingeniería aeronáutica incluida, comenzó a trabajar. Enseguida consiguió un buen sueldo, unas buenas vacaciones y una chica con la que compartir el resto de sus días. Podría decirse que el único inconveniente hasta entonces había sido alguna gripe ocasional y el verano en el que le operaron de apendicitis. Poco más.

             En cuanto a su matrimonio, un largo contrato que redactaron y firmaron ambos, evitaba cualquier prueba o discusión, pues todo estaba regulado y decidido de antemano y un contrato es un contrato, no se puede romper o saltar, así como así. Los dos pensaban lo mismo con respecto a esta cuestión de preeminencia total de lo acordado.

     Tuvieron los dos hijos que querían y estaban firmados, un niño y una niña. Tampoco encontraron una desavenencia del destino en cuanto a sus deseos sobre el sexo de sus hijos.

 A los cincuenta años, decidió redactar otro contrato muy importante. Esta vez solo lo firmaría él. Se trataba de poner fecha al final de su existencia, como solía llamar él a la muerte. Su extinción como ser humano se llevaría a cabo el 17 de febrero, justo cuando cumpliera en ese día 65 años.

 - Y me arriesgo mucho -comentó con su mujer-. Quizás para entonces esté enfermo y no me libre de esa horrible posibilidad.

 Pero sí se libró y llegó a ese día con una perfecta salud mental y física. Justo un mes antes se le vio algo nervioso, poco normal en él. Su mujer le preguntó si le pasaba algo aquel día que gritó porque el pescado que le habían preparado en la cocina estaba un poco soso. Nunca le había oído levantar la voz, ni siquiera cuando se tiró durante las vacaciones de Navidad desde unas pequeñas cataratas con cierto riesgo para su cuerpo. 

- No me pasa nada -dijo con su acento anodino.

     No volvió a gritar, pero a veces se le veía pensativo junto a la piscina, retorciendo el reposa vasos con una mano, mientras daba un sorbo al último cóctel que le habían preparado. 

- No eres el mismo -le dijo su mujer desde la ventana. 

Aquello constituía una pequeña violación del contrato matrimonial. 

“Nunca se hablará de los sentimientos de cada parte contratante ni se pedirá explicación sobre los del otro”. 

J.J.J. la miró y se fue a su despacho. Ni siquiera alegó que el contrato debía ser cumplido en su integridad. Si hasta entonces habían sido dos extraños con una felicidad precocinada, ahora lo eran más todavía. Cualquiera hubiera apostado a que era imposible que se mantuviesen en la misma casa por más tiempo. 

Apenas se veían y nadie podría hablar de qué pasaba. Ni siquiera sus hijos, que vivían muy lejos de allí, solos, pues no tenían firmado ningún vínculo con nadie. Ellos volvieron el día señalado, el 17 de febrero, para asistir al “abandono voluntario de la vida” que había firmado su padre ante notario. En un alarde neoclasicista había decidido tomar cicuta, como Sócrates. Sería a las 12 de la mañana, hora en la que nació 65 años antes. 

- El señor lo tiene todo preparado. 

Junto a la piscina se había instalado una tribuna un poco alta con una mesita en medio. Para que todos vieran cómo moría. Allí se encontraban su abogado, su mujer, sus dos hijos, el notario, un médico y todo el servicio. Solo uno de los criados había permanecido en la casa más de dos años. La seriedad, dignidad y respetabilidad reinaban en el aire. Se iba a poner fin a una vida perfecta, intachable en cuanto a la ausencia de problemas, irreprochable por su actitud y herencia dejada a la sociedad. 

- Aquí tiene su cicuta, señor. A temperatura ambiente, como deseaba. 

El médico se acercó a corroborar que la cantidad era la necesaria. 

- Todo perfecto. 

J.J.J hizo un gesto de aprobación. Su mandíbula se apretaba como nunca y se notaba a distancia la rigidez de sus movimientos. Se le veían los pálpitos en las venas de la sien. Se las frotó con los dedos. Miró el reloj. Quedaba exactamente un minuto para abandonar todo aquello, como había deseado. Por su mente recorrió la película de su vida. Se reducía a tres asuntos más o menos importantes y muchos viajes, con una gran variedad de escenarios de la tierra contemplados. Luego le vinieron a la cabeza algunas novelas que había leído, muy pocas y por obligación, pues creía que aquello que se narraba en ellas no se correspondía con la realidad. Por supuesto, dada la situación, pensó en Sócrates y su majestuosidad al beber la cicuta, al cumplir con la ley, lo cual le animó. 

Cogió el vaso con la mano derecha. Era una copa del color del ámbar, con un armazón dorado que ayudaba a sostenerla sin que se notara el pulso tembloroso de aquel hombre de vida perfecta. El líquido de dentro bailó al acercarlo a los labios. Desde el reloj del salón llegó hasta la piscina el ruido de las doce campanadas del reloj de carillón. 

Separó la copa y la dejó sobre la mesa sin apartar la vista de ella. Estaba rígido como si ya hubiera bebido el veneno. 

- ¡Cariño, un contrato es un contrato, no se pude romper! 

La voz de su mujer taladró el cerebro del hombre. Realmente esa era la única realidad que sostenía al mundo. El cumplimiento de la palabra. 

Cogió de nuevo la copa. Se dispuso a volver a la nada, de allí donde había salido, ya que nunca había considerado que el hombre fuera distinto a una hormiga que moría y desaparecía. La nada y nada más. La cicuta volvió a acercarse a sus labios. Debía cumplir el contrato. Pero si no hay nada más, qué importa el contrato, qué importa cumplirlo, para qué sirve sino para que él desapareciera de forma estúpida. Su mente comenzó a buscar escapatoria. “Quizás me queden algunos años sanos, sin dolores. Podría seguir disfrutando. ¿Quiénes son estos para obligarme a morir? Solo yo puedo decidirlo”. 

En un último momento le vino a la cabeza el libro El coronel no tiene quien le escriba. Una novela horrible que contaba la vida pésima e infeliz de un personaje atado a una esperanza estúpida, la que le quedaba a él. Se sintió identificado, lo cual le hizo casi vomitar. De su boca salió la famosa frase final de aquel personaje iluso mientras arrojaba la cicuta al aire y corría como alma que lleva el viento. 

- ¡Mierda!