martes, 12 de octubre de 2010

Adelante


Ya avanza la novela. Puedo llevar escrita la mitad, más o menos. Como siempre, sin revisar aún, aunque mi buen amigo Miguel le ha echado un vistazo. ahora es cuando el escritor disfruta con su "trabajo". Lo pongo entre comillas porque no se suda, no se sufre. Es un verdadero placer. Luego vendrán las correcciones, las múltiples lecturas, más amigos, como César o Adolfo, que la leerán y opinarán. Pero me quedo con el ahora, ¡qué bien se lo pasa el que crea mundos, historias y se olvida por un momento de quién es!
Disfrutad también vosotros, lanzaos a la mejor aventura que existe en el mundo.
Una última nota, garcias a la entrada del blog, he encontrado un gran título para la novela "con sangre de tinta".

viernes, 1 de octubre de 2010

Con sangre de tinta


Mi última novela va avanzando poco a poco, con sangre de tinta por el escaso tiempo, verdadero enemigo del escritor. Página a página, como un parto largo o una guerra de trincheras. Me cuesta centrarme cada vez que la retomo. Sin embargo, debe seguir presente la autodisciplina, aprovechar los minutos y rendir al máximo, igual que un jugador de banquillo cunado salta al campo. Esa es nuestra lucha diaria, continua. No habrá descanso hasta que no se cierre la última escena. Ánimo, podemos.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Facebook


Pues sí, he ingresado en el mundo de las redes sociales, me ha costado. El otro día em enconté con una página de Facebook dedicada a mí. De ahí que creara al mía propia, para no ser menos. Aún tengo pocos amigos. La verdad, me da vergüenza mandar un correo preguntando si quieres ser mi amigo. Seguro que al final doy el segundo paso. Si os llega, no os riáis, por favor. Este es el mundo en el que nos movemos. No consigo meter el enlace, pero si me buscáis en Facebook, espero que me encontréis.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Pequeña reflexión


Hay un amigo escritor que a veces me comenta lo ingrato de esta profesión en uno de sus apartados. Nossotros escribimos una novela, dedicamos un tiempo a elaborarla, crear los personajes, escribirla, revisarla, en algunos casos de seis mese a un año. Después la mandamos, con todo nuestro cariño e ilusión. Y no siempre se publica, queda en un cajón, abandonada. Ese tiempo no fructifica. En otras profesiones, cualquier minuto tiene su recompensa. Aquí no.

Menos mal que la publicación de otros escritos compensa este esfuerzo en el que el escritor siempre está en manos de las editoriales. Qué alegría cuando vemos el libro impreso, las ilustraciones, nuestras palabras en manos de quien quiera leer aquella pequeña obra. Quizás el escritor tenga la mayor de las alegrías por su trabajo, similar a la de un profesor que fracasa en muchas ocasiones, pero que consigue su objetivo con otros alumnos que salen adelante gracias a él. Qué parecidos somos.

sábado, 28 de agosto de 2010

Hace tiempo


Hace tiempo que no escribo en el blog, el verano y la usencia de nuevas tecnologías en los viejos sitios que frecuento. Os puedo dejar, hoy que es mi cumpleaños, una novela que he comenzado. Espero que llegue a buen puerto.



1

- Puede ser la solución, es más, no veo otra – Juan daba vueltas por el salón sin ninguna dirección, ni siquiera iba y venía por los mismos pasos, sólo se movía.

Su mujer, Ana, permanecía sentada. Su rostro agachado observaba el roto de un calcetín de su hijo. Recogió del cesto de la costura una especie de huevo de plástico y lo introdujo dentro. Pensaba, sí, daba muchas vueltas en su cabeza. Necesitaba otra salida. No podía soportar el regreso tras tantos años.

- No llegamos ni a pasado mañana. Debemos hasta el pan que compramos cada día. Y no sale nada. Maldita crisis. Esto no se mueve. Vendemos el piso, nos vamos al pueblo. No hay más que decir… -miró la reacción de Ana ante su afirmación categórica, lloraba -. Yo tampoco lo deseo. No sé si aguantaré el trabajo de un pueblo, las ovejas… no recuerdo nada de cuando ayudaba a mi padre.

