viernes, 28 de junio de 2024

 


CAPÍTULO XVI Final del verano del año 1348 en el Reino de Granada.

Mauro contempló su rostro en las escasas aguas de un arroyo casi seco. Tenía aún algunas señales azabaches en el cuello y algún pequeño rastro de inflamación. Por eso debería esperar antes de entrar en la gran ciudad de Granada. Las informaciones que había recibido sobre aquel lugar no se cumplieron. Según los habitantes de Messina, un cristiano moriría en tierra infiel de inmediato, nada más atravesar las fronteras. Sin embargo, la guerra entre los reinos cristianos y el reino musulmán gozaba de treguas de muchos años. Incluso había mozárabes, así se llamaba a los cristianos que vivían desde siempre en esos territorios, que estaban en paz. En uno de sus poblados le acogieron la noche anterior. Gracias a la escasa luz de las velas pasaron desapercibidos sus casi desaparecidos bultos negros. Partió antes de que el sol asomara por el horizonte.

Decidió acampar allí mismo. El tiempo le acompañaba y la temperatura todavía agradable le animó a dormir al raso. En aquellos lugares tan cercanos a Granada los lobos escaseaban y fuera de ellos no había grandes alimañas. Un búho ululó de forma repetida. Él, que siempre había vivido en una ciudad, se acomodó al mar y ahora debía hacerlo al campo. Sonrió con ironía. Ni siquiera los musulmanes deseaban su muerte.

Desde que desembarcó se había movido él solo por aquellas tierras sin tocarse la barba y el pelo. Su aspecto desastrado le hacía parecer un eremita. Sus ojos opacos y sin luz negaban, sin embargo, aquella ocupación. Si no fuera porque solo llevaba un cuchillo entre sus pocas pertenencias y por su soledad, alguno le hubiera tomado por un salteador o un mercenario, de aquellos que trabajaban a sueldo con el mejor pagador.

Hizo una pequeña lumbre con algunas piñas del camino. No había mucha vegetación al lado del arroyo, pero estaba más o menos protegido de las miradas. Aquellos campos libres se dedicaban sobre todo al cultivo de los cereales. Reunió ramas secas del suelo y encendió el fuego con un pedernal. Pronto los palos rompieron el silencio con su restallido, como si se quejaran al convertirse en cenizas.

Mauro pasó varias veces la mano por encima de la llama, hasta que sintió el dolor de la quemadura en la palma encallecida por el trabajo. A veces se hacía daño a propósito, para saber que no era un fantasma que vagaba por el mundo cumpliendo una condena merecida. Los recuerdos le atormentaban y el único momento de evasión eran las pocas horas en las que dormía sin pesadillas.

Sacó de su bolsa de viaje un papel con algunas letras. Eran citas de la Biblia que había anotado cuando aprendió a leer y escribir junto con el maestro cantero. Se incluía como parte esencial de su formación el estudio de la escritura. Las fue leyendo despacio. Le encantaría creer en ellas, como cuando aún era inocente y no conocía ni el miedo ni el dolor. Siguió repitiendo las fórmulas, cada vez con voz más fuerte. Acabó gritándolas al cielo. Se levantó y alzó el puño contra las nubes blancas, que reflejaban los rayos de la luna.

-          ¿Acaso estás enfadado? – dijo alguien desde la oscuridad.

Quien fuera, había utilizado su lengua y le entendió perfectamente. Mauro, algo asustado, se quedó en silencio y esperó a que la sombra saliera de entre los árboles. Hubo un momento de tensión y sacó muy deprisa la navaja, su única arma.

-          No necesitas eso, aprendiz de marinero.

Esta vez reconoció la voz. Sin duda, se trataba del viejo que lo ayudó en el viaje por el Mediterráneo. Nada más desembarcar, Mauro recogió el dinero que le correspondía por el trabajo de carga y se metió entre la gente del muelle, sin mirar hacia atrás. No soportaba el olor del mar y menos aún el del puerto. En el aire se mezclaba el aceite requemado de miles de lámparas con el hedor de los peces muertos y podridos o el sudor penetrante y seco de los hombres. Por no hablar del excremento de las aves que sobrevolaban por encima a la caza de alguna tripa o sobra del pescado. Sus gritos se oían desde muy lejos.

El veterano marinero se hizo visible al acercarse a la hoguera. Por la noche hacía fresco junto al arroyo y deseaba sentir el calor del fuego. Su cuerpo ya estaba muy seco.

-          Te fuiste sin despedirte. He de reconocer que me diste miedo cuando cogiste la peste. Ahora la curiosidad me come las venas. He tenido que seguirte. ¡Por todos los demonios del mar! ¿Cómo sobreviviste a eso?

Mauro estaba sorprendido. Aquel viejo había abandonado el barco y le había perseguido hasta alcanzarle solo para preguntar por aquello que ni él mismo sabía.

-          Has venido hasta aquí en busca de una respuesta que también desearía tener yo. Estás loco. ¡Ojalá me hubieras lanzado a las aguas caldosas como querían tus compañeros!

-          Sí, tienes mucha rabia dentro de ti. Hubieras sido capaz de evaporar el mar con tu dolor. Deberías aprender a vivir con tus males. Quizás por eso Dios te dejó aquí –el marinero se llevó la mano al mentón- ¡Ah!, ya sé. ¡Estás maldito!

Su boca susurró esas palabras como si una serpiente lo hubiera hecho, con un siseo que no se detenía, que continuaba retumbando en los oídos de Mauro. Se puso en pie y se alejó un trecho. Su rostro mostraba temor ante lo desconocido. Después de seguirle hasta allí, había deducido lo que no imaginó en todo el viaje.

-          Algo horrible has hecho, monstruo, para que la muerte negra te deje escapar. Ni siquiera ella se atreve a ser tu compañera. ¡Adiós, maldito!

De nuevo el silencio se apoderó de aquel sitio tras la partida rápida del viejo y asustado marinero. Solo los quejidos de la leña seca al quebrarse muy despacio entre las llamas interrumpían los sucios pensamientos de Mauro.

Dentro de él se liberó una terrible batalla. Igual que si se tratara de enemigos que se odiaban a muerte, las ideas se tropezaban en su cabeza y se batían en dura pelea. Solo quedaría una de ellas. Las maldiciones divinas o demoniacas, la vida arrastrándose por aquel asqueroso mundo o la muerte buscada con furia, su familia apestada o salvar la vida de los moribundos, el Dios que perdona o la desesperación de lo imperdonable.

Solo una idea vencería. Con la navaja en la mano derecha, movía las brasas de la madrugada. No había echado más leña, pues deseaba que el frío penetrara en sus carnes. Hubo un momento en que su mente salió de viaje, como si se mirara desde arriba. Casi comprendió, pero fue un breve instante.

Por fin, como un pobre soldado que se levanta de entre los escombros de la guerra, se alzó un único sentimiento. Se sacó la bandera blanca a sí mismo y firmó una tregua con su cuerpo y con su alma.

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