¡Dios
mío! ¡Qué solos se quedan los muertos!
Gustavo
Adolfo Bécquer
El
policía ya retirado solía levantarse tarde, pues se pasaba las horas de la
madrugada escuchando la radio del Cuerpo de forma clandestina. Era incapaz de
olvidar aquellos sonidos y los números convertidos en códigos que resumían un
asesinato, un robo o un atraco. Tantos años de trabajo nocturno dejaban huella.
Pero
aquella mañana el ruido de la calle lo despertaría sin remedio. Los pitidos de
los coches se metían por entre las mínimas rendijas de la habitación. Se dio la
vuelta con la intención de continuar con su sueño. Nuevos pitidos. Enrolló el
almohadón sobre su cabeza para esconder las dos orejas. El claxon del autobús
atravesó la gomaespuma sin problemas. Gruñó e insultó a todo aquel que
madrugaba y se exasperaba a esas horas de la mañana. Siempre había sido un
lugar tranquilo donde la circulación no se detenía más de lo que el semáforo de
abajo ordenaba.
Por
fin se levantó con los ojos endurecidos por el sueño. Se había enfadado.
Incluso hizo un amago de coger la vieja escopeta de caza. Mala idea. A esas
horas y sin dormir no razonaba con lucidez.
Subió
la persiana con brusquedad, lo cual provocó que bajara casi hasta la mitad otra
vez. Un nuevo pitido se clavó en su mente, acompañado de un “hijodeputa” tan
rápido que sonó como una sola palabra. Luego un “cabróóón” con triple
acentuación. Este provenía de otra boca. Ahora una mujer increpaba con algo más
de educación. “¿Nos hemos dormido, imbécil?”
La
escena que el policía jubilado contempló desde su primer piso se podía resumir
en pocas palabras. De los dos carriles, uno estaba ocupado, justo el que servía
para girar cuando aparecía el color ámbar. Un viejo Renault 12 amarillo, casi
blanco por el paso del tiempo, se había detenido. El conductor estaba medio
inclinado hacia la radio y no le interesaba nada de lo exterior. Parecía buscar
las emisoras muy despacio.
- ¡Desgraciado!
¡Sal de ahí!
Otro
coche giraba en el último momento para cambiar al carril central y sobrepasar
al culpable del atasco. El copiloto lo amenazó con el puño en alto mientras
surgía del cielo un nuevo grito.
-
¡Que
alguien llame a la policía!
Esa
voz era reconocible. La vecina de arriba siempre se había llevado mal con él y
pretendía molestarlo con aquellas palabras. Entró dentro y se fue a por la
ropa. La justa y necesaria para tapar el pijama que no se quitó. Más pitidos le
hicieron arrugar el ceño. Había un desquicio en el ambiente que se había colado
en su propia casa.
Bajó
las escaleras de dos en dos. Seguía en forma, no había duda, pues tardó
poquísimo en alcanzar la calle. Otro claxon con voz aguda e intolerante. Un
camión se había quedado atascado e intentaba subirse a la acera mientras
esquivaba los pivotes de hierro. Más palabras malsonantes y con una fuerza
tremenda. Por suerte, el paso no era para peatones y pocos estaban cerca de
allí como para correr peligro.
El
hombre del Renault seguía inmóvil. Menuda sangre fría, pensó el policía. El
problema es que ahora debía esperar a que pasara el camión. Más pitidos
añadidos.
-
¡Desgraciado,
mamón, imbécil, hijo de puta, cabrón!
Todo
eso salía de la boca del camionero. Había movido algo el semáforo con el
parachoques de delante. Frenó y un silbido escapó por entre las ruedas. El
hombre bajó con los puños cerrados. Su furia le encogía los labios y agachaba
sus cejas.
-
¡Alto
ahí! – le gritó con todas sus fuerzas el viejo policía.
No
podía permitir que se cometiera un delito delante de su casa. Corrió hacia él y
lo detuvo justo cuando abría la puerta del Renault amarillo. Detrás había ya
una fila interminable de pitidos insistentes. Nadie podía moverse ya, ni por un
lado, ni por otro. Los pitos de los coches sonaban de forma ininterrumpida.
-
¡Soy
policía! ¡Apártese!
Aunque
no pudo enseñar una placa, estaba tan acostumbrado a ser lo que había anunciado
que el camionero no lo dudó. Este se quitó de en medio para observar con cara
de pocos amigos al hombre inclinado sobre la radio. Le insultaría cuando viera
su cara. Un bocinazo de autobús sonó a lo lejos. El viejo policía abrió la
puerta del Renault amarillo.
-
¿Qué
sucede? ¿No ve la que ha armado? – le preguntó al conductor que continuaba
agachado.
Un
hombre mayor de escaso pelo blanco cayó al suelo al perder el apoyo.
-
Imbécil,
gilipollas, cabrón –añadió el camionero según vio el rostro amarillo del
anciano.
- ¡Dios!
¿No ve que está muerto? Ha fallecido entre insultos –corroboró el viejo
policía.
No hubo
ningún silencio ni ningún respeto. Los estruendos de los pitos y bocinas que
inundaban ya tres o cuatro calles impedían cualquier recogimiento por el difunto.
Aún sonaban insultos entre medias del enorme ruido.
-
Y
digo yo…habrá que quitar el coche para que aparte mi camión. ¿No?