Ana tiró el calcetín y el huevo al cesto. Se pinchó con la aguja y se chupó el dedo. Aquello frenó la reacción que se avecinaba. Aún así gritó.

- Sabes que lo peor no es eso. ¿Otra vez soportaremos los desprecios, la guerra fría, las malas miradas? Han pasado un millón de años y aún continúan con sus tonterías…-se echó las manos a la cara- Creía que lo habíamos dejado atrás para siempre.

Juan se acercó hasta ella. Por fin tenía algo que hacer, y lo agradeció. Le pasó los brazos por encima de los hombros. Le acarició la frente. Permaneció en silencio durante un tiempo. Conocía a su mujer y sabía que era mejor.

Aquel momento de mutismo puso sin embargo nervioso a Juan Pablo. Escuchaba a sus padres desde la habitación. Para él, la conversación le resultaba de lo más asombroso. Como si se tratara de una película. Hasta entonces, había vivido en una especie de burbuja de protección. Sí, su padre se había quedado en paro, pero también otros de sus amigos le habían contado situaciones similares y el mundo seguía girando, sobre todo el suyo. La ciudad le pertenecía. Cada vez más, se sentía el dueño de su instituto, de su barrio, de las noches de fiestas y movidas.

Se disponía a cerrar la puerta de su habitación cuando escuchó su nombre en labios de su madre. Se quedó parado, aguantó la respiración para no perder una sola palabra.

- ¿Y Juan Pablo? ¿Qué? Tendrá que continuar estudiando, digo yo.
- Por supuesto, aunque no es que lo haga mucho – contestó su padre con cierto desdén, las malas notas no le convencían ni lo más mínimo – Podrá ir al instituto de Talavera. Hay sólo cuarenta minutos. Después del verano empezará. Es el momento oportuno para llevar a cabo el cambio.
- Ya. Pues si antes no hacía mucho, ahora tendrá escusa. No creo que le siente muy bien.

De nuevo hubo un silencio. El joven se puso nervioso. El estómago le pesaba, como si la cena se hubiera solidificado. Sentía en la garganta el sabor de la coca cola, pero de con un regusto amargo. Estuvo a punto de atravesar el pasillo para llegar hasta el cuarto de baño, pero aguantó las arcadas.

- También puede ser un buen momento para solucionar tu problema –las palabras de Juan se deslizaron llenas de temor.
- Sabes que no pasa nada, ese dinero es mío y nada más –el joven no había oído aquel tono de voz tan áspero de su madre nunca.

Juan Pablo cerró la puerta, como si de esa forma no hubiera escuchado nada, como si su mundo siguiera adelante en aquellos escasos metros de habitación. Pero era imposible. Dos nuevas cuestiones se cernían sobre él, igual que dos columnas que se fueran juntando para aplastarlo o por lo menos dejarlo sin respiración. Buscó su pequeño hábitat de siempre. Se dirigió al ordenador, siempre encendido y con el messenger dispuesto. Tenía tres mensajes. El último de su amiga Elisa, la que conoció en una fiesta y que hacía las veces de buena amiga con derecho a más. ¿Quedarían para mañana, sábado?

Aquellas preocupaciones habían dejado de ser suyas. Sintió incluso que la habitación no le pertenecía. Que la cama donde se tumbaba en esos momentos, tampoco. Mucho menos los libros del curso que había finalizado pocos días antes y que debía estudiar aquel verano. Pronto, muy pronto, todo le sería ajeno. Se sintió como debe encontrarse un sin techo, o como Adán y Eva expulsados de su paraíso. Un pensamiento estúpido le recorrió su cabeza. Si no hubieran comido aquella manzana. Pero quién se creía todo eso, sólo el profes de religión.

Volvió al ordenador. Lanzó la nueva noticia a todos sus contactos.

“Me voy de aquí, chic@s, emigro para siempre a un maldito pueblo que sólo he visto dos veces. Ya veis, la crisis de las narices”.

