viernes, 19 de marzo de 2010

El difícil paso



Cuando comienzas una nueva novela, vas con una idea de lo que deseas, un esquema del argumento y últimamente, me imagino que como a todo escritor, una mirada hacia los gustos de los editores. Pero esta vez, no. Escribo como quien lo hace para sí mismo, para divertirse, que así comenzamos todos. Me he olvidado adrede de lo que debes hacer para que te publiquen. Quiero pasarlo bien, aunque el texto quede después en un cajón.Y va para largo, si no abandono mi manuscrito, puede tener numerosas páginas, más que ninuguna anterior. Nadie sabe dónde parará todo esto.

Os dejo el inicio, una parte del primer capítulo de El difícil paso.

Hanys luchaba como un adulto, a pesar de no haber superado la prueba del paso, la que se realizaba a los dieciséis años. La situación requería la actuación de todos aquellos que supieran tirar con arco o empuñar una espada. La lluvia torrencial hacía difícil cualquier defensa y faltaban manos. Bajo la capa espesa de agua, apenas se veía más allá de un par de metros, como si el aire se convirtiera en una gigantesca ola del mar embravecido. Pero en esa época del año, no se podía esperar otra climatología.


El joven soldado subía a toda velocidad a una de las torres de la ciudad como refuerzo. Los arqueros no daban abasto para frenar la incursión de la puerta principal, destrozada por un gran tronco de abeto, y debía unirse a ellos. Los enemigos del pueblo aequo entraban ya en el recinto amurallado. Formaba una corriente espesa, igual que un río de lava, lenta pero segura.

En las escaleras, tras la maldita cortina de agua, se encontró a uno de ellos, fuerte como un toro. Portaba un mandoble de tal tamaño, que a pesar de la envergadura que tenía, necesitaba de sus dos manos para manejarlo. El gigantesco madero de forma irregular volaba de un lado a otro taponando la ascensión. Varios jóvenes manios, compañeros de Hanys, habían caído tras ser golpeados, estrellándose contra el suelo del patio de armas o sobre las cabezas de otros combatientes. Pero no había lugar para las lamentaciones. Recordó las palabras de uno de sus maestros. “Muy por encima de cada uno de nosotros está el destino de nuestro pueblo”.


Se acercó a su contrincante. Le había llegado el turno en aquella fila macabra que deseaba subir hasta arriba. Quizás, si no fuera por las órdenes directas que había recibido de su capitán para que reforzara la posición de los arqueros, hubiera dado la vuelta. Respiró hondo. Para él solo había una oportunidad. En un instante pensó en su táctica. Se lanzó sin más sobre el oso que lo esperaba babeando bajo el casco metálico. Hasta su nariz llegó el olor de su aliento fétido. De aquella enorme boca surgió un grito de guerra que casi lo paraliza. Aquellos dientes negros como el vino malo parecían engullirlo sin apenas resistencia. En su oído izquierdo zumbó el ruido silbante del gigantesco palo. Le abriría la cabeza sin remedio.
Consiguió agacharse a tiempo, pero tanto, que su casco, demasiado grande para él, golpeó el escalón. Se le quebró la nariz, lo oyó con claridad. El dolor le penetró por los ojos hasta el centro de su cerebro. El cielo del paladar se le inundó de sangre. Tuvo que escupir antes de levantarse. Allí llegaba de nuevo el leño volador. Esta vez el recorrido era de arriba a abajo. Se ladeó, quedando al borde de las escaleras, apunto de desequilibrarse y caer. Se tambaleaba como un huevo debido al agua de la lluvia, que había empapado las piedras. El monstruo aequo había perdido la paciencia. Giró su arma hacia fuera. Su enemigo no tenía ya nada que hacer. Lo remataría.


Pero saltó. Hanys se elevó desde el suelo a tiempo. Y los que le conocían, sabían que era el mejor a la hora de hacerlo, parecía un ave que remontaba el vuelo. Notó la lluvia sobre su casco mientras rompía aquella capa de agua que caía del cielo. En el aire, rogaba a su dios para aterrizar de nuevo sobre la escalera. En ese instante, vio, tras la sangre que le empañaba la mirada, cómo el guerrero toro perdía el equilibrio. Al no encontrar el cuerpo del joven, el mandoble lo arrastró en su recorrido para acabar golpeando el suelo del patio de armas. El estruendo de la caída detuvo por unos instantes la batalla. Pero solo unos segundos. Después, todo continuó.


Mientras, Hanys descendía a toda velocidad hacia su destino, pues su vuelo vertical tocaba a su fin. Quedó con un pie en la escalera y el otro en el aire. Se precipitaría sin remedio. El peso de su cuerpo apuntaba hacia el suelo del patio. Justo entonces su buen amigo Entres lo sujetó del brazo. Se miraron para darse ánimos y subieron rápidamente hacia la torre. Allí se incorporaron a los demás soldados que lanzaban dardos sobre los asaltantes.


La batalla se había decantado por los aequos, pues éstos ya habían superado la primera muralla. Aunque muchos continuaban entrando por la puerta, desde la torre procuraban que fueran los menos posibles. Así, a la vez que los manios tiraban con sus arcos, también arrojaban aceite hirviendo sobre las cabezas enemigas. Volteaban los calderos ardientes entre tres o cuatro con un gran esfuerzo. Las gotas de lluvia se derretían al chocar contra el contenido, con un ruido rápido de ebullición.


