J. J. J. había tenido una
vida perfecta, totalmente perfecta. Ya desde el primer día nació en una familia
donde los problemas se reducían a lo mínimo. Tras estudiar todo lo que
necesitaba con matrícula de honor, ingeniería aeronáutica incluida, comenzó a
trabajar. Enseguida consiguió un buen sueldo, unas buenas vacaciones y una
chica con la que compartir el resto de sus días. Podría decirse que el único
inconveniente hasta entonces había sido alguna gripe ocasional y el verano en
el que le operaron de apendicitis. Poco más.
- No me pasa nada -dijo
con su acento anodino.
- No eres el mismo -le dijo su mujer desde la ventana.
Aquello constituía una pequeña violación del contrato matrimonial.
“Nunca se hablará de los sentimientos de cada parte contratante ni se pedirá explicación sobre los del otro”.
J.J.J. la miró y se fue a su despacho. Ni siquiera alegó que el contrato debía ser cumplido en su integridad. Si hasta entonces habían sido dos extraños con una felicidad precocinada, ahora lo eran más todavía. Cualquiera hubiera apostado a que era imposible que se mantuviesen en la misma casa por más tiempo.
Apenas se veían y nadie podría hablar de qué pasaba. Ni siquiera sus hijos, que vivían muy lejos de allí, solos, pues no tenían firmado ningún vínculo con nadie. Ellos volvieron el día señalado, el 17 de febrero, para asistir al “abandono voluntario de la vida” que había firmado su padre ante notario. En un alarde neoclasicista había decidido tomar cicuta, como Sócrates. Sería a las 12 de la mañana, hora en la que nació 65 años antes.
- El señor lo tiene todo preparado.
Junto a la piscina se había instalado una tribuna un poco alta con una mesita en medio. Para que todos vieran cómo moría. Allí se encontraban su abogado, su mujer, sus dos hijos, el notario, un médico y todo el servicio. Solo uno de los criados había permanecido en la casa más de dos años. La seriedad, dignidad y respetabilidad reinaban en el aire. Se iba a poner fin a una vida perfecta, intachable en cuanto a la ausencia de problemas, irreprochable por su actitud y herencia dejada a la sociedad.
- Aquí tiene su cicuta, señor. A temperatura ambiente, como deseaba.
El médico se acercó a corroborar que la cantidad era la necesaria.
- Todo perfecto.
J.J.J hizo un gesto de aprobación. Su mandíbula se apretaba como nunca y se notaba a distancia la rigidez de sus movimientos. Se le veían los pálpitos en las venas de la sien. Se las frotó con los dedos. Miró el reloj. Quedaba exactamente un minuto para abandonar todo aquello, como había deseado. Por su mente recorrió la película de su vida. Se reducía a tres asuntos más o menos importantes y muchos viajes, con una gran variedad de escenarios de la tierra contemplados. Luego le vinieron a la cabeza algunas novelas que había leído, muy pocas y por obligación, pues creía que aquello que se narraba en ellas no se correspondía con la realidad. Por supuesto, dada la situación, pensó en Sócrates y su majestuosidad al beber la cicuta, al cumplir con la ley, lo cual le animó.
Cogió el vaso con la mano derecha. Era una copa del color del ámbar, con un armazón dorado que ayudaba a sostenerla sin que se notara el pulso tembloroso de aquel hombre de vida perfecta. El líquido de dentro bailó al acercarlo a los labios. Desde el reloj del salón llegó hasta la piscina el ruido de las doce campanadas del reloj de carillón.
Separó la copa y la dejó sobre la mesa sin apartar la vista de ella. Estaba rígido como si ya hubiera bebido el veneno.
- ¡Cariño, un contrato es un contrato, no se pude romper!
La voz de su mujer taladró el cerebro del hombre. Realmente esa era la única realidad que sostenía al mundo. El cumplimiento de la palabra.
Cogió de nuevo la copa. Se dispuso a volver a la nada, de allí donde había salido, ya que nunca había considerado que el hombre fuera distinto a una hormiga que moría y desaparecía. La nada y nada más. La cicuta volvió a acercarse a sus labios. Debía cumplir el contrato. Pero si no hay nada más, qué importa el contrato, qué importa cumplirlo, para qué sirve sino para que él desapareciera de forma estúpida. Su mente comenzó a buscar escapatoria. “Quizás me queden algunos años sanos, sin dolores. Podría seguir disfrutando. ¿Quiénes son estos para obligarme a morir? Solo yo puedo decidirlo”.
En un último momento le vino a la cabeza el libro El coronel no tiene quien le escriba. Una novela horrible que contaba la vida pésima e infeliz de un personaje atado a una esperanza estúpida, la que le quedaba a él. Se sintió identificado, lo cual le hizo casi vomitar. De su boca salió la famosa frase final de aquel personaje iluso mientras arrojaba la cicuta al aire y corría como alma que lleva el viento.
- ¡Mierda!
2 comentarios:
Me gustó mucho. Aunque Sócrates no fue un pretencioso cabeza hueca. El relato retrata muy bien cierto comportamiento 'moderno', y estúpido. Repito: me gustó mucho.
Jesús Gómez Fernández.
Jesús Gómez Fernández
Excelente y muy original
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