Fue una bomba, los pitidos continuos anunciaban las miles de respuestas, sin embargo él sólo leyó al de Elisa. “¿Pero quedamos mañana o no? Puede ser nuestro último encuentro. Habrá que despedirse como se merece”.

Ella tampoco le pertenecía, seguro. También le resultaba de lo más ajeno. Quizás había descubierto la gran superficialidad de sus amistades. Rechazó el pensamiento. No se iba a amargar más. Su mejor amigo sólo le preguntaba por el partido de pádel del lunes. “Espero que estés, que nos jugamos nuestro prestigio. Contéstame rápido, que si eso, se lo digo a Pedro y voy con él de pareja. Suerte en tu pueblo, si no nos vemos”.

Juan Pablo durmió aquella noche bastante mal. El calor entraba por la ventana abierta. Oyó los camiones de la basura a las tres de la mañana y aún no había conciliado el sueño. A su cabeza llegaban las escasas imágenes del pueblo de destino, Mohedas de la Jara, Toledo. Esos eran sus mínimos datos. Una y otra vez veía la vieja casa de sus abuelos, las vigas de madera y la chimenea. Le llamaron la atención a pesar de sus cinco años. Habían pasado más de diez.

miércoles, 28 de julio de 2010

Traducciones al francés




Me han traducido algunas novelas biográficas al francés. Me hace ilusión. Os dejo las portadas. creo que son buenas.

martes, 6 de julio de 2010

Un mundo infeliz

He terminado una novela de ciencia ficción, sobre el futuro. Aún debo retocarla, pero os dejo el primer capítulo para que os hagáis una idea.