Otro de los encargos de la resistencia consistía en lanzar al vacío las escaleras que aquellos soldados, más preparados y sin ningún escrúpulo, apoyaban sobre las almenas. Los gritos del combate retumbaban en el amanecer y la mente de cada uno de los guerreros manios solo albergaba un único propósito, mantener la ciudad hasta la oscuridad de la noche. El día siguiente tendría su propio afán.


Hanys pensaba lo mismo mientras lanzaba sus dardos sobre los enemigos. Ni siquiera apuntaba. Solo disparaba y disparaba. Junto a sus `pies, sobre el húmedo suelo había montones de flechas. Las recogía sin mirar, automáticamente. Al estar de rodillas, no debía agacharse, pero sentía un gran pinchazo en la espalda y calambres en sus manos. La postura recta comenzaba a incomodarle. Necesitaba un descanso, pero la disputa no lo permitía. Intentó pensar en algo distinto que el dolor, incluso lejano a la tremenda lucha.
Recordó entonces su infancia, cuando su padre, el rey, aún no había muerto. Fue breve el pensamiento. Enseguida regresó a la realidad. Si él estuviera al mando de su pueblo en estos momentos la situación no resultaría tan desesperada. Ahora, su tío, el nuevo regente, les había llevado a la guerra contra los aequos. En su ambición por el lujo y la vida fácil, sus movimientos y alianzas con los terribles vecinos finalizaron. El difícil equilibrio táctico se había roto. Ellos habían notado la desidia, la pereza de los manios. Incluso los hombres mejor situados de la ciudad pagaron dinero para librarse de sus deberes en el ejército, contratando a sustitutos entre los mismos aequos. Aquello solo podía significar el fin de un pueblo hasta entonces valeroso y dominador de los territorios colindantes. ¿Sería éste el inicio de la desaparición?
- Tú, despierta, vamos. Deprisa. Hay que salir de aquí –le gritó Entres.


Hanys miró a su alrededor. Un grupo de fieros guerreros avanzaba hacia ellos por el lateral derecho. Uno de los suyos le golpeaba en el casco para que retrocediera hacia la escalera. La situación era crítica. Abajo, en el patio, tampoco podrían resistir mucho más al empuje del exterior.


- Corred. Rápido. A la segunda muralla –la orden sonó por encima de los golpes de la batalla. Era la voz del capitán.

Hanys bajó la escalera a toda velocidad. Iba de los últimos y aquello no le hacía mucha gracia. Sabía que había un tiempo muy breve para entrar por la puerta de la segunda muralla. Después, ante la avalancha de enemigos que aprovecharían el paso abierto, ésta se cerraría sin piedad.


El joven corrió con todas sus energías entre los guerreros aequos. Nadie se molestaba en luchar entre sí. Todos tenían en ese momento el mismo destino, cada uno con un interés contrario. Hanys necesitaba dejar atrás a sus enemigos y gracias a su escaso armamento lo estaba consiguiendo. Se había situado en tierra de nadie en aquel gran patio de armas. Para los suyos, era el último; para los enemigos, el primero al que había que matar. Una lanza pasó junto a su cuerpo y atravesó a uno de sus compañeros que le precedía. Éste cayó al suelo de inmediato. Pasó por encima con un salto y sin mirar, no deseaba reconocer al que allí yacía. Podía ser tan cercano a él…Se trataba de Entres.


Sus ojos se fijaban en aquella puerta maciza que tantas veces había atravesado. Ahora, la cuestión de alcanzarla se convertía en obligación, si deseaba mantenerse vivo. Muchos de sus camaradas entraban ya apresuradamente. A él le faltaba el aire. Se le hacia largo en escaso trecho. Las losas del suelo le hacían resbalar, aunque se mantenía en pie con sus escasas fuerzas. Sentía el aliento de sus enemigos en la nuca. Los gritos en lengua extranjera le aterraban, pero, por suerte, no lo paralizaban.


Fue entonces cuando le falló uno de sus pasos. Resbaló a causa del agua torrencial que golpeaba las piedras del enlosado. Clavó una rodilla en el suelo. A la vez, notó un pinchazo en su espalda. Una lanza enemiga lo había atravesado por la axila. El dolor le aguijoneó la espalda. No podía haber imaginado nunca el daño que provocaba el desgarro del hierro en la carne. No lo soportaba. Se levantó con el venablo colgando de su cuerpo. Lo arrastró unos pasos. La puerta se cerraba, los primeros enemigos la habían alcanzado y la intentaban sujetar.


Con su espada, golpeó sin fuerza a aquellos que le impedían el acceso. Pudieron ser seis o siete los que le rodearon para matarlo. Pero él pudo entrar medio agachado, casi arrastrándose. De eso se trataba. Una vez dentro, dejó que su cuerpo cayera completamente en el suelo, con todo su peso, como si la muerte no lo hubiera conseguido, como si la batalla estuviera ya ganada, por lo menos para él. Los ruidos exteriores se apagaron hasta derivar en un silencio absoluto. La mente de Hanys volaba en un sueño confuso y así se mantuvo hasta la noche.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Inico trepidante, lleno de acción y de heroismo.
Vuelves a la temática épica, a las batallas y a la guerra.
Al escribir, se nota tu decisión firme de escribir esta novela, casi tanto como el héroe por entrar en la torre donde se derrumba.
¡Esto sólo es el principio!
Mucho ánimo, y a por ella