1
- Desconexión inmediata del hombre trescientos treinta y cuatro. Posibilidad de dolor próximo.
Una voz metálica sonó en aquella sala H, blanca y enorme que resultaba de lo más inhumano, a pesar de los miles de hombres y mujeres que la abarrotaban. Sentados en sillas de diminutas ruedas, con un diseño en aluminio claro, permanecían inmóviles, completamente inertes e inactivos. Ni un leve movimiento, ni una tos o un sonido rompía la simulada paz. Parecerían muertos, si el cuadro con sus constantes vitales no se figurara en el aire, delante de cada uno y con una luz difusa. Mostraban una respiración mansa y monótona, un latido lento y relajado. Vestían con una túnica roja de suave seda. De entre los pliegues, surgían unos tubos que servían de sonda para los excrementos. Se colaban por el suelo hacia un sistema de alcantarillado.
Su cabeza se coronaba con un casco verde con gafas azules que les introducía en mundos inimaginables, llenos de sensaciones falsas. Desde el viaje a las últimas estrellas conocidas del firmamento hasta las selvas más vírgenes o los desiertos amarillos con su fina arena perdiéndose entre los dedos de los pies. Caminaban sin moverse, comían sin masticar. Y no sentían ni calor, ni frío, ni un solo picor, porque el menor indicio se detenía con los impulsos eléctricos mandados al cerebro por el ordenador central Ram. Adormecía su consciencia. Éste lo controlaba todo, cada uno de los hombres que había a su cargo, treinta mil en aquel pabellón. Se encargaba de que la felicidad y el placer fueran exactos, de que ninguno tuviera un solo atisbo de aburrimiento o desencanto, de que en absoluto padecieran dolor físico o moral.
A las diez en punto, una mampara del techo se descorría para que el sol de la mañana golpeara los cuerpos inmóviles. Necesitaban la luz para su correcto desarrollo. También los cambiaban de postura de vez en cuando para evitar heridas, aunque se les hidrataba por vena. De uno en uno, les sacaban de la sala y recibían masajes tonificadores. Les movían las articulaciones, todo lo necesario para mantener el tono muscular y evitar las enfermedades provocadas por la inactividad.
Por la sala H avanzaba uno de los robots, perteneciente a la clase de los cuidadores. Tenía forma humana de cintura para arriba, aunque su rostro era similar al de todos los demás autómatas, inexpresivo. Ninguno tenía pelo en la cabeza y su recubrimiento metálico semejaba el color de la piel. En la cintura, una bola giratoria permitía el movimiento de trescientos sesenta grados. En lugar de piernas, un solo bloque sin divisiones finalizaba con unas ruedas pequeñas. Ahora recorría uno de los pasillos centrales. Las constantes vitales del número trescientos treinta cuatro habían bajado hasta niveles peligrosos. Una luz roja intermitente situada en lo alto de su casco lo anunciaba. Cuando el androide llegó hasta allí, en el panel holográfico se reflejaban las palabras “desconexión inmediata”.
- Hemos tenido que dar de baja al humano trescientos treinta y cuatro, ordenador central Ram, por fallo multiorgánico que podría haberle provocado dolor. Actuamos de inmediato y evitamos el sufrimiento. Debemos reemplazarlo –dijo en voz alta el robot.
Mientras, arrancaba de la nariz del fallecido la sonda gástrica que bajaba desde el techo y los demás tubos de expulsión de excrementos. En uno de ellos había restos de sangre.
- Adelante, androide H-35, proceda –se oyó en el recinto.
Los hombres allí presentes no escuchaban nada, no sabían nada, su mundo se limitaba a la realidad virtual. El número trescientos treinta tres, vecino durante ochenta años del defenestrado, paseaba en esos momentos por una playa de arenas blancas y limpias, sentía en sus pies el agua salina que los mojaba con las olas azules. Lo acompañaba una bella melodía. Si supiera sonreír, mover los músculos atrofiados del rostro por la inactividad, lo haría en esos momentos, totalmente ajeno a la muerte cercana.
H-35 salió de la nave empujando la silla de ruedas. El humano trescientos treinta y cuatro llevaba la cabeza descubierta, inclinada sobre su hombro derecho. El rostro inexpresivo parecía relajado, como si un sueño hubiera enlazado con otro. Sus ojos abiertos apuntaban al infinito y se clavaban en el suelo reseco y árido, de color amarillo. Por encima del quicio de la puerta, un letrero obsoleto con luces de neón, que a ningún androide podía interesar, decía así: “Centro de felicidad ilimitada”. Debajo se dibujaba una sonrisa roja tan estúpida como innecesaria en esos tiempos.
Las sombras recorrían una avenida bordeada de naves como la H, señaladas con otras letras. Todas tenían el mismo tamaño descomunal, el número exacto de humanos y el mismo color grisáceo apagado en sus paredes. Sólo al final, el androide giró a la derecha y llegó a un lugar distinto, escondido a la vista, de paredes oscuras. Contrastaba con las murallas de oro de la ciudad que asomaban tras él. No había ningún cartel o indicación. Por encima de la techumbre de cristal se distinguía el humo negro que arrojaba una chimenea larga como un sinfín. De allí, surgían también cenizas que se llevaba el viento hacia ningún lugar. Si algún hombre se hubiera acercado, el olor a carne quemada lo habría hecho retroceder al instante. Aquel aroma repulsivo recordaba a la misma muerte.
Muy cerca, trabajaban sin pausa otros robots, encargados del mantenimiento de la ciudad. Pertenecían a la clase de los peones. Parcheaban el solado gris y antiguo de una pequeña calle, ajenos a todo lo que les rodeaba. Se intercambiaban pequeñas frases que servían para sincronizar su labor.
El crematorio funcionaba las veinticuatro horas del día. Con una población de tantos miles de hombres, se formaba una fila larga donde los androides esperaban mudos su turno, acompañando a su desconectado en un último viaje sin lágrimas y lamentos.
H-35 esperó en silencio su turno. Cuando llegó su momento, volcó el vehículo de ruedas y arrojó a trescientos treinta y cuatro por un ventanal con una cortina de plástico duro y sucio. El cuerpo sin vida rodó al interior por un tobogán. Salió una pequeña llamarada como bienvenida del nuevo alimento. El androide se dio la vuelta para dejar la silla en la fila, junto con las demás. Otro robot-peón se encargaría de recogerlas. Con las manos vacías, buscó de nuevo la gran avenida. Aún le quedaba una tarea. Pasó al lado de los encargados de mantenimiento sin mirarlos.